Siguiendo la pista de sus palabras (Po njihovih besedah, 2014), de Katarina Marinčič
La novela de Katarina Marinčič Siguiendo la pista de sus palabras (2014), a través de un escritor ficticio, comenta las autobiografías de tres protagonistas: del escritor Karl May, de un comerciante rico y aficionado a la arqueología, Heinrich Schliemann, y del jefe del servicio de contrainteligencia, un tal P. que reside en un país desconocido. A cada personaje le corresponde una forma narrativa propia – la historia de May en forma de drama, sobre los intereses culturales y las constataciones generales sobre la vida de Schliemann leemos en forma de hexámetros, entremezclado con la narrativa, y P. se nos revela en la forma de sus memorias. Paralelamente conocemos a Pavel, un escritor, y, además, en el texto aparece una mujer que durante la puesta en escena comenta un texto dramático que ha escrito Pavel. En su última novela, Marinčič, de una manera sutil y con apreciable sentido del humor, investiga las posibilidades de la escritura autobiográfica y sus posibles falsificaciones.
En el corazón boscoso de la tierra que no vamos a nombrar aminora poco a poco el chaparrón. Se desemboca en un eco largo, pues ahora, en verano tardío, el follaje parece de brocado.
Las cosas descompuestas se empapan, la tierra negra bebe con ruido, pero la impregnación tiene sus límites. Por encima de otros olores se extiende ya el de agua limpia: por encima de lo podrido, del vaho de los musgos, de la salicina, de las hierbas y del hierro ablandado, ya el olor a nada.
El bosque es de frondosas, pero muy oscuro. La claridad viene desde el suelo; no se mezcla para convertirse en color pastel, no se trata de una cortina de humo en un teatro; sólo se allana y se eleva. Cuando este plano llega a cierta altura, se abren espacios grises entre los árboles: de momento se hace evidente que el bosque no es intransitable.
El bosque está vacío. ¡Una trola, lo de la respiración y de los susurros de las copas enormes de los árboles! Los árboles no susurran, no tienen almas, sus almas inventadas son una proyección de las humanas. Y al escritor – se llama Pavel – le fastidia tener que proyectarse a ese paisaje tan frío: lo mismo que, en caso de que tuviera que entrar de verdad en el bosque lluvioso, le fastidiaría tener que poner el pie en la tierra mojada.
Reconocer que el bosque es desalmado les parece una impertinencia sólo a causa de cierta clase de poesía. A quién no se le ha ocurrido alguna vez (cuando sintió leves estallidos en la parte trasera de su cráneo, debidos, pues, a los problemas con la columna que le toca padecer a cualquier intelectual) que, al fin y al cabo, el mundo, nuestro universo, no existe. Por ejemplo: hemos llegado, hemos apagado el motor, el volante ha temblado antes de quedarse quieto, las manos han permanecido flojas en el volante y, en un enorme aparcamiento medio vacío, nos hemos preguntado: ¿Pero qué…? No nos preguntamos nada más, pues cualquier cosa más sería algo.
Después, Ella interviene en la reflexión del escritor. Pavel se la imagina como si la observara a través de los prismáticos: sus ojos agudos, metidos en sus cuencos muy cerca uno al otro; sus bigotitos; su pequeño hocico que suele olfatear en silencio, pero que a veces se abre con estridencia, enseñando lo blanquecino (sus chillidos brotan de partes más blandas de su cuerpo).
Corretea de un tronco al otro, trozos menudos de tierra saltan desde debajo de sus patitas. Tiene fuertes garras de ave; debajo de su piel rosada están las articulaciones resbaladizas, alambres vivos. Tardaba muchas horas en ponerle un nombre, en vano. ¿Nutria, marta, coipo, comadreja, rata? El nombre no importa, la conoce. Conoce la cresta engominada a lo largo de su espalda; conoce la velocidad del rayo a la que las gotas se deslizan de su pelaje; conoce su tórax menudo, su corazón que borbota entre sus transparentes costillas, conoce sus tripas, los remolinos alrededor de sus tetillas, los pelos entre sus patas traseras, de color insípido y aplastados como el cabello de un cartero debajo de su gorra.
O de un supervisor; o de un despachador; o de un encargado; o de lo que tengan en los países del Este.
