Quédate conmigo, alma mía (Ostani z mano, duša moja, 2011), de Dušan Šarotar
Quédate conmigo, alma mía, es uno de los libros más singulares de Dušan Šarotar. Un joven judío de Lendava, que es uno de los pocos sobrevivientes eslovenos del campo de concentración de Auschwitz, y Ela, la bella hija de un artesano de estatuillas de Šalovci, Prekmurje, viajan en un barco que zarpa desde Europa hacia Canadá después de la guerra. Dos almas errantes, despojadas de sus familias, de sus amigos y de todos sus bienes, rodeadas por un clima de ensueño donde hay sitio para sus antiguos miedos y para despuntar sus esperanzas. Los une la herencia espiritual del fotógrafo judío Julius Schönauer, a quien han conocido en otro tiempo y cuyas fotografías de las nubes causaron una gran impresión en los dos. Ambos tratan de hallar el “milagro del vidrio azogado” –el narrador en sus fotografías, Ela en sus diarios– y es eso lo que los acerca de un modo peculiar e irrepetible hasta que el barco atraca y se interrumpe su intimidad. No sabremos si separan por pura casualidad, cuando Ela se pierde en la multitud durante el desembarco, o si acaso saben que no es posible repetir ni reproducir el milagro del maestro, y que deben crear ese milagro del vidrio azogado con sus propias vidas. El fotógrafo judío Julius Schönauer, a quien el autor dedica este libro, nació en 1894 en Lipovce. En el año 1928 se mudó con su familia a Šalovci, donde instaló su atelier de fotografía. Utilizaba la técnica de impresión sobre placa fotográfica de vidrio. En abril de 1944 fue deportado a Auschwitz junto a otros judíos de Prekmurje y allí fue muerto el 22 de mayo de ese año.
Alma es la palabra más bella que recuerdo de la infancia. Ahora parto, con un pensamiento que trato de alejar de mi conciencia como a un pájaro invisible que me picoteara los ojos: es seguro que no volveré jamás, pues aunque dios me diera la esperanza de volver a ver el paisaje en el que tanta belleza se descubrió a mi alma –y sé que ese día sería feliz–, aquella belleza, sin embargo, seguramente ya no estará en mi corazón. Toda belleza perecerá; todo lo que he creado en la dicha, es pisoteado y enterrado.
Si alguna mano una vez encuentra una de mis imágenes perdidas y la levanta hacia la luz, como yo mismo, tímido y embelesado, lo hice mil veces con los primeros rayos de la mañana, sólo espero que en aquel vidrio finamente azogado vuelva a ocurrir el milagro que yo contemplaba con fruición infantil. Pues qué podría ser más bello para un hombre a quien le ha sido dado ver el misterio que se delinea en la oscuridad del mundo interior, como si se contemplara un sueño.
Busqué mucho tiempo un nombre para esta rara belleza que brillaba en el vidrio gris, hasta que escuché la voz, la palabra más bella que me enseñaron aquí: alma. Ahora quisiera pensar sólo en ella. Hasta que pueda atrapar la luz en el ojo o hasta que en alguna otra parte algún recuerdo me despierte la sensación de que hay belleza en otro lado, mi alma estará aquí.
Cada vez que la penumbra plateada me enceguece, sin reflejo, sólo queda ese pensamiento ineludible, el pájaro que estoy dispuesto a recibir.
Que así sea, quédate conmigo hasta el final, alma mía.
1
Pasó toda la noche pensando en el barco que vería a la mañana siguiente por primera vez.
