Armonía de voces (Enakozvočja, 2022), de Leonora Flis
Una recopilación de relatos breves, dedicados a la madre de la autora, en torno a varias relaciones familiares, ubicadas en distintos momentos históricos y en diferentes ambientes, (sobre todo, Eslovenia y Estados Unidos). Los cuentos del libro se titulan: Por la orilla del mar, Para Ana, El saludo, Caoba de color rojizo, Dulce y salado, Primavera, Silencio, Colores complementarios, Solsticio, Apertura, Anteojeras, Entre un millón: una, Force majeure, Sobre el terreno. Aquí presentamos la traducción de los primeros cinco cuentos.
«En la bañera, atrapada en la reminiscencia, ella se deslizaba por los momentos de los años, buscando un vínculo con el presente», es una frase del relato «Silencio». Por ejemplo, esta frase captaría el sentido del libro. Con sutileza y ojo para el detalle, los protagonistas buscan a tientas su pasado, buscan respuestas para averiguar quiénes son y dar sentido al presente. Para la mayoría de ellos, los recuerdos son muy importantes. Prevalece la transmisión de los recuerdos, el traspaso de las historias de una generación a otra. Pero también destacan los traumas (por la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo), los conflictos y problemas no resueltos entre generaciones, y cómo se va mezclando el destino de una forma que no podemos predecir. Ni las historias, ni los personajes juzgan, no evalúan, solo dejan que el lector decida y tome, si quiere, partido por unos u otros. Siempre, eso sí, mostrando que la familia y los lazos familiares pueden ser, a la vez, hermosos y desagradables, fáciles y complicados.
(he aquí la raíz y el brote del brote y el cielo del cielo
de un árbol llamado vida; que crece más alto de lo
que un alma puede esperar o una mente puede ocultar)
y éste es el prodigio que mantiene a las estrellas separadas
llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón)/E.E. Cummings
(Traducción de Octavio Paz, 1974)
Por la orilla del mar
Primero se enamoró de sus piernas. En un momento concreto. Aunque solo las había visto de rodillas para abajo. Ocurrió en la calle Gosposka. Pantorrillas firmes y musculosas y tobillos bien formados. Llevaba sandalias de verano con gruesas suelas de corcho. Deslizó la mirada desde sus pies hacia arriba. Se detuvo un momento en sus pechos, pequeños y firmes, y luego captó su mirada. Ojos de color castaño oscuro, no muy grandes, pero tampoco típicamente europeos, en los que uno se suele fijar enseguida. Su exuberante melena negra le llegaba a los hombros, rizándose ligeramente en las puntas. El vestido rosa que llevaba tenía un corte que acentuaba las curvas de su cuerpo. Ella salía al exterior marcando un paso de baile. Él cursaba segundo año de estudios de piano en la Academia de Música. Quería ser profesor de piano y de historia de música. Conocía a varias bailarinas de ballet y solía acompañarlas al piano durante los ensayos de la Escuela Secundaria de Danza. De su forma de andar se acordaría meses después al recordar su primer encuentro. También recordaría su mirada. Tal vez se habían visto alguna vez antes en la Escuela. Pero entonces, él sin duda se habría fijado en ella, pensó. En la calle Gosposka debió de ser su primer encuentro casual. Dejó que ella pasara, con las comisuras de los labios hacia arriba. Olió su perfume. Una vez alejada, unos diez metros, giró la cabeza y volvió la vista hacia ella. Le entraron ganas de darse la vuelta y seguir tras ella en su dirección —la tentación era muy grande—, pero tenía una cita con amigos para almorzar en el restaurante Figovec. Además, ¿qué iba a decirle? No se sintió lo suficientemente seguro, ni ese día ni una semana más tarde, al verla pasear por los pasillos de la Academia. Como él tenía muchos amigos, pronto se enteró de que la chica también iba a clases de canto. Acababa de empezar, era nueva en la Academia, según le informaban sus fuentes.
Pasaron dos meses y una tarde de diciembre, cuando la luz se apagaba a las cuatro y media de la tarde, Dare reunió valor. Se acercó a ella cuando la vio comprando el periódico en un quiosco cercano a la Academia. Esperó a que pagara y se acercó, se presentó y empezó a explicarle con entusiasmo que la había visto antes por la calle, que él era músico, que ambos iban a la Academia. Al mismo tiempo también le dijo que le gustaría verla con más frecuencia, invitarla a tomar café y charlar con ella. También le preguntó si bailaba. Ella asintió. Ella lo miraba algo insegura, de vez en cuando hacía un paso hacia delante o hacia atrás y se frotaba las manos. Hacía frío. Ella permaneció en silencio, no le quedaba otra opción debido al rápido ritmo del monólogo del muchacho. Podría haberse marchado perfectamente. Pero no lo hizo. El chico siguió un rato hablando, para convencerla, a ver si podían verse más veces, enumerando, de paso, las clases que compartían. Maruša lo miró con más interés y de repente optó por hablar:
—¿Has terminado ya? Tal vez yo también pueda decir algo, si no es mucho pedir.
No lo dijo con irritación, sino más bien con paciencia, y tal vez de un modo estoico. Él vio que ella tenía un leve tono de carmín de pintalabios entre rosa y rojizo en los labios; hacía juego con el color de sus mejillas, probablemente enrojecidas por el frío y su presencia tan próxima.
—¿Eres de Liubliana? —le preguntó a ella.
—Sí, vivo en el barrio de Vič —comentó—, de hecho muy cerca del barrio de Rožna dolina, si conoces esa zona, allí, ahora, hay una nueva residencia de estudiantes, ¿has estado alguna vez? —y lo miró con las cejas levantadas.
—Conozco la residencia, sí, alguna que otra vez he ido por ahí, un amigo del Instituto vive ahí, a veces organiza fiestas, a Liubliana suelo venir en coche desde Domžale.
—Conque te desplazas en coche —dijo Maruša, dando a entender que quería seguir adelante—. En la residencia solo he estado una vez, cuando una amiga tuvo una exposición de fotos en los corredores de aquellos edificios, yo no voy a fiestas —comentó, y añadió en voz baja—. Bueno, ahora voy a casa en autobús, puedes acompañarme hasta la parada, si te apetece.
Ella misma se sorprendió de la oferta. Sintió un malestar mezclado con una pizca de excitación. De vez en cuando la había acompañado algún que otro chico, pero ninguno había sido tan persistente en querer volver a verla. Maruša recordaba que había visto a Dare varias veces: en la calle Gosposka, en la Academia, almorzando en la cantina cerca de la Escuela, pero todo esto se lo calló.
En poco más de diez minutos, él le contó muchos detalles de su vida, de su familia, de su hermana, madre, padre, la casa del pueblo de Domžale, propiedades que tenía en otro pueblo, Trzin, del exitoso restaurante de sus abuelos, pero que luego, por problemas financieros, se fue a pique. Presumió de sus tres perros dálmatas que los había obtenido justamente de Dalmacia, de la ciudad de Zadar.
—Cada mañana saco los perros a pasear por un campo donde se ubican nuestros bosques y nuestras huertas, cuando estoy con mis perros soy más feliz que un niño pequeño, me encanta ver cómo intentan atrapar el viento con el hocico y le ladran a las perdices —contaba el muchacho con entusiasmo—. Uno de los perros está más sordo que una tapia, pero da igual, nos hemos acostumbrado a comunicarnos con gestos y todo funciona a las mil maravillas —añadió.
Cuando conocía a gente por primera vez, Maruša se mostraba reservada y desconfiada. Ella no sabía de dónde salían esos sentimientos, pero tampoco tenía ganas de profundizar ni descender a las raíces, ni suyas ni de su familia. Analizando, rápidamente se asustaba y desviaba su atención hacia otra parte. Veía los hombres, a veces, como algo que tal vez ni siquiera estaban hechos para ella. Hacia el amor tenía una actitud muy fatalista. Tenía miedo de tener esperanza, miedo al acercamiento, aunque, en compañía de gente —también de hombres que ella conocía y con los que se sentía a gusto—, podía ser habladora y animada. Nunca había tenido novio, y cuando le preguntaban el motivo por el que estaba soltera, prefería encogerse de hombres. Sabía que los hombres se fijaban en ella, pero ella no se preocupaba mucho por su aspecto físico. Sin embargo, al mismo tiempo, a veces sentía cierto anhelo por estar en compañía de hombres. Deseaba tener una vida amorosa y sin complicaciones, pero también deseaba alejarse, y vivir en algún lugar donde solo pudiera dedicarse a la danza y la música. La búsqueda de un lugar sin distracciones, sin promesas rotas ni palabras huecas. De hecho, nunca había albergado ilusiones sobre el amor romántico. A veces pensaba que era demasiado severa consigo misma, que era ascética en su forma de pensar sobre la pareja. Prefería no desear nada, pero no podía reprimir sus deseos ambivalentes. Unas veces, los pisoteaba, los manoseaba, los rechazaba con rudeza, otras veces gritaba y quería cambiarlos por un mundo sin garantías, donde por ejemplo un ser querido se convirtiera —de la noche a la mañana— en un extraño. Sus padres nunca le preguntaron por los chicos, es más, jamás se interesaron por el amor o las relaciones o el acercamiento amoroso.
Cuando llegaron a la parada de autobús, Maruša le dio las gracias por la compañía y la conversación. En respuesta a la pregunta si podían verse otra vez, bien para dar un paseo, bien para tomar algo, ella asintió levemente con la cabeza. Dare decidió que había sido un signo claro y confirmativo y, satisfecho, esperó a que ella subiera en el autobús que acababa de pararse, y luego volvió paseando hacia la zona de Špica. Los paseos por la orilla del río eran para él la mejor meditación. Muchas veces así las notas empezaban a adquirir forma en su cabeza. En su mayoría, escribía melodías que olvidaba en casa, o se convertían en otras composiciones nuevas y distintas. El río le dictaba un ritmo especial a la hora de componer, pensaba, que los sonidos del agua fluían con la música que escribía por las noches en un cuaderno de tapas verde oscuro. Creía que el flujo del agua le daba tranquilidad y le ayudaba a agudizar el pensamiento. En la orilla del río podía tener la cabeza despejada, sus ideas, sus deseos, sus planes, ordenados en compartimentos lógicos y realizables. En verano iba a nadar con sus amigos al río, por la zona de Špica, pero el resto de los meses, los alrededores del río Ljubljanica era un lugar donde podía olvidarse de los problemas en casa. Olvidar que su madre iba perdiendo peso a gran velocidad y sufría constantes ataques de migraña, los problemas de su padre, que empinaba el codo más de la cuenta, los problemas de su hermana, que un día sí y otro también, siempre estaba pensando en su amante secreto, del cual, Dare solo sabía que era de Liubliana. Pero aquella noche, él solo pensaría en Maruša. Recordaría su sonrisa reservada, se imaginaría tocando juntos el piano, evocaría sus caderas y sus pechos. Para el, la historia con Marjanca prácticamente pertenecía al pasado. Solo era cuestión de saber cómo iba a decirle que se había acabado la relación.