La lluvia no la descalabra. A pesar del chaparrón, ella corre como si en su cuerpo fluyera la corriente eléctrica. Este animal no para ni siquiera dentro de su guarida, aún durmiendo se revuelve sin cesar para, cada vez, hacerse un ovillo: se relaja y chilla otra vez, ahora como si fuera la última; y vuelta a empezar, una y otra vez.
O bien, sí, acaba calmándose. Entonces jadea de manera superficial, observando extrañada el Acontecimiento. Mueve las garras, pero no con espasmos, sino más bien como con relajación. Sus crías incontables y babosas son de color corallo. (Pavel presupone más de lo que quisiera saber.)
En días secos, todo es diferente: el asco da lugar al miedo. Como no hay susurros, el vacío se manifiesta con retumbos. Bellotas, hayucos y castañas rebotan del suelo como pelotas de tenis. La roedora se mueve como un resorte de goma, siete gigantes caminan con ruido a través de la maleza del alma del escritor.
Un día seco, el novelista y la roedora se encuentran. El animalito se abre camino, tiene un empuje fantástico, el monte bajo oscila. De repente se acaban las hierbas, la criatura forestal aparece en un claro, el literato y ella se encuentran cara a cara: un enfrentamiento descrito ya muchas veces en la literatura. Ahora, la corriente atraviesa el cuerpo de él, sus músculos se aflojan y unas centellas argénteas brillan ante sus ojos. Los dos quedan paralizados, después él se mueve instintivamente: hunde su cabeza entre los hombros, se tapa los ojos, hace un ademán en el aire. Si fuera un rastreador, tiraría su cuchillo y acertaría, prendería fuego, la sujetaría con una lanza y la tostaría. El dominio de los instintos es una condición previa para sobrevivir en el mundo salvaje. Pero, así, Ella tiene la oportunidad de huir, y desaparece en un instante.
Después de una breve reflexión, Pavel la seguirá, pero no la seguirá exactamente sino que pisará el vacío y descubrirá que el bosque es calvo, todo salpicado de claros. Quedará parado una y otra vez en sus faldas, observando. (¿Dónde, en el fondo, se encuentra en esta descripción introductoria? ¿En un extremo o quizá en un camino del interior del bosque, en un surco producido por un tractor después de la última lluvia?)
Las chozas de los guardias forestales y las carboneras están bien escondidas, camufladas por densos arbustos. Aparecen como un misterio esperado, como una huella aún caliente de hechos prohibidos. Al principio creemos que el humo proviene de un fuego apagándose que alguien ha dejado con prisa. Pero nos equivocamos, no hay ni ha habido prisa, todo es como debe ser, el humo forma parte de un proceso antiguo. Y llega el supervisor, el encargado, el despachador, el guardia forestal, tiene piernas arqueadas y lleva botas ajadas, se sienta en un tocón junto a la choza, se parte un trozo de tocino adobado con pimentón, se lo mete en la boca, más bien al fondo, y mastica. Entre los bosques hay poblados. Sin animales domésticos, sólo con alguna gallina o algún pato, el vallado sirve todavía, la acidez impregna los huertos. Las casas están hechas de barro, la humedad las hace firmes. De una choza así, empujan a una mujer afuera, hacia la lluvia, hacia la niebla o tan sólo hacia las hormigas rojas para que se vaya y recoja la leña menuda para hacer fuego.
Seis hermanos mandan a la hermana a recoger
la broza, a juntar la leña menuda para hacer fuego.
Y ella va y sus pies llanos y descalzos
pisan la tierra con fuerza indiferente.
Es fuerte, avanza con rapidez. Sus pechos son alforjas, llenas de arena, no oscilan, no tiemblan, el peso granulado tira de ella hacia abajo. Los dientes superiores empujan el labio hacia una nariz larga; si alguien escuchara detenidamente, oiría los silbidos de su aliento a través de la hendidura entre sus incisivos. No está enfadada, le importa un bledo.
Al regresar, entra por la puerta podrida, se detiene con las piernas bien separadas en el suelo aplastado, tira el haz de leña hacia la lumbre. Después toma su pequeño cazo con lunares: un cazo de medio litro, con el esmalte saltado en el fondo, el descasque se parece, al tocarlo o verlo, a un ojo de gallo. (Pavel podría escribir que toda la historia está en este cazo, y no mentiría. Pero un escritor honesto no trata de escabullirse con metáforas.)
En el cazo se hará una pócima. ¿Qué puede prepararse la gente en medio del bosque, de qué vive? Una infusión de liquen con miel; líquenes tienen un sabor limonero, la miel sabe a bosque; vinagre de manzana con agua caliente y miel; una comida gelatinosa con leche agria, pues habrá leche en casa, seguramente; una bebida con levadura; un cocimiento con comino.
Los hermanos vuelven a fastidiarle, le exigen otra vez que haga unos mandados, ahora no lo hacen por necesidad, sino para divertirse. Que aderece el vallado, que alambre la cancilla para que los zorros no entren en el gallinero (¿y si está vacío?), que vaya a recoger las castañas que les sirven como jabón. Mientras tanto, la pócima se le enfriará.
Ahora se opone. Con su mano pesada golpea la mesa. Un solo grito de su pecho colgante es suficiente para amansar a los seis hermanos. Traian, el mayor, que ya tiene calva, niega lentamente con la cabeza y respira como si sintiera una presión en el estómago.
El escritor se ha inventado más de la mitad de estas cosas porque no tenía más remedio. No estaba satisfecho con ninguno de los testimonios.
Tenía la sensación de que su nuevo libro había de empezar en un bosque. Aunque presiente que no será suficiente, le gustaría hacernos entender, sin embargo, que el libro empieza en el bosque literal y no metafóricamente. Por el momento, su mente no se ocupa del dictador ni de su mujer ni del fugado jefe de servicios de contrainteligencia,
que en un momento de soledad,
dentro del fuselaje de un avión de carga,
en un punto sobre el Atlántico,
palpó en sus adentros
un bulto de literatura,
y habló de sí mismo
en tercera persona
como si no supiera mucho.
Ha de empezar en medio de un país profundamente verde sin nombrar. El escritor podría impresionar con facilidad, ¿lo ven?, con escribir un país profundamente verde.
Sólo que hay algo que lo incita a buscar expresiones más exactas: como si realmente estuviera en la falda del bosque, oliendo su humedad e, incluso, temblando de frío.
Su situación es la siguiente: hasta que no se le aparezcan las escenas, no tiene ganas de escribir; cuando se le aparecen, tiene la sensación de que casi tendrá que hacerlo. También hay ilusiones de varias clases que intervienen. En el paréntesis, siempre aparece una y otra vez la visión de que la escritura será como nadar, una gran libertad. Pero pocos artistas nadan, ejercer la natación es, para la mayoría, un suplicio. ¿No es verdad que, una vez, incluso el tenorista más famoso del siglo veinte reconoció con abatimiento que siempre tenía miedo antes de actuar? Ho sempre paura, dijo fijando sus ojos en la cámara, ojos como extraídos de un icono íconos, como piedras semipreciosas opacas y brillantes, incrustadas entre las arrugas esquemáticas.
El día en que enterraron a ese hombre milagroso en Modena, Pavel estaba sentado junto al Lago de Garda, cerca de la pequeña ciudad de Sirmione. Tres aviones atravesaron el cielo velado, desprendían humo en colores de bandera italiana; fue precisamente cuando le llegó un mensaje sobre el nacimiento de un niño y pensó, aún con el teléfono en la mano y con un sentimentalismo genuinamente eslavo, que el bebé sería una persona feliz: en absoluto por la bandera tricolor, sino por la suavidad dorada del lugar en el que había aterrizado la primera noticia sobre él. Se acordó con ternura de la integridad del artista fallecido. Sí, suena ridículo, porque había sido realmente inmensamente íntegro. Pero el quid era otra cosa: en Luciano Pavarotti no había nada seductor, sólo había luz, ninguna historia, sólo aquella vida que había vivido en realidad. Pocas vidas alcanzan vivir sin historia. Si la religión de la naturaleza tuviera sus santos, probablemente serían así.
El escritor ha contado demasiado, su trama tiende a trasladarse al lago. A lo mejor podría meter al cantante en la narración como ejemplo de contraste: los héroes de la presente novela no son santos. Pero contrastar ni siquiera ha de ser importante. Los principios son dos, piensa Pavel, de la misma forma que hay dos clases de lugares. Algunos surgen de la memoria, algunos se labran con dificultad con la ayuda de la imaginación. Los primeros son imagenes brillantes y planas, los segundos paisajes lodosos, llenos de olores y voces. También podría tratarse de un pequeño bosque en Alemania, en una zona con mucha agua. Los gnomos de este bosque son muy auténticos y torpes, obras maestras de tallas de madera populares. Entre los árboles delgados hay una fuente, el agua sale de la roca y pasa por un tubo a un tronco ahuecado. Junto al manantial hay un banco pequeño y sencillo. No muy lejos de allí, una hondonada en la que se deposita la hojarasca, al borde de este hoyo hay unas rocas cubiertas de musgo.