Dare era un muchacho popular entre las chicas. Aparte de su físico alto y bien desarrollado, sus ojos azules y brillantes eran un poderoso imán. Tenía don de palabra, sabía hacer cumplidos sin parecer dulzón, sabía cuándo retirarse y limitarse a escuchar. Siempre parecía estar pensando en algo muy importante. Como un pensador en el ágora. Eso mismo fue lo que le atrajo a Maruša. A Dare más de una vez le había sucedido que se había metido de cabeza en una relación, sin pensar ni lo más mínimo, y se había desgastado, y por eso el chico había aprendido a saber esperar y a reflexionar. Quería tocar a Maruša todo el rato, pero no se lo dijo. Él sabía que ella era discreta. Pero él nunca antes había sentido una atracción tan fuerte —¡podría llamarse locura!—, una locura salvaje. En una pequeña buhardilla con vistas a un aprisco de cabras y al gallinero del vecino, por las tardes y por las noches, cuando no podía dormir, el chico se perdía en sus pensamientos, unas veces ordenados, claros, otras veces caóticamente amontonados, unos encima de otros. El mundo de Maruša le parecía un laberinto, con el corazón de la chica en el centro, pero el camino para alcanzarlo, era muy complicado y largo. A veces, Maruša se encerraba en sí misma y procesaba algo en silencio, al menos, eso pensaba él. Necesitaría un hilo de oro, ¿por qué no se lo ofrecía ella para sortear mejor los vericuetos de su conciencia? Tener estas ocurrencias poéticas le parecía gracioso. Nunca le había interesado tanto una chica. A veces estaba completamente ausente cuando lo llamaban para cenar. Teniendo en cuenta que su familia consideraba que era un ser bohemio, muchas veces no se entrometían con él, lo dejaban en paz y no lo molestaban con preguntas pesadas.
—Por las noches, mi hijo escribe, y compone, siempre está escribiendo esas notas de música —observaba su madre con placer.
La madre estaba orgullosa de su hijo. De su hijo artista, del futuro profesor de música y pianista. Lo mimaba más que a su hermana. Siempre le guardaba el mejor trozo de carne a Dare, y cuando tenía suficientes fuerzas, hasta le preparaba un dulce. El chico se lo agradecía. Sabía que su madre lo abandonaría mucho antes que su padre. Su tiempo compartido con ella se exprimía en la delgada franja de misericordia que la vida aún guardaba para ellos.
Poco a poco, Maruša fue dejando entrar a Dare en su vida. Dare no presionaba, y así fue ganándose cada vez más su confianza y su afecto. A veces no se veían en dos semanas. A Maruša le parecía lo correcto. Era bueno tener una parada, una pausa o un descanso. Ni ella ni él planificaban los distanciamientos. Era la respuesta más habitual cuando ella pensaba que la gente creía que no era lo suficientemente interesante, cuando ella pensaba que no iban a aceptarla por lo que era. La chica sabía que estaba llena de caprichos, hábitos raros y ritos. Como cuando se vio por vez primera entre extraños en la Escuela, y su corazón empezó a latir de modo desbocado y empezó a sudar a mares. Menos mal que llevaba ropa de repuesto. Necesitó unas semanas para tranquilizarse y empezar a hacer amistades. Solo cuando bailaba, sentía seguridad. Sabía que sus posibilidades, tanto a nivel técnico como interpretativo, eran muy amplias. Era muy precisa y resistente, pero también era musical, con un gran sentido del ritmo y sensibilidad que aportaba a sus gestos y coreografías. Battement tendu, battement jeté, rond de jambe en l’air, grand battement, movimientos que repetía durante horas, luego técnicas de punta y piruetas, día tras día. A veces, apenas podía volver a casa, con la punta de los dedos ensangrentada, moretones en las rodillas y los tobillos torcidos, más de una vez. Pero, en general, su cuerpo respondía a los rigores del ensayo diario con una paciencia más que tenaz.
Dare y ella iban a tomar café y brioche, iban al cine, y, a veces, él la acompañaba a casa. Al principio, los paseos del centro de la ciudad al barrio de Vič fueron un reto para Maruša. Pensaba que le iba a explotar la cabeza de tanto cavilar: ¿qué iba a decir y qué no iba a decir? ¿Cuánto tenía que hablar, cuándo empezar la conversación, cuánto abrir su corazón? Hasta que, paso a paso, la energía de Dare se fundió con sus vibraciones y la chica consiguió un poco de paz interior. Congeniaron. En la conversación, en el ritmo de los paseos, en las sonrisas. Dare era constante y parecía sincero. Le daba espacio cuando ella lo necesitaba, no le hacía preguntas sobre su lealtad, o su compromiso. Maruša entendió todo esto como una señal de confianza. Así se lo describió a su madre, cuando un buen día su madre le preguntó cómo se llevaba «con el joven», tal y como solía llamarlo. Los había visto abrazarse y despedirse en la esquina de la calle. Maruša, por su parte, tampoco le preguntaba mucho a él sobre las novias que había tenido. Bien por miedo de que la cuenta saliera demasiado alta, bien por una especie de confianza mutua creada entre ellos. Sin embargo, un día tomando café, ella dejó caer una pregunta sobre los amores pasados de Dare, y él le dijo que sí había tenido novias, alguna que otra, pero ninguna como tú.
—Estoy descubriéndote, tus matices, eres interesante —respondió él.
Fue suficiente para ella. Quiso resistirse a sus voraces monólogos interiores de siempre sobre los valores, lo que ella se merecía o no se merecía, si el amor era para ella. Poco a poco, iba consiguiéndolo. Se sentía querida y sus muros de defensa poco a poco iban derrumbándose.
El invierno se convirtió en primavera, y Dare aumentó los viajes a Liublana, muchas veces en su moto BMW, que se había pagado con un trabajo de verano en los almacenes de una fábrica en Düsseldorf. Había pasado algunos veranos en Alemania. Donde tenía amigos, le explicaba a ella. A veces nos escribimos. Volvería a trabajar a Alemania enseguida. Se gana bien. Me gustaría quedarme por más tiempo. Para tener ahorros. Maruša dudaba al principio, «un bicho de moto tan grande, tan gigante, ¡te habrá costado una pasta loca!», le dijo cuando él la invitó a montar en moto por primera vez.
—Bueno, la he comprado de segunda mano, no es completamente nueva, claro, nueva sería demasiado cara, a pesar de que en la fábrica pagan bien por el trabajo pesado que hacemos —dijo él, extendiendo la mano para ayudarle a sentarse en el asiento de la moto.
Ella llevaba falda y se sentó de lado sobre la moto con las dos piernas a un lado, no podía ser de otra forma. Se aferró a su cintura y salieron escopeteados por el macadán, doblaron una curva cerrada y se fueron hacia una calle ancha y asfaltada. Así, con las piernas de Maruša hacia un lado de la moto, más de una vez se fueron a Pirán. Una vez, ella se hizo una foto delante de la iglesia, llevando una falda ceñida hasta por encima de las rodillas, y un jersey ajustado, de manga corta y de un color chillón. Dare se empeñó en tener una copia de esa foto para él.
—Estás preciosa, con esas caderas y esas piernas tan musculosas, ¡eres guapísima!, así siempre te recordaré, así mismo, junto al agua, con ese fondo azul —le decía él, caminando por la orilla, y el mar leventemente acariciando sus cuerpos.
Maruša había empezado a prepararse para los últimos exámenes de la Escuela. En su casa, en el desván tenía una habitación muy amplia con un espejo para ensayar los ejercicios. Solía ensayar hasta cinco horas al día. Para el componente clásico de la prueba, tocaba un fragmento de la obra de Giselle, la segunda parte del examen consistía en improvisación y ejercicios de flexibilidad y técnica. Tenía que brillar, no podía permitirse un solo desliz. Si destacaba en el examen, su profesora le había prometido una audición en el Conservatorio de París. Dare le dijo que la dejaría en paz para la preparación del examen. En la Academia había terminado los exámenes y le mencionó que tal vez iba a ver a unos amigos en Alemania. También le dijo que le escribiría. Pensaría mucho en ella y la echaría mucho de menos. Maruša estaba tranquila, entregada a las preparaciones. En un rincón de la buhardilla, se sentaba la gata Cica siguiendo con la cabeza los movimientos de la chica. La gata Cica siempre era la primera audiencia de Maruša. Repartió la coreografía a los compases más pequeños posibles y los repitió durante horas sin descanso. Una vez dominados los movimientos, se dedicó por completo a la dinámica y la interpretación. Deseaba ir a París, pero sentía la presión de su mentora, de sus padres, de su deseo sin frenos. Se esforzaba al máximo, y, a veces, se quedaba dormida en el suelo. Cerraré un momento los ojos, pensaba, y se despertaba con el cuello tieso por la mañana. Se refrescaba la cara, bebía menta poleo, y seguía practicando durante una hora antes de ir a la Escuela. Cantar en la Academia no suponía ningún problema para ella, era un acompañamiento a su rutina diaria, sentía sosiego por las vibraciones de su propia voz y le daban una sensación de satisfacción. Antes de ir a la Escuela de Música, tocaba el piano, y, a veces, hacia el anochecer, cuando el aula de canto de la Academia estaba libre, se sentaba al piano y cantaba. Se imaginaba figuras de ballet, saltos y vueltas. Se imaginaba pasos de baile que solía practicar y le causaban problemas. Las noches, destinadas a las veladas de canto, eran para ella las más tranquilas. Unas semanas antes de los exámenes finales, la chica tuvo un sueño recurrente, alentador, por lo menos, así, interpretó unas escaleras de caracol que aparecían en el sueño que conducían a una terraza con vistas a la ciudad, con grandes edificios con grandes cúpulas, parques y amplias carreteras. En un mes, Dare le había enviado solo dos cartas. Había esperado más, pero como los ejercicios de cada día le absorbían toda la atención, reprimió un ligero sentimiento de abandono. Las cartas, eso sí, estaban plagadas de declaraciones de amor. El chico le prometía volver para sus exámenes finales. Uno o dos días antes de la fecha señalada estaría de vuelta.
—Parece que ha surgido un trabajillo, dos semanas de compromiso —explicó Dare—, necesito nuevas piezas para la moto, ¡y no me queda otra que currar!
A Maruša no le resultó difícil imaginarse los entresijos de la historia del ballet de Giselle. Giselle no para de desear, el amor solo puede vivir en el reino de lo sobrenatural, lo mundano es ajeno para el amor, lo destruye. Más o menos una semana antes de la prueba, Maruša pensaba que entendía todas y cada una de las decisiones del compositor de Giselle, Adolphe Adam, hasta la nota más insignificante, la más mínima pausa, y que podía ejecutar técnicamente cada movimiento de la obra tal y como su profesora lo había imaginado. Al mismo tiempo, Giselle cobraba vida propia con una interpretación totalmente suya y personal. La chica esperaba tener noticias de Dare en cuanto volviera de Alemania, unos dos días antes del examen, como había dicho. Llevaba, eso sí, unos días durmiendo peor. Debido a la expectación de la prueba y la ilusión de volver a ver a Dare. Había pasado un mes y una semana desde la última vez que se habían visto. «A lo mejor, el chico me está preparando alguna que otra sorpresa», pensó Maruša, «tratándose de él, ¡no sería nada raro!». A veces, Dare había venido a buscarla sin previo aviso, casi siempre con un ramo de flores, para luego llevársela al cine, a ver un concierto o a pasear por la ribera del río Ljubljanica.