«Allí, Minna, ¿lo ves?», señala el joven Heinrich con el brazo estirado.
El brazo es aún infantil, pero ya fibroso, y tiembla de impaciencia. Pero la impaciencia no va dirigida a Minna. Heinrich para de tanto en tanto y espera de forma sistemática. Mientras espera, mira el trayecto de los pies de su compañera como si considerase la posibilidad de que hiciera un paso torpe y se torciera un tobillo.
Ella es más fuerte que él, sana, de mejillas lisas y rosadas, de ojos tranquilos y acuosos. Ha comido ya muchas carpas en su vida apenas empezada. No resopla nada, sólo está mareada por el calor y la caminata por el suelo mullido. Heinrich se queda sin aliento, pero no tiene calor, él nunca tiene calor.
«Aquí, Minna», añade con brusquedad cuando alcanzan la hondonada.
El rostro de Minna se turba, sus facciones enrigidecen; echa vistazos alrededor con disimulo como si no tuviera el valor de reconocer que no sabe por qué aquí exactamente: no hay nada irregular en la hondonada. Heinrich saca una navaja pequeña de su bolsillo, la abre, se pone en cuclillas para alcanzar la piedra y la raspa para separar la musgosa capa. Iracundo, asiente con la cabeza; Minna se pregunta para qué, temiendo que la pille mientras trata de adivinar la razón.
«Entiendes, ¿no?», le pregunta él.
«Ah, sí,» dice ella de seguida con un suspiro.
«La superficie lisa demuestra que se trata de piedras labradas.»
Minna cree que la ha desenmascarado, pero después se da cuenta de Heinrich mira hacia lo lejos, de que quiere persuadirse a sí mismo, no a ella.
«Podemos sentarnos donde la fuente», sugiere él.
«¡Ah! ¡Sí!», responde la chica con decisión.
«Un momento», dice él; limpia su navaja con un pañuelo y la guarda, sacude el pañuelo y lo dobla con esmero.
La lleva hacia un asiento sencillo, la deja sentada, se sienta a su lado y se levanta en seguida.
«Lo he leído, Minna. Se supone que en nuestro bosque hay un tesoro enterrado, un tesoro de tiempos remotos. Cosas valiosas. Joyas y cálices de oro.»
«Cálices de oro…», repite Minna.
Durante un momento se miran fijamente a los ojos; los dos tienen los labios separados, respiran por la boca.
«Sí, cálices de oro», susurra Heinrich, atrapado en la confianza infantil.
¡Oh, dulces recuerdos, oh, susurros del límpido manantial!
Después, el chico alarga el mentón, junta las manos en la espalda y ríe con sarcasmo:
«Por supuesto que a muchos les oirás decir que son cuentos chinos. Pero yo estoy seguro de que el tesoro está aquí cerca. Un día lo levantaré. ¡Imagínate qué victoria!»
Dice: «¡Imagínate!», pero no controla si Minna se lo imagina de verdad.
Ella ahora se siente a gusto, está sosegada, llena de confianza.
«¡Imagínate, la vergüenza que pasarán todos, quedarán en ridículo y yo seré famoso y rico!»
Minna suelta una risita.
Y el joven continúa sin cambiar la voz, aún ex cathedra
«Quisiera que entonces estés a mi lado. ¿Te gustaría?»
«Sí, me gustaría», dice la chica pausadamente.
Heinrich asiente con la cabeza: guardará su respuesta en su infalible memoria.
En realidad la marcha ha sido muy corta, en realidad no estaban solos: desde el jardín detrás de la casa del párroco se oían las voces de sus hermanos que jugaban con la pelota. En realidad Minna dijo: «Bueno, sí.» Su ropa olía a harina, crujía por exceso de almidón. La casa del párroco, donde vivía Heinrich, tenía olor a colinabo cocido.
Ahora viene la parte difícil, piensa Pavel. El héroe no contó nada concreto sobre la casa de su infancia. (Seguro que no habría mencionado el colinabo: tenía una visión del mundo completamente diferente.)