La víspera del examen, Maruša dormiría solo una hora. La chica daría vueltas en la cama y sudaría a mares. Varias veces se cambiaría de camiseta. Le dolería el estómago. Sentiría una fuerte presión en el intestino. Quería concentrarse en Giselle, pero sus pensamientos se desviaban hacia Dare. Rodeada por el silencio de la habitación, se obligó a repetir los pasos más difíciles de la coreografía. Siempre antes de una actuación, la chica se tomaba un huevo cocido muy hecho y un trozo de pan. Ahora, en cambio, no le apetecía tomar nada. Cruzó el umbral de la casa, y, una vez fuera, respiró profundamente. El olor a narcisos se mezclaba con el olor a café que su madre le estaba preparando a su padre, y buscaba su camino hacia fuera por las rendijas de la ventana de la cocina. Maruša vio que por la ranura del buzón asomaba la punta de un sobre. Volvió a entrar corriendo en busca de la llave, sacó apresuradamente el sobre blanco y lo abrió de un tirón. Empezó a leer: «Beatte … Dos años y medio … Se ha quedado embarazada … Me quedo en Düsseldorf … Mucha suerte». Las palabras se estrellaron contra ella una tras otra, y se cayeron al suelo, desmoronándose bajo sus pies.
Para Ana
La familia Škrjanc se trasladó de Sevnica a Sveti Križ, un pueblo cerca de Litija, donde Bara dio a luz a Ana después de tres abortos y un parto de casi veinticuatro horas. La comadrona que asistió al parto, le dijo a Bara que el bebé estaba sano, pero que tenía arrugada la oreja izquierda:
—Está aplastada, no se ha desarrollado, debe de haber estado apoyándose en ella, pero lo principal es que oye bien, ¿verdad? —se rio la comadrona.
Bara y su marido Jan habían estado esperando con impaciencia este nacimiento. No tenían mucho y era hora de tener una familia. Quisieron tener más hijos, eso por lo menos le decían a Ana —años más tarde, cuando de vez en cuando surgía la conversación de cómo Ana de pequeña quería tener una familia numerosa— durante las largas sobremesas de las vacaciones, donde todos comían, bromeaban y cantaban juntos.
—Siempre quisimos, pero no había dinero, padre siempre estaba despachando en la tienda, yo le ayudaba y cosía ropa para bebés y luego la vendía a través de amigos en Litija y los pueblos de los alrededores —solía contarle Bara a Ana, cuando esta ya era algo mayor y animaba a sus padres a tener más hijos—. No había ni dinero ni tiempo, y cuando nos recuperamos un poco, me salió un bulto en el útero. Apenas me salvé. Y luego llegaste tú.
Fue cuando a Bara le dijeron que ya no iba a poder tener hijos. Ana sería la primera y la última. Útero demasiado débil. El rostro de Bara se volvía gris mientras lo contaba. Solía sentarse frente a la máquina de coser y hacer los bordes de los gorros de seda para bebés. El traqueteo de la máquina de coser la adormecía y la dejaba libre de pensamientos complicados.
Ana tenía seis años cuando empezó la guerra. Durante un tiempo —más bien breve— siguieron haciendo más o menos una vida normal. Al principio aún quedaban vecinos, pero unos meses después del estallido de la guerra, muchos se escondieron en las colinas de los alrededores, ayudándose mutuamente, más de uno tenía un refugio de ladrillo, y allí, varias familias se juntaban y se acurrucaban en las pequeñas casitas de piedra. No obstante, muchas familias cayeron en manos del ejército alemán que iba poco a poco ocupando la zona de Sveti Križ. Las tropas alemanas ocuparon las parroquias, los colegios, las tabernas y en algunas casas particulares montaban allí mismo su cuartel general. Los alemanes dominaban todos los importantes puntos geográficos, y expulsaron a sus aliados —es decir, los italianos— de algunos lugares estratégicos. Los italianos también habían declarado parte de la región de Sveti Križ como su particular zona de ocupación. Si bien la frontera entre las partes ocupadas por Alemania e Italia estaba bien delimitada, el ejército alemán actuó de una forma más agresiva, reclamando, por ejemplo, territorio que se ubicaba en la zona italiana. Los italianos fueron retirándose más hacia el este. Los puentes sobre el río Sava estaban bien vigilados, y la zona por la que pasaba la infraestructura ferroviaria también estaba controlada. La capacidad de movimiento de los lugareños, por tanto, podía ser extremadamente peligrosa, en un momento, cualquier paso en falso podía acabar con la vida de alguien. Ana quería mucho a sus vecinos, especialmente a la familia de los Bitenc. Iba a ver a esta familia con cinco retoños sin que su madre lo supiera: Janez, Tonka, Majda, Vera, Jožica y el benjamín llamado Peter, de añito y medio. Ana se entretenía haciendo remolinos en el delicado cabello rubio de Peter, que le iba creciendo poco a poco. El pequeño se reía a carcajadas. Ana le tiraba suavemente de los dedos de la mano y le hacía cosquillas en la planta del pie.
En el pueblo de Sveti Križ, Jan —el marido de Bara— tuvo la oportunidad de alquilar un almacén más grande para empezar una tienda. La tienda del pueblo de Sevnica era tan pequeña y estrecha que solo podía atender a un cliente a la vez, e incluso, con dificultad, pues cliente y vendedor se encontraban apretujados a sendos lados del mostrador. El hombre era ambicioso y no dudó en mudarse. Bara confiaba en él y no fue difícil convencerla a la hora de emprender la mudanza. Enseguida, ella se enamoró del nuevo paisaje, de las colinas salpicadas entre viñedos y árboles frutales, de las casas con sus pulcras fachadas y sus jardines bien cuidados. Cuando el cielo estaba despejado, desde lo alto de una colina, podían divisarse hasta los picos de los montes Gorjanci. La familia llegó a finales de la primavera, cuando la hierba era verde a más no poder y el paisaje olía a jazmín y a lilo. La tienda se ubicaba en la calle principal del pueblo, y alquilaron un piso que había justamente encima. El inmueble era de la propiedad de la familia Borštner, con la que entablaron estrechos lazos de amistad. La propietaria y su hijo eran personas de bastante influencia en el pueblo, y los Škrjanc se sentían cómodos con ellos. Llegaron a un acuerdo no escrito en protegerse mutuamente y permanecer unidos.
Antes de que los primeros soldados pusieran un pie en Sveti Križ, la tienda de ultramarinos de Jan ya funcionaba a pleno rendimiento.
—Es capaz de vender lo que sea, absolutamente de todo —explicaba la madre de Ana a los vecinos del pueblo—. Solo con decirte que les vende salchichas a los campesinos, ¡increíble!, dicen que las prefieren a las que ellos mismos hacen. Una vez a la semana voy al pueblo de Stična a por ellas.
Antes de que el establecimiento fuera vaciado no solo por los partisanos, sino también por los italianos —y posteriormente saqueado y quemado por las tropas alemanas—, la tienda estaba llena de todo tipo de artículos hagiográficos, hilos, botones, papel, alimentos de todo tipo, jabones y utensilios de cocina. Bara y Jan tenían tanto trabajo que prácticamente se olvidaron de Ana, de sus necesidades, de cuánto ella deseaba que todos estuvieran juntos. La niña veía a sus padres cargando y apilando mercancías, hablando con clientes, haciendo planes para el futuro, mientras aún era posible. Entretanto, Ana prefería jugar con Pepe, un conejito blanco que su padre le había regalado por su cumpleaños, o solía jugar con los niños de los vecinos, o salía a jugar sola. Cuando llovía, se sentaba en una pequeña silla en un rincón de la cocina, o en el jardín de la parte delantera de la tienda, cuando brillaba el sol. Y hablaba consigo misma, que si Ana tal, que si Ana cual. Que si Ana tenía ir a coger arándanos o ir a comer chicharrones en casa de algún vecina. Hablando consigo mismo, la niña siempre se dirigía a ella en tercera persona del singular. Parloteaba durante horas. Si alguien hubiera puesto atención y la hubiera escuchado, sabría cuán profundo era su mundo interior. Allí habitaban elfos, hadas, osos y jabalíes. Unas veces se llevaba bien con ellos, otras veces, se peleaba. Por distintos motivos: no eran buenos, no almorzaban, no llegaban a tiempo a merendar. A Ana también le gustaba cantar. Se inventaba letras y melodías, a veces cantaba una canción que ella y su madre de vez en cuando cantaban juntas. Su madre no tenía buen oído, pero Ana siempre entonaba bien. A veces, Ana se asomaba a la tienda para recordarles a sus padres que ella también existía. Con los brazos negruzcos y los ojos oscuros y rasgados y la piel de color aceitunado, Ana parecía una niña asiática. Los críos del pueblo se burlaban de ella diciéndole que su padre debía de ser de muy lejos. Alguien hasta le dijo que podría ser de China. Delante de un globo terráqueo que había en el aparador de la cocina, Ana de inmediato le pidió a su padre que le enseñara dónde estaba China. Pero la niña no se atrevió a preguntarle si él tal vez era un poco chino.
Una tarde de abril, las calles de Sveti Križ fueron invadidas por una luz mortecina y una baja bruma amenazando los jardines. Había aviones surcando el cielo y botas militares golpeando ásperamente los adoquines de las calles. En lontananza se oía el estruendo de los cañones, las granadas y los bombardeos. Ana nunca jamás había oído algo tan terrible, retumbando en las colinas, y ella y su conejo blanco se refugiaron en la pequeña silla de la cocina. Mamá y papá no paraban de hablar entre ellos en voz muy baja. Ana se tapó los oídos con las manos y apretó los ojos. Su madre se arrebujó contra ella y abrazó a su hija por las rodillas. Papá y mamá seguían hablando de la tienda, de la mercancía, de cómo había que guardar las cosas en algún sitio para que los soldados no las encontraran y se lo llevaran todo. Empezaron a romper los listones de madera del suelo para hacer un hueco. Allí metieron harina, patatas, aceite, azúcar, metros de tela y algo de lana. Mamá y papá no paraban de hablar de la Gestapo. Ana no conocía esa palabra. Captaba cómo su madre le decía a su padre que la Gestapo le hacía chantaje a la gente, la metía en camiones y le colgaba números metálicos en el cuello. Hablaban también de la frontera entre Alemania e Italia. Ana recordaba lo que decían para poder repetírselo al conejo blanco. Cuando la niña pronunció en voz alta las palabras «Gestapo», «camiones» y «armas», todo le pareció aún más aterrador.
Aproximadamente una semana después de la invasión del pueblo, un soldado italiano —uniforme verde, casco gris encima de la cabeza y fusil en ristre— irrumpió en la cocina. A Ana, el fusil le pareció gigantesco, pero no le dio susto el hombre que lo empuñaba. Había algo de amabilidad en su rostro, sintió algo de atracción hacia el soldado. Tanto que le preguntó de dónde venía, qué llevaba en el bolso que llevaba colgado del hombro.
—Giovanni Bianchi —se presentó haciendo una leve inclinación con la cabeza.
El hombre tenía la tez blanca y el pelo negro como el carbón, espeso y encrespado, asomándole por el borde del casco, raído en más de un sitio. Su madre le dijo a Ana que Giovanni era italiano. De niña, Bara había vivido casi un año con una tía en Trieste, y aún podía —si bien de forma elemental—hablar italiano. Ana observó a su madre y al soldado. Giovanni le pidió comida para él y sus compañeros que sitiaban la región. El soldado hablaba con calma pero con firmeza, no demasiado rápido, y hasta más de una vez, sonrió de modo amable a la niña.
—Che bella bambina! Quanti anni ha lei?1 —preguntó, acariciando el pelo de Ana.
De modo instintivo, Bara se acercó a la niña y la abrazó por los hombros:
—Lasci la ragazza fuori da questo per favore 2—dijo en voz baja.
Giovanni dejó de mirar a Anna y empezó a escrutar la cocina. Iba en busca de provisiones.
—Ho bisogno di cibo. Portalo subito3 —dijo más severamente, empuñando el fusil.
Bara estaba segura de que el soldado y sus compañeros de armas se habían pasado antes por la tienda y habían cogido todo lo que les había parecido útil. Bara entendió que no tenía opción, y obedeció. Se acercó al armario de provisiones y empezó a colocar todo tipo de víveres encima de la mesa grande de madera de la cocina. El soldado italiano se quitó el bolso del hombro y empezó a llenarlo con arroz, pan, aceite, verduras y fruta. Dijo que volvería en unos días y que para entonces tuviera más comida preparada, acto seguido dio una vuelta en seco sobre los tacones de sus botas oscuras y se marchó. Ana le envió un saludo con la mano, y cuando estaba saliendo, él se volvió y le devolvió el saludo. Este hombre era tan nuevo y tan diferente para ella, esperaba volver a verlo. Bara se dejó caer en la silla e intentó tranquilizar su cuerpo tembloroso. Al cabo de unos minutos, la madre se levantó y bajó a la tienda. Encontró a Jan sentado, inmóvil ante el mostrador —donde había una caja grande registradora de hierro—, con el semblante pálido y la mirada absorta en la pared.
—Bara, nos han dejado listos los italianos. Han dejado muy poco, como si hubieran tenido una muestra de piedad. Tendremos que mudarnos, no podemos seguir en este lugar.
En silencio, la pareja miró las estanterías. Mientras, Ana saltaba feliz y contenta por la cocina tirando varias veces de las orejas a su conejo blanco y gris, que podía moverse libremente por el piso:
—¡Giovanni, Giovanni! —cantaba.
El soldado italiano de pelo negro entraba sin llamar en la cocina de Bara. Y durante unas semanas fue un visitante habitual. Bara solía tener siempre algo preparado. Conseguía comida de los campesinos de un pueblo vecino, Stari Boršt, situado por más allá de Sveti Kriz. Su amiga Jelena conocía a gente que aún tenía provisiones, ya que los ejércitos invasores aún no habían ocupado esa zona, además, la gente quería ayudar a los del valle. La gente daba huevos, gallinas, fruta y verdura, a veces, también aceite de calabaza. Ana solía ir en busca de la compañía de Giovanni, y al soldado le gustaba estar con la niña. Una vez, el soldado le trajo canicas y estuvieron un rato jugando en la cocina. Ana tenía la impresión de que Giovanni era ajeno al espanto que atronaba las calles, pensaba que a él tampoco le gustaba el ruido de los aviones y los cañones. Bara los observaba. De ninguna forma quería interrumpirlos, pues gente que está al servicio de un superior que conquista y mata, ¡nunca se sabe cómo puede reaccionar! Giovanni le prestaba mucha atención a Ana. Escuchaba lo que la niña le contaba del conejo blanco y gris que tenía. El soldado se acercaba al animalito y le murmuraba no sé qué cosas en la oreja. Como si le estuviera contando algo importante, pensaba Ana. Como un peluche grande y feliz. El soldado le dejaba a Ana que se pusiera el casco, que le cubría la carita. Entonces, él no pensaba en los muertos, no pensaba en los estallidos ni en los gritos ni sentía la sangre reseca en las manos. Sacaba una armónica de su guerrera de cuero y tocaba una melodía alegre. Las piernas de Ana bailaban por sí solas, haciendo pasos de baile y contoneando las caderas. Giovanni enseñaba sus dientes amarillentos mientras tocaba el pequeño instrumento de aire, moviendo la cabeza al ritmo de la música. Bara intentó apartar a Ana del soldado, pero la niña era persistente, solo quería estar con él. Solo quería escuchar la divertida pronunciación de sus palabras, repetir las palabras y reírse. El soldado también se reía con ella. Y le decía:
—Ana, Ana y yo, en la cocina.
Palabras que se entendían con bastante facilidad. Ana estaba orgullosa de él. A las pocas semanas, la niña empezó a balbucear algunas palabras en italiano. Se le iba la vida en ello correteando por la casa y chillando:
—Abbiamo una grande casa! Giovanni e Ana sono amici!4
La niña miraba por la ventana, a través de la cortina medio cerrada. El día era soleado, muy cálido, un mes de mayo convirtiéndose en junio. Ana esperaba a Giovanni. Una semana entera. Algo ha pasado, pensó. Le preguntó a su madre por Giovanni, y su madre le hizo un gesto con la mano y le dijo que habría más comida para ellos en la mesa si él no aparecía, ¡y además, cállate! Pero Ana quería hablar con el soldado, oír sus divertidas palabras y quería que le enseñara a tocar la armónica. Esto no se lo dijo a sus padres. Solo se lo confió al conejo.
Más tarde lo vio, en forma de un pequeño punto, cruzando el claro que se extendía desde el jardín de la casa hasta la orilla de un bosque cercano. La niña enseguida reconoció su semblante además de su forma de andar. El soldado era alto y erguido. Siempre que Ana observaba cómo se acercaba a la casa, él parecía un paseante curioso, interesado en todo lo que le rodeaba, mirando a diestra y siniestra, deteniéndose, de vez en cuando, como si no hubiera peligro, atravesando el jardín, yendo hacia la cocina, como si se tratara de un viejo conocido de la familia. Sin embargo, esta vez, el soldado venía de prisa hacia la casa. Tendrá mucha hambre, pensó ella. De golpe, Giovanni echó a correr. Llegando a la valla del jardín, la niña vio que la expresión del soldado era tensa, sombría e inquieta. Se oyó un disparo. El cuerpo cayó al suelo por sí solo y ella se llevó las manos a los oídos. Permaneció inmóvil durante unos instantes, luego se levantó y sus ojos fueron en busca de sus padres. Empezó a llorar. Mamá y papá estaban abajo, en la tienda. Ojalá estuvieran con vida. Ana miró por la ventana. Giovanni se inclinaba sobre la valla de madera. Su cuerpo estaba extrañamente torcido y su cabeza se balanceaba sin ningún control. Un soldado con uniforme de partisano se alejaba rápidamente de la casa. Ella lo reconoció. Su padre le había enseñado las diferencias entre los uniformes militares que pululaban por el pueblo. Ana salió corriendo. Bajando corriendo las escaleras, oyó los gritos de su madre:
Ana siguió corriendo. Sus sandalias se atascaron en un charco de sangre, y se quedó boquiabierta justo delante del soldado inmóvil. El contenido del bolso del soldado, esparcido por el suelo. Ana vio algo en el suelo, envuelto en papel con una dedicatoria: «Para Ana». Cuando la niña alargó la mano para coger el pequeño objeto rectangular envuelto en papel, de golpe, alguien tiró con fuerza de su camisa y se llevó a la niña a hombros.
**
Sveti Križ se convirtió en una zona incendiada y la familia Škrjanc —siempre con la ayuda de Jelena— se mudó a una casa de campo en el pueblo de Stari Boršt, territorio predominantemente alemán. La víspera de su partida, Ana escuchó decirle a su padre que el camino que los partisanos habían tomado estaba limpio de minas, que los partisanos utilizarían las minas para otros objetivos y que el camino sería una ruta segura. Cinco horas de camino en carruaje tirado por dos caballos. Se llevarían solo lo esencial. Todo saldría bien, repitió el padre. Mientras, la madre explicó algo sobre las minas y el proceso de desminado y de cómo ella había llegado a esa información, pero, claro, Ana no llegó a entender nada. Al amigo de Jelena —un granjero llamado Francis Žibelnik—, se le había muerto la mujer ese mismo año, su hijo se fue con los partisanos y Francis se las arreglaba como podía para cuidar de su pequeña casa de piedra en la colina. Era un hombre enfermo y necesitaba ayuda en el mantenimiento de la casa. Se alegró mucho por la llegada de la familia Škrjanc. Bara cocinaba y limpiaba para él, pero Jan hacía la vida de un topo, como él decía a menudo. Cuando los soldados llegaron al pueblo de Gabrska Gora, lo escondieron en el sótano de Žibelnik, que era el sótano más oscuro y más frío que Ana jamás había visto nunca. En verano, cuando brillaba el sol, le gustaba estar allí abajo.
—Sobrevivir fue un milagro —diría la madre, después de la guerra, cada vez que alguien le preguntara por cómo habían logrado sobrevivir.
La madre se negaba a añadir algo más. Su único deseo era olvidar. No quería decir nada más. Ana no iba a la escuela, la verdad es que nunca había ido a la escuela. La niña no hacía más que preguntarle a la madre cuándo iría a la escuela. De vez en cuando, una monja le enseñaba algo de escritura y de lectura y de cuentas, pero Ana quería ir a una escuela de verdad, que tuviera una pizarra grande y auténtica, con pupitres y pudiera hacer nuevos amigos. Ana también echaba de menos a la familia Bitenc, a la que nunca volvió a ver. A veces bajaba al sótano para ver a su padre y juntos aprendían a tocar la armónica de Giovanni. «Para Ana». Guardaba el envoltorio de papel con su letra. Se acordaba del soldado italiano cuando sonaban disparos junto a la casa. Recordaba sus largos dedos disparando las canicas, el charco de sangre y el brazo de su padre cogiéndola en brazos justo después de recoger el objeto del suelo.
**
Al final de la guerra, la familia Škrjanc primero se mudó a Litija, al llamado «inmueble de Faber», como se llamaba el edificio más antiguo de la ciudad. Vivían en un ático, y la propietaria del inmueble, la pintora Mira, vivía justo debajo de ellos. Ella solía decir con orgullo que la primera escuela de Litija había estado en ese inmueble, y, mucho antes, el gran erudito Janez Vajkard Valvasor había ido allí en busca de paz. Años más tarde, Mira se haría un nombre y expondría su obra por toda Yugoslavia. Un retrato de Ana cuelga en una galería de Zagreb. Lleva un vestido blanco con un borde azul y un cinturón azul. Tiene un conejo en las manos. Pepe —el conejo— moriría de forma natural tres años después de la guerra. Como oro en paño, Ana guardaba una fotografía suya en la que ella tendría unos tres años, sentada con el conejo en una silla frente a la entrada de la tienda de Sveti Križ. La niña lleva una cinta brillante de seda en el pelo y tiene la mirada bajada, como si sintiera vergüenza de posar. Pero, a la vez, también hay cierto orgullo en su mirada. Es la dueña de un conejo muy bonito.