Sobre sus padres nil nisi bene: ¿no mostró así su buen gusto, en gran medida? Y tampoco se trata de una historia familiar, en absoluto. En cuanto empiezas la frase con madre, ya insinúas algo. (Su madre murió cuando todavía era niño. La recordaba como una mujer silenciosa y pálida.)
La casa era grande y muy tediosa. Como las casas luteranas, podría escribir. En medio de aquel lugar tedioso, Pavel observa de repente algo pintoresco.
En la chimenea arde un fuego agradable. El padre del héroe, pastor Schliemann, está sentado en un sillón, calentándose. Parece ya bastante entrado en calor. Su cabeza oscila, revela y vuelve a ocultar una mancha grasienta en el cabezal. El pastor mira como si tuviera un instrumento óptico medio roto al fondo de sus ojos: pierde el foco y lo capta una y otra vez, por un momento. Cuando lo capta, una expresión de sorpresa alegre acude a su boca y hasta alcanza cierta perspicacia a la altura de sus cejas; la claridad sale de sus pupilas celestes. A la criada, que anda por la habitación, esto le gusta muchísimo.
El chico espera otra cosa. Espera el ablandamiento, el sonido ambarino que surge de la garganta de su padre cuando la nueva capa de la bebida se une con suerte a las anteriores. Esta voz es también la luz: no un brillo del queroseno entre los intervalos sobrios sino una brasa dorada de una alcoholización estable. (En sus memorias, el héroe lo llama un entusiasmo solemne: lo mismo que nunca diría olinabo, tampoco diría orrachera.)
«Ven, hijo», lo llama su padre.
Con una voz suave y ambarina, con plena resonancia, nunca alcanzada en el pupitre, se pone a contar sobre los griegos con un entusiasmo solemne.
En toda la historia no había habido un guerrero como Aquiles – muchos eran valientes, pero él era intrépido de una manera sobrenatural: tampoco era un hombre común, era divino–. Pero ahora estaba ofendido. Dijo que no participaría en la batalla. Sabían que, sin él, lo tendrían difícil. Y se reunieron y se dirigieron a él para persuadirlo. Les invitó a su tienda. Les agasajó con carne asada. El banquete duró mucho tiempo, mucho vino llenó las gargantas, Aquiles permaneció inamovible.
«¡Oh, a su tienda!», se ilusiona el joven Heinrich.
¡Oh, el lujo de los lugares donde una tienda es suficiente! ¡Oh, el lujo de la tienda en la que caben tantos hombres! ¡Oh, un banquete en la tienda bajo un cielo estrellado del sur! ¡Oh, escudos pesados, pieles de oveja, puñales y pinchos, oh, el chischás, los chasquidos! ¡Oh, el olor a carne asada, oh, vino denso y dulce, oh, grasas y hierbas! ¡Y en medio de ese lujo el guerrero más valiente, ofendido, testarudo y sarcástico!
¡Astuto Odiseo, venerable Príamo, noble Héctor! ¡El rey Agamenón! Sus historias se entretejen como el vellocino. Heinrich escucha, su interior se ensancha. El hexámetro, agrega el pastor, encaja con precisión en el espíritu del idioma alemán.
Aquello dura una hora o dos, tanto que la tarde se hace noche, después se agota lentamente y se extingue: no el hexámetro, no la historia, no el calor en el interior del jóven, sino el sonido suave y ambarino. La resonancia es sustituida por silbidos entrecortados, el entusiasmo solemne es suplantado por el fastidio. (Sería más propio decir por la aflicción.) El ritmo ya no es el mismo.
«Y el viejo fue a pedir el cadáver de su hijo. Rogó. Rogó y rogó… Y nada. Nada. Nada, lo ves.»
Así es la cosa, el destino, fatum.
Nunca sabremos con exactitud qué asunto de su destino era lo que, al anochecer, le hacía sollozar al pastor. Eran golpes duros, era una deshonra. ¿Cuán grande era la injusticia, cuán grande el papel de los caprichosos dioses? ¿Era verdad que el pastor desfalcaba los caudales de la iglesia o los mortales se lo tomaban a mal porque era como era: un hombre entregado a la vida?
«Toma ya, toma ya», decía la criada que siempre andaba por la habitación.
Se acercó a su señor, le puso la mano en el hombro y lo sacudió levemente. Él agarró su cintura, dejó de sollozar, rió con estridencia.