Ana tenía ahora más compañía de compañeros que antes porque iba a una escuela de verdad. La primera semana después de su llegada a Litija, el profesor le hizo un examen y la aceptó en el segundo curso. La niña sabía leer, escribir y hacer cuentas sencillas. A Ana le seguía gustando el canto. También era bastante buena tocando la armónica. En los pasillos del «inmueble de Faber», Ana veía a menudo al señor Jereb, compositor y organista que vivía en el piso más amplio del inmueble. Cuando se encontraban, el hombre asentía con la cabeza y le decía «señorita» a la niña. A Ana le encantaba, nunca nadie le había dicho antes «señorita», y menos todavía, creía, le habían hecho una ligera reverencia a modo de saludo. No estaba acostumbrada a tanta atención. Le oía tocar el piano todos los días y empezó a insistirle a su madre si ella también podía tocar un instrumento. La niña soñaba con tener un recital delante de un público atento al compás de sus notas. Ella y su público, solos o parte de un grupo, una orquesta, ¡daba igual! No hacía otra cosa que decirle a su madre cuánto le gustaba la música. Un buen día, Bara le preguntó al señor Jereb si él podía enseñarle solfeo a la niña, es decir, lo básico, notas y escalas y cosas así.
—Lo que haga falta, no lo sé, pero sé que mi hija no se rendirá hasta que por lo menos lo hayamos intentado —le explicó la madre a su amable vecino, con respeto y contención en la voz.
Tanto Bara como Jan eran grandes amantes de la música clásica, pero hacía mucho que no habían tenido ocasión de ir a un concierto.
—Señor Jereb, por favor, no se ofenda si se lo planteo tal cual —añadió la madre—, pero mi marido y yo no tenemos mucho dinero. Estamos rehaciendo nuestra vida, y naturalmente me gustaría corresponder si acepta las clases de mi Ana. Podría darle un pago cada dos meses, si a usted le parece bien.
Jan obtuvo trabajo en una tienda local y pronto se convirtió en gerente. Ganaba lo suficiente como para no pasar hambre y poder ahorrar algo de dinares. Bara volvió a sus labores de modista. Pudo además ofrecerle al señor Jereb una cantidad de dinero y una limpieza regular de su piso.
—Me llamo Peter. No es menester que me trate de usted —sonrió el hombre de pelo blanco—. Estoy encantado de poder ayudar a su hija. Me he dado cuenta de lo mucho que le gusta la música. No sé si lo sabe, pero unas cuantas veces ya me la he encontrado delante de mi puerta, sentada en el suelo, escuchándome tocar el piano. Una vez abrí la puerta y la niña ni se había dado cuenta de que había dejado de tocar, ¡parecía encantada! Es más, yo mismo iba a preguntarle si podía enseñar a Ana, para mí sería un placer, me alegraría la monotonía de mis días —dijo, acariciándose el bigote y haciendo una atenta reverencia con la cabeza.
Ana no cabía en sí de felicidad. Se entregó tanto al estudio de la música que hasta descuidó sus clases habituales. Cuando el padre se enteró de las malas notas de la hija en Matemáticas, se enfadó un poco al principio, pero luego rápidamente cambió de tono y la tranquilizó diciéndole que todo saldría bien porque era una niña brillante, solo que tenía que esforzarse un poco más. A veces, en lugar de ir a la escuela, Ana se acercaba a la orilla del río Sava, con la mano removía la grava, miraba hacia la ciudad de Liubliana, tocaba la armónica y pensaba que le encantaría ir a la Escuela de Música.
Un día, Jan llegó a casa con entradas para ver Pagliacci y Cavalleria rusticana en la Ópera de Liubliana. El hombre llevaba meses ahorrando. Las entradas eran un regalo para el cumpleaños de Ana. Ana estaba feliz. Aquella noche, la niña se perdió en los sonidos del violonchelo. Fue invadida por una sensación de ligereza y pérdida total.
—Es como si estuvieran llorando, papá —comentó la niña durante la pausa.
Ana se metió de lleno en los movimientos de los arcos del violonchelo. Intentó musitar las partes de las melodías que recordaba. Cada vez que tocaba la orquesta, a la niña se le ponía la piel de gallina. El tono «la» —lo sabría más tarde— era un tono de cámara, tono estándar utilizado para afinar los instrumentos de la orquesta, cuyo nombre científico es A1. El señor Jereb también le enseñó que el tono se fija a una secuencia de 440 hercios. En su momento, no lo entendió, pero sí retuvo el dato.
Lentamente, el negocio de Jan empezó a florecer y se pudieron repetir las salidas a la Ópera de Liubliana. Antes de ver una obra, cenaban en un restaurante del centro de la ciudad. Más de una vez, Ana logró convencer a su padre para que comprase las entradas más caras para poder seguir de cerca —en primera fila— los movimientos de la sección de violonchelos. Sentía los movimientos de los arcos como si fueran suyos. Cada tono le ponía la piel de gallina. En casa, en Litija, seguía con sus clases de piano con el señor Jereb. También seguía yendo a la orilla del río Sava para tocar la armónica. Nunca llegó a alcanzar el nivel del soldado Giovanni. Cada vez que tocaba la armónica, volvía a la vieja cocina de techo alto y larga mesa donde su madre colocaba los víveres para el soldado amigo.
Una tarde de verano, Jan le dijo a su mujer y a su hija que le habían ofrecido trabajo en Liubliana.
—Se trata de una empresa comercial de renombre. Quieren que sea jefe de compras, ¿qué os parece? —soltó de un tirón, sacudiéndose las manos.
La madre, Bara, se sorprendió. No sabía que su marido estaba buscando otro trabajo. Primero lo miró con desgana, luego le dijo:
—¿Y cómo han dado contigo? ¿A través de tu trabajo? Es evidente que has esperado hasta el último momento para anunciarlo.
—Ha ocurrido todo muy rápido, créeme, no esperaba esta oferta para nada. Un compañero de Sevnica dejó caer mi nombre en Liubliana. Dicen que tengo que decidir lo antes posible. Nos mudaríamos dentro de dos meses —explicó.
Jan parecía estar satisfecho. Sentía que por fin había recibido un bonito reconocimiento por su esfuerzo en el sector comercial. Pensaba que el trabajo de Liubliana era justo lo que él buscaba. Una empresa grande, probablemente, le tocaría hacer viajes. Siempre quiso viajar.
—Y el sueldo también será mejor, ¿verdad? —dijo Bara, más bien para sí misma.
—Entonces, padre, ¿nos mudaremos a Liubliana?
—Si todo sigue adelante, sí, pero no ahora mismo —contestó el padre.
—¿Y el dinero para ir a Liubliana? —dijo Bara con dudas.
—Vamos a acostarnos tranquilamente y mañana seguimos hablando. Tengo una semana para decidir —respondió Jan con calma, indicándoles que se iba a acostar.
Una semana después, la familia Škrjanc acordó que lo mejor para todos sería que Jan aceptara la oferta de trabajo de Liubliana. En ese momento, Bara estaba haciendo una especie de mascotas de tela rellenas de espuma, parecidas a los perros salchichas, pero algo más estirados, quizás, aunque lo suficientemente atractivos como para poder comercializarlos. Sus productos también se vendían en Liubliana, señal de que no les iría tan mal en la capital. Ana solo podía pensar en la Escuela de Música. En mente había preparado todos los pasos necesarios que la llevarían al escenario de la ópera. Jan empezó a trabajar en una empresa que vendía principalmente cristalería, justo un mes después de tomar la decisión de que Liubliana sería la próxima parada. Todos los días, el hombre cogía el tren por la mañana y volvía a casa sobre las siete de la tarde. Cansado, pero satisfecho y realizado. Una noche, al volver a casa, le dijo a su hija que podía ir con él a Liubliana al día siguiente. El padre había tomado el día libre e irían a ver la Escuela de Música del barrio de Moste. Ya estaba todo apalabrado.
—En otras escuelas de música, el plazo de matrícula ya ha cerrado. En Moste, sin embargo, me han dicho que podemos ir y que te harán pruebas de oído y de ritmo —le guiñó un ojo a Ana.
Durante unos instantes, Ana contempló a su padre con ojos muy abiertos. Luego corrió a sus brazos, se colgó de él y empezó a chillar de alegría. Padre e hija dieron unas volteretas por la cocina.
—Papá, ¡no sabes lo feliz que soy! —rio Ana, besándole las mejillas.
Jan era un hombre observador y quería ayudar a su hija. Intentar lograr lo que ella deseaba, ese era su afán. Sabía que la niña tenía talento. Le producía entusiasmo saber que podía matricularse en una Escuela de Música. Pensaba que llegaría a ser una buena intérprete. Confiaba en su instinto y en la pasión de su hija. Sabía que los llamados instrumento de cuerda frotada no eran exactamente los más fáciles, pero su hija tenía ya tantos conocimientos que sabía que no fracasaría.
La víspera de su visita a la Escuela de Música, Ana fue a ver al señor Jereb. El hombre llevaba varios meses padeciendo tuberculosis. Estaba perdiendo el pelo y tocaba el piano con menos frecuencia. Le dijo a Ana que estaba componiendo. Composiciones para piano, para coros y para orquesta. La niña quiso pasar un rato con él, charlar, hacerle compañía, pero también quería saber su opinión sobre su carrera musical.
—Señor Peter —dijo Ana, casi susurrando—, mañana tengo una prueba en la Escuela de Música de Moste en Liubliana. Es una prueba para violonchelo, ya sabe que me encantaría tocar ese instrumento. ¿Usted cree que pasaré la prueba?
Sentado en un amplio sillón —debido, entre otras cosas, a su enfermedad—, la enjuta figura de Peter Jereb parecía aún más arrugada.
—Todo irá bien, Ana, recuerda todo lo que hemos ensayado, pon atención al ritmo que llevas dentro, ya sabes lo que uno siente cuando la música te da un abrazo. Tienes oído. Yo estaré pensando en ti. Y toma esto para el camino —dijo, apretándole en las manos un fino cuaderno—. No lo abras hoy, ni lo leas hoy, sino mañana, después de la prueba —inclinó levemente la cabeza a modo de impulso.
Alrededor de las nueve de la mañana del día siguiente, Ana y Jan salieron hacia el tren. El padre la llevaba de la mano, orgulloso de su hija. Con una faldita verde oscuro, que le llegaba por las rodillas, una camisa blanca salpicada de florecitas de rosa, una rebeca de punto de color marrón y sandalias lacadas, Ana hasta parecía una niña mayor. Pero la sonrisa de su cara mostraba que era todavía muy niña. Una semana antes, Ana había recibido unos nuevos zapatos lacados, que su padre le había comprado en Liubliana. Era la primera vez que tenía zapatos para salir de verdad. Solo se los había puesto una vez para andar por la cocina y el patio, una vez hasta se quedó dormida con los zapatos puestos, ahora por fin había llegado el momento de estrenarlos. Llegaron a la estación central de Liubliana después de la hora punta, y se dirigieron a la primera tienda de alimentos que vieron por el camino. Jan le compró un helado de chocolate. Era el primer helado de grifo de su vida. La niña aguantó el frío dulzor en la boca cuánto más tiempo pudo, hasta que el sabor se extendió por completo y la lengua se le pegó al paladar. Durante unos minutos, no pudo hablar. Tarareaba de placer. A Jan le entró la risa. Con un pañuelo le limpió la mancha de chocolate que llevaba en la mejilla. Fueron en tranvía hasta el barrio de Moste. En la Escuela les esperaba un profesor de música —el violinista Ivan Tomše, tal y como él mismo se presentó— y se llevó a Ana a un aula. Media hora más tarde, Ana se encontraba de nuevo en el pasillo, con la boca de par en par y una sonrisa de oreja a oreja.
—¡He sido aceptada! ¡Me han aceptado! —gritó Ana, dando saltitos—. Puedo empezar a partir del primero de octubre, ¡papá! ¡Dentro de quince días! —gritó fuera de sí.
Después añadió, con algo más de calma, que le habían dicho que tenía buen oído y que era una ventaja que supiera solfeo. Jan habló con el profesor para alquilar un violonchelo. Ana estaba impaciente por sacar el regalo del señor Jereb del bolsillo de su rebeca. Abrió el cuaderno y leyó en la primera página: «Para Ana». Esta composición era la única partitura que el viejo maestro había compuesto para violonchelo. Con la mirada, Ana voló sobre las notas, la pieza era saltarina y clara; una melodía que, con un poco de ensayo, también podría tocarla en la armónica de Giovanni.
El saludo
Se decía que en sus tiempos mozos había sido bastante duro, testarudo y caprichoso. Pero ella pasaba de los cuentos de la madre sobre la figura del abuelo. Dio tres vueltas y escupió tras esa inoportuna confesión que había soltado su madre. En algún lugar había oído que así se apartaban los malos pensamientos, o las malas conciencias. Además, muchas veces, esa era la forma de divertirse de su madre y ella, por lo menos, así lo recodaría. Le causaba admiración que tuviera la piel tan blanca, que los primeros rayos de sol de finales de invierno, le dejaran una huella roja en el cuello. Su afán era esconderse ante el sol. Aquella tez blanca le daba un talante. El abuelo Štefan tenía sesenta y cuatro años cuando ella nació. Su primer recuerdo remontaría a unos tres años después de su nacimiento.
—Venga, te enseñaré a cortar carne, Mija —dijo.
En aquellos tiempos, ella solía comer de la forma más convencional, es decir, con una cuchara, mientras que su abuelo le enseñaba a cortar la carne con un cuchillo romo, elegido a propósito. Ella ponía su pequeña y regordeta manita en la del abuelo y juntos empezaban a cortar la ternera de la sopa. Admiraba la cocina de su mujer y alababa a Lojzka por el barrio entero. El abuelo no hacía otra cosa que explicarles a los vendedores del mercadillo lo perfecta que era su mujer en la cocina. Efectivamente, la abuela de Mija era una cocinera de alto nivel, así la recordaría siempre. También sabía hacer pasteles estupendos. Cuando la niña fue algo mayor, dejaron que comiera, además de bizcocho, crema de vino. Una o dos cucharadas. Vino blanco y muchos huevos. Aquellos veranos se iluminaban de colores y de olores de los frutales a la largo del jardín. Se sentaban a la mesa grande y verde, de espaldas a los viñedos. La abuela sacaba la crema de vino en recipientes de cristal muy elegantes. «Moja bien el bizcocho», solía decir, «y verás cómo se te deshace en la boca». Štefan asentía con la cabeza, «come, cariñito, come», decía. Luego jugaban a las cartas, hablaban y hacían proyectos para el próximo viaje. Días de ocio. La niña comía con placer, se reía por los chistes del abuelo, o, simplemente se sentaba, mordisqueaba el postre y se limitaba a observar.
Entre ellos, la abuela Lojzka y el abuelo Štefan se llamaban mamá y papá. Los lugareños ya estaban acostumbrados. Con la gente de fuera, con los mercaderes, en las tiendas, en los viajes o con los desconocidos, Lojzka y Štefan coqueteaban entre sí llamándose «mamá» o «papá». Por ejemplo, uno de los dos se alejaba: «¡Papá, que estoy aquí! Llevo cinco minutos esperándote». «Mamá Lojzka», como la llamaba Mija, era una mujer que no pasaba desapercibida. De postura erguida, aunque era bajita, parecía alta. Audaz y poderosa. Se decía que le daba un aire a la actriz Pola Negri, sobre todo en los ojos. Su determinación a veces rayaba en la inflexibilidad y la obstinación. Podía provocar terribles estallidos de ira. Muchas veces, el abuelo le respondía cualquier cosa, pero —según el recuerdo de Mija—, la mayoría de las veces, el hombre abrazaba y estrechaba a su mujer entre sus brazos hasta dejarla casi sin aliento. La abuela también tenía su lado cariñoso, el que se transformaba en un temor obsesivo por el bienestar de la familia. Štefan se olvidaba de alguna tarea encomendada por su mujer, ella, con descaro, le echaba la bronca, moviendo las cejas hacia arriba y hacia abajo, resoplando y apretando los dientes mientras le leía la cartilla. Él sonreía y hacía lo que había tenido que hacer, pero siempre a su aire y a su modo. Mija recordaba que el abuelo nunca entraba en discusiones, era un hombre suave y tolerante, sin llegar a ser sumiso. Sabía ceder cuando él lo consideraba correcto o necesario, pero luego era fiel a su forma de pensar y actuar. Cuando quería estar solo y tener tiempo para sí mismo, iba a la leñera del patio y pasaba allí la tarde entera cortando leña, limpiando barriles de vino, poniéndolos a punto para la viña de otoño, la que cubría gran parte de su jardín.
Era su forma de ser. Es más, siempre había sido así. «Siempre talando, cortando, apilando y serrando desde que tengo uso de razón», contaba Lojzka. Añadía, además, que fue su facilidad para el trabajo manual lo que más le atrajo a ella. Sonrió de modo significativo. La historia del principio de su relación con el abuelo era algo que la familia tenía que oír una y otra vez en cada cena festiva. Lojzka y Štefan eran miembros de una asociación de actores aficionados del pueblo de Sevnica. El abuelo acababa de terminar la Escuela Media de Negocios y buscaba trabajo. «Aquí estamos, él y yo, en este parque de bomberos» —mostraba Lojzka con orgullo, una y otra vez, una foto desgastada—. «Štefan arrodillado en el suelo, en primera fila, con un sombrero en la cabeza; yo, gorda» —hacía una mueca—, «algo más en segundo plano, ocultando mi panza. No teníamos mucho, pero con mi propio dinero, me compré el traje para la sesión de fotos» —decía Lojzka con orgullo—. Contar esa historia una y otra vez la llevaba a su juventud. Lojzka tenía nueve hermanos. Perdieron a su madre cuando ella tenía cinco años. La benjamina de la familia —Justina— solo tenía dos añitos.
A Lojzka le gustaba dejar claro que Štefan apareció en el momento adecuado. Simplemente, así era él, hasta que se quedó incapacitado debido a un grave derrame cerebral. Ni siquiera podía llevarse una cucharilla a la boca. Entonces Lojzka empezó a soñar despierta —casi todos los días—, con sus años de juventud al lado de su Štefan. Dentro de su entorno, la abuela buscaba oyentes para ser escuchada; iba en busca de vecinos y mujeres en el mercadillo más cercano. «Quería estar lejos de mi familia, estar sola, hacer lo que me diera en gana, no seguir las órdenes de mi madrastra. Ya te digo, Štefan llegó de golpe y me enamoré de él hasta las trancas». Si la gente estaba dispuesta a escuchar, ella seguía como si tal cosa, siempre añadiendo nuevos detalles. Pero la base de la historia era siempre la misma: «De pequeña, mi madrastra me pegaba con frecuencia. Bueno, nos hinchaba a palos todos. Después de cada paliza, íbamos al cementerio en busca de nuestra madre. Karel, mi hermano menor, tropezaba y se caía yendo de camino al cementerio, bosque a través. En la tumba de nuestra madre se limpiaba las rodillas magulladas y llenas de polvo. Sentía vergüenza, pensando que su madre lo habría visto, tan sucio, lleno de sangre y con los pantalones rotos».
Cuando el único espacio vital de mi abuelo se limitó a su cama, Mija empezó a darle casi todos los días una cucharada de café de achicoria en la boca. Más de una vez mojaba pan en el café. Con la boca medio cerrada, el abuelo intentaba comerse el trozo de pan empapado, pero se le derramaba y se le caía un chorro por la barbilla. A Mija, cuando esto ocurría, hasta le parecía gracioso, pero acto seguido, sentía remordimientos de conciencia y pensaba que era la niña más mala del mundo. En voz baja, tres veces se repetía a sí misma que no era más que una sinvergüenza, así era su forma de sentirse más aliviada. Observaba el cuerpo del abuelo, quería captarlo en su totalidad con la mirada. Era un hombre con mucho cabello todavía. Antes solía recogérselo con éxito bajo el ala del sombrero, ahora, en cambio, le salían los pelos por todas las partes. Su piel pasó de un color blanco a tener arrugas. Piernas delgadas. Boca apretada hacia la izquierda. Muchas veces, la habitación olía a orina y a caca.
Mija también soñaba con tiempos pretéritos. A ella le parecían tiempos lejanos, pero en verdad solo había como un año de distancia. En días de sol, jugaban al pillapilla en el gran jardín, acompañados de un perro de agua negro que iba y venía correteando. Corriendo, al abuelo se le caía el sombrero de paja. Un detalle que le parecía muy divertido a Mija. El viento arremetía contra el sombrero y este aterrizaba suavemente en las ramas de algún cerezo o albaricoquero del jardín. Entonces, el abuelo zarandeaba el árbol, y caía el sombrero al suelo, pero antes de recuperarlo, el perro Berni —que, por cierto, nunca lo peinaban como era debido y por tanto sus rizos crecían por su cuenta—se lanzaba y se hacía con el sombrero. Con fingida seriedad ante el pequeño perrito, Štefan le levantaba la voz. Mija se moría de la risa. Se producía un juego de tira y afloja por el sombrero hasta que la abuela hacía su entrada con salami en el jardín, algo que le encantaba a Berni. El abuelo Štefan también llevaba sombrero cuando montaba a Mija en la parrilla de la bicicleta e iban al mercado, lugar donde compraba kilos de fruta y verdura, y, a veces, huevos frescos y mantequilla casera. Era un gran conocedor y sabía comprar alimentos de primera calidad. Tenía la extravagancia de almacenar comida. Traía a casa más de lo que la abuela Lojzka le encargaba. Sería por el miedo a la falta y la pérdida de comida, el recuerdo de la guerra y el hambre. Pero, por encima de todo, el abuelo se dedicaba a cuidar de sus seres más queridos, tal y como escribiría Mija más tarde.
Por supuesto lucía sombrero cuando llevaba la niña al colegio. Avanzaba a grandes pasos; Mija sabía que era una forma de andar que ella también heredaría, así como el tipo de uñas de las manos. Y su madre lo confirmaría: «Eres como el abuelo, tus uñas se curvan hacia abajo, como si fuera una cresta». Cada tanto tiempo, Štefan tenía el hábito de subirse un poco el ala del sombrero, y arreglarse el mechón de pelo grueso que llevaba pegado a la frente. Un día, cuando maduraban las fresas del jardín, el sombrero —que le servía de recipiente para recoger fresas para Mija— se cayó en un cubo grande de agua sucia que la abuela había colocado al pie de los escalones de la entrada de la casa. El abuelo le guiñó un ojo a la niña, se palpó la frente y se echó a reír de buena gana. Pasó un rato y Mija ya tenía otro puñado de fresas maduras en las manos. «Iremos tú y yo a comprar un sombrero nuevo», dijo. Nunca cambiaría de estilo, siempre sombrero de paja. Una única vez —con motivo de un funeral—, Mija lo vio con un sombrero oscuro, de tela fina y ala de seda, separando grandes trozos de la diadema.