«¡Trae la comida, mujer, y, antes, me apetecería un poquito de cerveza!»
El chico se inclinaba hacia el fuego, apretando los ojos. Escuchaba los chasquidos en la chimenea, el murmullo atenuado del humo que salía, estallidos de tanto en tanto cuando cedía la madera quemada. Pensó en Odiseo: en cómo había labrado una cama matrimonial de un enorme olivo y había construido, allí mismo, un dormitorio alrededor del lecho.
La casa de Schliemann se desmoronó como un alpende putrefacto. Heinrich pasó tres meses felices en la escuela media clásica, después fue obligado a pasar a un centro de enseñanza media y, pronto, se acabó todo el dinero para sus estudios y la oscuridad envolvió su joven existencia.
Y ya lo vemos barriendo el serrín en una tienda de comestibles, calculando con desprecio infinito la ganancia diaria del dueño junto a una candela derretida, tiritando en un altillo atravesado por las corrientes de aire. Tirita de frío, y también porque está furioso, tirita de aflicción infantil mezclada con la estúpida cólera masculina: lo peor es que en su alma sólo hay ablandamiento y temor, mientras que su mente está llena de pruebas como si quisiera comparecer ante un tribunal.
Y, aquí, el Dr. May interviene en nuestra narración.
Pregunta: «¿Qué es lo que acaba de decir? ¿Que la oscuridad envolvió su joven existencia?»
Pregunta susurrando, con una intensidad hipnótica.
«Lo que ha dicho es psicológicamente impropio. Una persona joven es un ser de alma, no un ser de mente, el alma no necesita luz, la oscuridad es su ambiente natural.»
En un cono oblicuo de luz, el Dr. May atraviesa poco a poco el escenario, a paso suave deslizándose por tablas de pino recién alisadas, de color amarillo pálido; sale del fondo para aparecer justo en el borde. Tiene la mirada fija en lo alto. No echa un vistazo a la sala donde brillan los glóbulos; no aguza el oído, no escucha el tintín de las monedas, el murmullo, los carraspeos; no se inclina hacia el público del que sale un olor ácido a caballos en una noche de verano. Parpadea con la mirada en lo alto, fijándose en la luz fuerte, sus ojos azules lagrimean, hace muecas.
El Dr. MAY es un hombre de figura menuda, lleva un traje de cazador, de cuero, del color de las tablas de pino; tiene un sombrero de alas anchas colgado en la espalda, un collar de colmillos del oso gris al cuello y los flecos cuelgan de sus hombros; lo de «cazador» se refiere, en su caso, al Viejo Oeste y no a la tierra que no vamos a nombrar. Cuando se endereza, engancha el pulgar de su mano derecha en la correa que el cruza el pecho y susurra:
Estábamos sentados junto al fuego. La luna se había puesto ya, reinaba una oscuridad profunda. Tal oscuridad impenetrable se forma sólo en un entorno salvaje donde no hay ninguna vivienda humana ni cerca ni lejos. Es casi imposible que, en estas tinieblas, una persona discierna algo, sobre todo si está sentada junto al fuego de la acampada, con la luz de las llamas cegándole. Pero con la práctica y la concentración, podemos conseguir que la pupila siga las órdenes de nuestra voluntad. Yo mismo había adiestrado mi vista tanto que podía percibir el brillo de un metal, fuera un rifle, un tomahawk o una navaja, hasta en la oscuridad más densa. Esta aptitud mía me ha salvado la vida muchas veces.
De repente, oímos un susurro detrás de nosotros. Ninguno de mis compañeros lo había oído, pero yo lo había percibido con aún más claridad de la necesaria y también sabía que el que se arrastraba a través de la maleza no era un animal nocturno. A ras del suelo brillaba un cuchillo de caza, metido entre unos dientes resplandecientes, un poco más arriba un par de ojos ardientes que sólo podían ser humanos. El indio veía en la oscuridad, pero no contaba con esa capacidad en un hombre blanco. Pensaba que podía acercarse inadvertido. ¿Qué podía hacer yo? (Se interrumpe, abre los brazos y sonríe.) Si el acechador hubiese notado que lo había visto, habría huido. Yo lo habría perseguido en vano por el bosque oscuro en medio de la noche. Lo pensé todo en un momento. Muy quieto me quedé sentado, removiendo las brasas del fuego con un palo como si no tuviera ni idea del peligro. No volví la cabeza, pero sí la vista de ángulo ancho. Con los años y con ejercicio desarrollé a la perfección también esta aptitud. El salvaje se acercaba por mi derecha. Había decidido que yo sería su primera víctima, creyendo, probablemente, que yo era el más peligroso. Yo estaba al acecho, pero esperando. Cuando lo noté justo a mis espaldas, me volví como un rayo y lo agarré por el cuello, lo apreté contra el suelo y lo dejé inconsciente con un golpe en la sien. Mis compañeros se quedaron boquiabiertos. Arrastré al huésped no convidado hasta el fuego para que pudiésemos verlo. Era aún joven, de tez lisa, pero en sus facciones se dibujaba una expresión de desprecio inconmensurable, y en su frente se reflejaba un firme orgullo. Lo registré y le quité la bolsa medicinal.