Štefan y Lojzka cuidaban el huerto con mucho cariño y mucha dedicación. Cultivaban todo tipo de flores, verduras, árboles frutales y hierbas aromáticas, cuyo olor —sobre todo por las mañanas a principios de verano— penetraba hasta el interior de la habitación de Mija. Huevos revueltos con menta y cebollino era el mejor desayuno por lo menos tres veces por semana. Lojzka siempre era muy exigente en cuanto a la comida. «¡Nada de comer tonterías antes de comer!», exclamaba, mientras el abuelo y la nieta, atrincherados en el gran sillón del salón, empezaban a sacar chuches de una bolsa grande y roja. Entonces, el abuelo apretujaba a su nieta hacia sí y le decía: «Vamos a hacer oídos sordos, siempre hay algo por lo que refunfuñar, ¡venga!, tú adelante, sin miedo, disfruta de los chuches, cariño». Según el recuerdo de Mija, el abuelo nunca jamás le levantó la voz, ni una sola vez. Su madre, en cambio, no daba crédito a sus oídos. Le contaba que su padre había sido un padre muy severo con ella. Le gritaba y la llamaba tonta cuando traía malas notas a casa. «Nunca tuvo paciencia conmigo», se quejaba la madre con un poco de amargura.
No hace mucho tiempo, en los cajones, Mija encontró una foto suya de bebé. Iba vestida con un pequeño traje verdiblanco, se encontraba en brazos del abuelo, ambos con cara de satisfacción y alegría ilimitada. Mija sabía que la expresión del abuelo no siempre había sido ni tan apacible ni tan feliz. Poco a poco, y con el paso de los años, Mija fue conociendo su historia durante la guerra. Claro, nunca llegó a conocerla del todo, solo tuvo un conocimiento fragmentario. Pero sabía, por ejemplo, que el abuelo, muchas veces, llevaba sombrero solo para taparse las abolladuras de la frente causadas por los destellos de las bombas. Muchas veces, Mija le quitaba el sombrero y le acariciaba las cicatrices. También tenía una herida similar en una pantorrilla, en la pierna derecha, y otra en la parte superior del brazo izquierdo.
«Cariñito, tú eres Mija, ¿verdad?», decía el abuelo despacio, pronunciando cada sílaba, con la cara cada vez más tensa. Necesitaba cuidados veinticuatro horas al día. A Mija le gustaba sentarse junto a su cama y leerle en voz alta. O charlar, intercambiar frases cortas y sencillas, como «fuera hace sol», «ayer sopló mucho el viento», «Berni tiene hoy diarrea y tendrá que estar todo el rato en el jardín». Casi inmóvil, el abuelo la miraba. Ni la reconocía, pero la mayoría de las veces sí sabía muy bien quién era. Le decía a su nieta: «Te quiero mucho», e intentaba sonreír. Una buena tarde soleada de septiembre, cuando aún había algunos racimos de uva colgando de las parras, el abuelo dijo de repente que quería ir en silla de ruedas a ver a los vecinos. «No saldré sin mi sombrero», dijo, con dificultad pero con voz fuerte. La piel de la cara la seguía teniendo bastante lisa, pero ahora la tenía más blanca que nunca. Parecía tan fina que hasta se veían las venas azul oscuro que la atravesaban. Había perdido mucho peso. Ya no era tan difícil trasladarlo de la cama a la silla de ruedas. Mija salió corriendo en busca del sombrero y se lo colocó encima del cabello despeinado. La niña sintió un tirón en el estómago, apretó los dientes, y vio como el abuelo se alejó de ella.
Caoba de color rojizo
Para empezar, aquella casa nunca fue mía, ni siquiera más tarde, cuando la mitad de ella pasó oficialmente a mis manos tras la muerte de mi padre. Como si la lluvia siempre hubiera estado cayendo sobre ella. Las gotas pesadas rebotarían en la superficie de los muebles y habría monstruos viviendo en los rincones de las habitaciones. Monstruos observándome. Incluso cuando entré en una habitación iluminada por la luz del día donde él tocaba escalas de piano. Sobre el piano había un retrato de un compositor que él admiraba. El instrumento había viajado desde Viena, era de caoba de color rojizo y por entonces debía tener más de cien años. Era un piano algo agusanado. Las patas tenían pequeños agujeritos. Parecía un instrumento imponente y respetable, pero a la vez, ligero y hogareño dentro de su apariencia de caoba. Él tocaba el piano y estaba en trance, no se había percatado de mi presencia, ni me había respondido a la pregunta. Había dicho:
—Papá, ¿dónde estoy? A ver, ¡encuéntrame! ¿Puedes verme, puedes oírme, mirarme? Ojos, ¿para qué os quiero…? ¡Venga!
Me ajusto las medias rojas y gruesas que llevo enredadas en espiral alrededor de las piernas y doy unas piruetas por la habitación. Sigo sin obtener respuesta. Solo música. Me fijo en su espalda, en su jersey gris con una fina franja roja, su pelo canoso y sus dedos blancos sobre el blanco teclado de marfil. Empezaría a trepar por su cuerpo y a colgarme de sus muslos y sus pantorrillas. En su momento, yo le llegaba hasta la cintura. Las paredes de la habitación del piano estaban cubiertas con paneles de madera. Nunca me había gustado la madera, salvo en forma de los troncos de los árboles. Y, por supuesto, la madera de ese piano. Las formas del instrumento ondulaban de modo suave y los bordes se mezclaban sutilmente. Naturaleza y arte en un solo objeto. Ramas desmembradas no se pueden apreciar en una pared o en un techo. Es madera muerta sobre una pared fría.
En la casa de la lluvia, por llamarla de alguna manera, el piano se desplazó de una habitación a otra más grande. Una habitación con más ventanas y más grandes. A veces le pedía que me tocara una melodía de unos dibujos animados que me encantaban. O tal vez era de una serie de televisión. De La princesa Arabela, por ejemplo. Una de mis preferidas. Solía tocarla para mí en la escuela donde él daba clases, en un piano que no era suyo, negro, y más grande. Probablemente caía una castaña gigantesca. Como las que crecían frente a su casa materna. Cerca de un tilo que, cuando estaba en flor, olía hasta el final de la calle. Las ramas del castaño, según mi parecer, se balanceaban de un lado a otro a cámara lenta. A veces, yo las observaba a través de una ventana alargada. Me sentaba en los estrechos escalones y seguía el movimiento de las ramas. Los cristales de la ventana nunca estaban limpios del todo; las hojas nunca eran tan verdes como eran en realidad. La melodía siempre la tocaba de memoria.
Me decía:
—Estoy calentando los dedos un poco, por favor, pequeña, no seas impaciente, solo es para encontrar el tono.
Yo, mientras, daba unas vueltas por la habitación inmensa a la espera de que él encontrara el tono. Había mucho aire en aquel espacio. Estábamos solos, él y yo, bailando bajo los altos techos. Dando pasitos de baile pasando por las ventanas abiertas que dejaban entrar la primavera. El viento agitaba las cortinas blancas. Era nuestro baile privado. Luego, desaparecía.
—Tenemos que irnos, doy clase dentro de un ratillo —decía con calma.
Me levantaba, me suspendía entre el suelo y el cielo, y me colgaba encima de sus hombros y nos íbamos. No recuerdo dónde me dejaba otra vez en la tierra. Solo recuerdo estar sentada y esperando en un especie de vestíbulo con taquillas. Por la ventana, copas de árboles. Esta vez de sauces. Debería haber agua cerca. Tal vez el arroyo adonde íbamos los domingos. Llevábamos melocotones para comer. Siempre en verano. Paseábamos por campos con hierba alta, por el cementerio, hasta llegar al otro lado de la pequeña ciudad. A veces nos encontrábamos con mariposas. Y muchos abejorros. Mi madre, entonces, llevaba el pelo muy corto y gafas de montura gruesa. Es que no había otro tipo de gafas en el mercado.
Pero ese jueves en particular me dijo que tenía que volver, regresar a la casa del piano, que tenía que dar clase por la mañana y tenía que prepararse. Al día siguiente estaba muerto. Mi madre lo encontró. Pasaron unos meses y trasladamos el piano a otra casa. Le quitaron las patas y lo sacaron a la calle a través de un balcón estrecho. De la calle recién asfaltada lo trasladaron a un camión, que se lo llevo a Liubliana. Entre nuevas paredes. Casi tan opresivas como las de antes. También nos llevamos el cuadro que había colgado encima del piano. Lo dejamos algo inclinado hacia la izquierda, y nadie nunca enderezó el borde donde un color de la pared se encontraba con el otro.
El piano caoba de color rojizo presenció todas las peleas, los silencios y las escasas risas que compartimos. La madera se había arañado al ser trasladada. El árbol que le había dado la vida sufría heridas. Y nosotros, encima, le provocamos nuevas heridas. Sabré cuándo ha llegado su hora de marcharse. Cuando llegue ese momento, alguien plantará un nuevo árbol. Es lo que suele hacerse. Es decoración. Tierra en la madera y madera nueva en la tierra. Un nuevo brote. Es el paso del tiempo.
Dulce y salado
A través de las contraventanas cerradas podía verse una fina línea de luz solar. Dicha línea la cortaban las ramas de un pino y las hojas de una higuera. El ambiente tenía una fragancia de adelfas y arbustos en flor cuyos nombres ella desconocía por completo. Conocía, eso sí, el carácter irreversible y valioso del tiempo. Estando aquí, uno se acuerda de respirar. Es la única forma de estar. No se echa de menos casi nada. Lleva en la boca el sabor a piel afelpada de un melocotón que una vez tu madre te trajo a la playa. La dulzura madura se resbala por tu barbilla y la dejas fluir.
Su casa era pequeña y antigua. Era de piedra y de baldosas de mármol. El jardín era grande. Durante décadas habían plantado pinos, higueras y dos árboles de caqui. Él decía que su madre había tenido alguna vez un huerto detrás de una casa parecida a la suya, que la había hecho inmensamente feliz. Amasando la tierra, plantando y cosechando frutos maduros y jugosos de la cálida tierra de la costa.
—Tenía los dedos arrugados y torcidos. Cada uno de los dedos se movía de un modo extraño yendo por su propia cuenta —le comentó—. Pero nunca soltó una queja. Solo se entregaba a plantar nuevas vidas.
Ella llegó a la casa a mediados de agosto del corriente año. El ambiente se había enfriado debido a unos días de mal tiempo. Una semana antes había venido a preparar un poco el terreno, como él solía decir. Era meticuloso haciendo planes y ejecutándolos. A última hora de la tarde fueron a una playa de guijarros. Aquí y allá había una serpiente siseando entre los arbustos. Él se zambulló en el agua desde un muelle de madera. Ella, con un vestido de verano a rayas, se sentó en una toalla y se limitó a observarlo. Nadaba mar adentro; al cabo de un tiempo, solo era un puntito negro en lontananza. Al igual que una barca verde que —a diferencia de su hombre, según ella— se acercaba a la orilla. La superficie del agua empezó a agitarse. Ella dejó de verlo nadar por el mar grisáceo. ¿Acaso nadaba donde el mundo submarino cultiva el silencio y la espuma hace remolinos, creados por el movimiento de brazos y piernas al nadar? ¿Se había desprendido por fin de todo aquello a lo que intentaba aferrarse?
A menudo, él y ella tenían discusiones. Entonces, él le decía que la única forma de calmarse era moverse por el agua y entregarse al balanceo continuo de brazos y piernas, ahuyentando olas e impulsando el cuerpo hacia delante. Recortar superficie. Romper una parte de la carga con cada brazada. Pero, últimamente, no discutían mucho. También sabían reírse y dominar los impulsos en situaciones tensas. La verdad es que nunca nadie ganaba, solían estar de acuerdo en tiempos buenos. En los malos, cada uno de ellos guardaba silencio. Para ellos, el silencio era un arma de poder. Con el silencio, volvían a encontrar las palabras.
Los dos se conocieron en la calle Douglas de Los Ángeles, Estados Unidos. Ella salía de una tienda donde había comprado una botella de agua fría. Hubo un choque entre ellos. Él iba en bicicleta. Ella cruzaba por un paso de peatones. La culpa era de él, pues se había saltado un semáforo en rojo. Ella iba distraída en su propio mundo. Iba canturreando una canción. Había chocado contra el hombro izquierdo de ella, en realidad nada grave, pero sí lo bastante molesto como para que ella le diera un grito e intentara ir tras él El hombre se detuvo, se bajó de la bicicleta, pálido, pero, seguro de sí mismo le dijo:
—Pues no, no todo está bien. ¿Cómo va a estar bien si acaba de darme un golpe en el hombro izquierdo? ¡Y además bastante fuerte!
Tenía un moratón que estaba poniéndose cada vez más rojo. Asomaba un poco de sangre. Tenía la parte superior del brazo algo hinchada.
—Lo siento muchísimo. Sé que me he saltado el semáforo, tengo varias multas, soy un desastre, soy impulsivo, ¡lo siento de verdad!
Cuanto más se disculpaba, más le gustaba a ella. No por un deseo sincero de poder perdonar, tampoco por preocupación, sino por una cierta convicción de sí misma, saber que ella no lo denunciaría. Son decisiones que a veces tomamos de una forma espontánea, y esta fue una de ellas. Él se dio cuenta antes de que ella misma lo supiera.
Al principio se creó una amistad entre ellos, si bien lenta, porque los viajes a Los Ángeles eran muy caros para ella. Él no solía frecuentar la parte del mundo donde ella vivía. Las colinas alrededor de la ciudad, los parques y los pequeños bares eran la zona de recreo de la pareja. El hombre bebía café solo, sin azúcar, y sonreía ante el café con leche que ella tomaba, y que además endulzaba con alegría.
—¡Mira que le echas azúcar! —decía él, sonriendo, mientras ella tomaba su taza grande de café a sorbos. Acto seguido, le limpiaba con dos dedos la espuma dulce que se formaba alrededor de su boca.
Para ellos, viajar era un acto liberador. Alimentaban la necesidad de moverse y de cambiar de ambiente. Cuando hizo falta, cada uno también viajó por su cuenta.
—Me parece raro ver una pareja donde los dos siempre van juntos —decía ella a menudo.
Cuando se le ocurría tal cosa, él asentía con la cabeza. Un buen día —llevaban dos años viviendo juntos en un vecindario llamado Los Feliz, Los Ángeles—, él propuso emplear los ahorros que tenían y comprar una casa en algún lugar de la zona mediterránea, cerca del mar, de los pinos, de las higueras, de las adelfas, del silencio que no ofrecía el bullicio californiano. El estudio de la región del Mediterráneo casi se había vuelto una obsesión. Desde la distancia, claro, pero sentía tanto la proximidad que muchas veces decía que hasta podía olerlo de cerca. Se enamoró perdidamente de las imágenes del Mediterráneo que iba encontrando en libros y revistas y en algunas películas. En un principio, pensaron en Francia, pero al final, se decantaron por la cuenca del mar Adriático.
—Una zona cercana a tu tierra natal con un sinfín de islas preciosas —apuntó él con decisión.
Al verano siguiente viajaron a Eslovenia, y de allí, cruzaron a Croacia. Navegando por las islas en busca de un lugar adecuado. Finalmente desembarcaron a la isla más cercana al continente: Krk. Estuvieron viendo una docena de casas en venta y, al final, optaron por una pequeña casa de piedra en una colina sobre un casco antiguo. Los árboles con los que soñaban ya estaban plantados en el jardín; así recogerían higos frescos en verano, y caquis desde la terraza a finales de otoño. En aquella época vinieron varias veces a Europa debido al paraíso encontrado en plena bahía de Kvarner.
—No es exactamente el Mediterráneo, digamos, pero estamos bastante cerca —le decía a ella, con expresión satisfecha.
El hombre levantaba la barbilla y asentía con orgullo. No había sombras en su rostro.
Ella se sentó con intranquilidad en la orilla, buscando a su hombre en el horizonte. El viento soplaba cada vez más fuerte; parecía que iba a haber una tormenta. Hacía poco —se acordó—, ellos habían hablado de traer una nueva vida al mundo. Un ser que, con no más nacer, recibe como regalo aliento y libre albedrío, o, por lo menos, nace con cierta libertad. Al no verlo en el agua, quiso llamar a la policía. Con dedos temblorosos, rebuscó el móvil en su bolso. De golpe sintió gotas de agua helada en el cuello, y sus manos. Se había colocado detrás de ella sin que nadie lo viera ni lo oyera. Por lo visto había nadado hacia el otro lado, como solía hacer, pero había hecho un semicírculo bajo el agua para poder sorprenderla. Y lo había conseguido. Ella estaba furiosa y asustada a la vez. El hombre le cogió las manos temblorosas y las frotó con las suyas hasta que se calentaron. A través de las manos, ella sintió el pálpito del corazón de su hombre. Ella misma empezaba a sentir un latido fuerte en el estómago. Era la fuerza de la vida, potenciada por la proximidad de un posible final. Nunca antes —ni tampoco después— deseó tanto tener un hijo suyo. En silencio volvieron a pie hacia la casa.
***
El niño rubio nunca fue demasiado exigente. Lloró sobre todo durante el primer año. Cuando tenía hambre. También lloró mucho cuando le salieron los dientes. Los tres sentados en el muelle: El retoño llevaba un sombrerito de colores e iba a gatas, curioseando, sobre las piedrecitas. Se limpió las manos con el vestido de su madre. Momentos antes, el padre había vuelto a perderse entre las olas. Pero ella no había sentido angustias por su desaparición. El padre no repetiría el truco que había hecho en el pasado. Hacían bromas mientras comían y poco a poco se despertaban al cobijo de la soleada madrugada de la bahía de Kvarner. Había una cercanía entre los tres que podría durar hasta el final de los tiempos. Les gustaba comer higos amarillos y tener el pelo mojado por el agua del mar.
—Tu cuerpo sabe a mar —le decía a ella.
La frase «Te quiero» estaba escrita en la mirada del hombre.
De golpe, el viento agitó las nubes que había encima de ellos. Los rizos brillantes del niño revolotearon por su cara. Se los apartó de los ojos con una manita y rompió a reír a carcajadas. En volandas fueron los tres a un lugar donde el tiempo se detuvo y donde siempre reinaría el presente. Con cada pensamiento y cada palabra. En aquella época, el hombre olvidó los momentos en los que el miedo le atenazaba tanto que el ambiente a su alrededor se apartaba ante su fría y defensiva actitud. Entonces le sermoneaba que era ella la que tenía que elegir. Ella tenía que decidir. Era ella la que tenía el poder. Y también, la pureza. Él, en cambio, estaba podrido, roto. Agotado. Ahogado en recuerdos de la pequeña habitación de su infancia. Recuerdos de los golpes de su tío y del apestoso pañuelo que le metía en la boca para que no se oyeran los gritos. Huérfano. Sus padres habían fallecido en un accidente de coche. Durante un tiempo, fue pasando de una familia de acogida a otra. Hasta que, en un momento dado, el hermano de su madre lo acogió. Un borracho y un matón de tomo y lomo que descargaba su rabia contra el mundo en su hijo adoptivo. Deseaba lavar aquellos recuerdos en las olas, entre la espuma arremolinada, entre el trajín de cada día. Odiaba la frialdad que habitaba en su interior. Pero la frialdad no se iba, permanecía. Inmóvil y sombría.
***
De modo lento se abrían paso por las calles de Nueva York, ciudad adonde se mudaron bien avanzado el meridiano de sus vidas. Andando se ayudaban.
—Venga, un poco más deprisa, parece que estás acabado —dijo ella, con un poco de malicia, tratando de animarle a que acelerara el paso.
El hombre arrastraba la pierna izquierda apoyándose en un bastón. Llevaba una rebeca gris demasiado grande, que le colgaba, de un modo feo y torpe, sobre los hombros. Ella seguía teniendo un talante erguido, pero, claro, la vida le había dejado huellas en la cara. Llevaba el pelo recogido como solía llevarlo antes. Un moño encima de la cabeza, y bucles cayéndosele por el rostro. Tenía las caderas algo más redondas. En el mercadillo compró higos amarillos. Fueron caminando hacia el muelle. Iban a contemplar el vuelo bajo de las gaviotas. Se sentarían en un banco y saborearían la dulzura de los higos. Se produciría un alborote de cabellos. Era algo que les hacía gracia.
Su hijo vivía en Seattle. Llamaba a su madre una vez por semana.
—Mamá, ¿te acuerdas de nuestro mar cuando era pequeño? A veces, cuando salgo a correr por la orilla del Pacífico, la sal se me pega a la piel y siento que estoy con vosotros en aquel muelle.
Decía esto y el chico guardaba silencio durante unos segundos para continuar:
—Papá solía traerte higos. Siempre en la misma cesta. ¿Te acuerdas? Decía que olías a sal y que te quería mucho. Pero nunca entendí muy bien tu decisión.
Ella seguía teniendo miedo de aquellas palabras. Se marchó una tarde de abril.
—Uno debe irse cuando no ya no ve el camino delante de sí, hijo. Yo solo veía las pisadas que dejaba atrás. Solo veía huellas llenas de polvo. Tropezaba con mi propia sombra.
Una y otra vez, ella le contaba la historia. El hijo conocía todos los detalles. Sabía cómo su padre había descuidado a su familia en los malos tiempos. Se había encerrado en su propio mundo sombrío. Pero el hijo nunca había perdonado a su madre. En ocasiones sentía la mano de su padre en la suya llevándolo a la orilla. El chiquillo iba correteando a su lado. El padre daba largas zancadas, pero las piernas del niño de cuatro años eran aún pequeñas y cortas. El padre tenía un fuerte agarre. Caminaba erguido, parecía ferozmente fuerte. Poderoso y orgulloso. Solo cuando el hijo recordaba era consciente de esos detalles.
Ella cogió al hombre que caminaba a su derecha por debajo del brazo y juntos se sentaron en un banco de color marrón, donde el sol había grabado unas manchas muy chillonas. Sintieron las primeras gotas de lluvia. Bochorno. Las gaviotas volaban bajo. La pareja saboreaban el dulce de la fruta carnosa, pero ella sabía que el viaje de vuelta a casa sería largo y lento.
1 ¡Qué niña más guapa! ¿Cuántos años tiene?
2 Por favor, deje a la niña fuera de todo esto.
3 Busco comida. Tráigala enseguida.
4 ¡Tenemos una casa grande! ¡Giovanni y Ana son amigos!