«Ahora tenemos seguridad», dije. «Sin esto no huirá, preferiría morir antes de volver deshonrado con los suyos.»
Sólo entonces Carter y Johnson se recuperaron de la sorpresa.
«¡Hombre! ¡Amigo! ¿Cómo, diablos, ha hecho esto?», exclamó Carter.
Johnson rió.
Risitas encantadas surgen como susurros también de la sala. Estamos en uno de esos teatros alemanes que figuran entre las creaciones supremas de la ingeniería occidental; la acústica no tiene comparación, los susurros del escenario se oyen hasta en el lugar más recóndito de la galería.
El DR. MAY reposa, parece que el reconocimiento le agrada. Pero, al mismo tiempo, está algo inquieto como si no hubiese expuesto todo lo que le turba el corazón. Baja los brazos, da un paso hacia la sombra y dice con una leve vacilación: He referido muchísimas veces, en torno al fuego de la acampada,la historia sobre una estrella llamada Sitara y a muchísimos hombres durosse les empañaron los ojos al oírla. (Con más decisión.) Esta estrella, igual que la Tierra, gira alrededor del Sol y es una verdadera imagen refleja de nuestro mundo. Sólo que en Sitara, la tierra firme no se divide en varios continentes, sino que allí hay un solo continente bañado por un solo océano. En las llanuras junto al mar se encuentra el país de Ardistán. La vidaen Ardistán es dura: el clima es malo, la tierra es pantanosa, el aire está llenode vapores infectos. Los habitantes de Ardistán viven en la miseria. En lazona alta está el país de Genistán. Allí, el aire es critalino y refrescante. Loshabitantes de Genistán viven en prosperidad y se dedican a las ambicionesmás altas. (Pausa.) Así es el destino. Ardistán para unos, Genistán paraotros. La mayoría se resigna con su sino. Pero en Ardistán hay almas que sesienten atraídas por las alturas. Un alma poética siempre se siente atraídapor las alturas. La mía también se sentía así. Nací en el seno de una familiapobre, mis padres eran los más pobres de los pobres. Pasé los primerosaños de mi niñez en la oscuridad: una enfermedad, consecuencia de lasmíseras condiciones, recubrió mi mundo con una impenetrable manta dela ceguera. Y, sin embargo, mi alma infantil creció y floreció en la oscuridad.Cuando, gracias a unas buenas personas, recuperé la visión, no sabía ya derepente dónde me encontraba. Fueron necesarios largos años y largosviajes para reencontrar la verdad. (Apasionadamente.) Ah, sí, he viajadomucho, mucho, muchísimo. He escrito sobre mis viajes en mis libros quetuvieron bastante éxito. Pero sólo pocos han llegado a comprender miobra. En realidad he estado contando una y otra vez una sola historia: lahistoria sobre el enfrentamiento entre el Hombre, Dios y el Diablo. Porqueeste enfrentamiento es, según mis convicciones, la esencia del mundo.
En la sala se produce un silencio incómodo. Desde el fondo del escenario se oye una carcajada diabólica. El DR. MAY vuelve la cabeza con ímpetu. Carraspeos en la sala. El DR. MAY empieza a retroceder cara al público. Mirando por encima del hombro, sale del cono de luz, después también de la media luz en medio del escenario, y acaba fundiéndose con el trasfondo negro.
Lo cierto es que, en este momento, el escritor piensa en el agente desertor, y también en el dictador y en su esposa. (La capital del país sin nombrar en una noche de octubre en los años setenta del siglo veinte: el Ardistán más bajo, si es correcto siquiera hacer comparaciones en este contexto).