Era como si la gran expectativa que tenía dentro de ella le hubiera vuelto a abrir por un momento los ojos curiosos de la niñez, con los que alguna vez había intentado conjurar el mundo lejano, más bello y más justo, que yacía en algún lugar al otro lado del océano. Al menos así es como quería, en su alma inocente, retratar a su antojo las palabras que tantas veces escuchaba entre los adultos, que a menudo venían a su pequeño, invisible reino, insignificante para el mundo exterior, así se imaginaba las cartas en los grandes sobres blancos con una línea azul en el borde. También a ellos les había llegado hacía algunos inviernos –y dónde estará ahora aquella nieve, pensaba ella, fue poco antes de navidad, como ahora– una carta igual con una estampilla inusual. Estaba dirigida personalmente a su padre, lo cual mencionaba su difunto padre hasta bien entrada la primavera a los pocos visitantes que pasaban por su casa. Su nombre estaba escrito en el sobre con grandes letras, escritas despacio y con orgullo, como escriben aquellos para quienes la escritura no es una tarea cotidiana; sin embargo esas letras excepcionalmente bellas atestiguaban que habían sido escritas por una mano orgullosa, dura; una mano que trabaja duramente, pero que mueve un corazón tierno, en el que hace mucho palpita una nostalgia que no puede esconderse.
Sin embargo, ya no podía recordar a estas personas, aunque ahora quería tener consigo de nuevo todos aquellos rostros, vivos y muertos, para no estar tan sola en esta larga noche.
Pero se acordaba aún de todas las palabras, misteriosas entonces y tan bellas para su alma infantil, que su padre leía en voz alta a toda la familia, con algún pudor, serio, como si no leyera la carta de un pariente lejano que se ha acordado de él en un país remoto, sino como si en sus manos tuviera algo inventado, imaginario, novelas, como a él le gustaba llamar a estos escritos.
En general leía libros, habitualmente siempre compraba alguno. Cuando iba de compras a Sóbota, entonces con todo lo demás siempre traía orgulloso un libro a casa, pero exclusivamente de los libros para niños. Decía que era para mí, pero ahora sé que esto lo alegraba a él más que a nadie, recuerdo que siempre leía tarde por la noche, mucho después de que yo ya estuviera profundamente dormida.
A ella se le ocurrió, como una revelación, como algo que no iba a poder comprender, que esta era su pasión oculta: el tiempo que no tiene devenir.
Su padre era un hombre concreto, pensaba ella, inclinado a las palabras y hechos concretos. Los últimos años, había sostenido a la familia sólo con tallas de madera pintada, esculpía estatuillas, imágenes de santos, cruces para sepulturas, crucifijos domésticos, y también marquetería para armarios, respaldos de camas, y puertas de entrada, dios lo tenga en su gloria, murmuraba ella.
Para él hasta la Biblia era como una novela, en la que de todos modos creía, pues toda la terrible historia, que nos golpeó también a nosotros, querida mía, no puede ser simplemente inventada, me decía a menudo, a diferencia de los escribientes que hoy en día escriben fantasías sin corazón y sin fe.
El milagro es el amor que llevamos dentro.
“También tú, mi pequeña, debes llevarlo dentro,” decía en voz baja, muy baja, para no despertarme, por si dormía. Pero yo no dormía. Como no duermo ahora, como hace mucho no duermo.
Por aquella navidad, cuando llegó la carta, se acordaba ella, cayó mucha más nieve de lo usual; cubrió hasta las ventanitas de su cálida casa. Su padre empezó a palear nieve desde temprano y abrió el camino hasta el pozo y el establo, por último quitó la nieve de las ventanitas, y ella de nuevo vio su rostro con una sonrisa amplia, enrojecido por el frío, en el que relucían los bigotes helados. La estaba mirando con cristales de hielo en los ojos, hundido hasta el cuello en lo blanco, y la saludaba como si estuviera ya entre los ángeles sobre las nubes. Se le encogió el corazón al pensarlo, pero no había dolor sino calidez; estaba de nuevo por un momento con él y con aquella carta que tanto tiempo estuvo colgada sobre la estufa en un marco de madera con la fotografía de ella. Sólo esto le quedaba.
“Oh, dios mío,” decía ella, pero los labios estaban inmóviles, secos y helados.
Estaba acuclillada en el sofá del rincón, inmóvil, con el cuerpo tal como había quedado por la noche, contra el muro frío. Se parecía a las estatuillas de madera que su padre tallaba en otros tiempos. Con las manos endurecidas por el frío, envueltas en una larga pañoleta tejida, trataba de alisarse el pelo. Miraba por la ventana alta, rota, iluminada por la luz temprana que atravesaba la bruma sobre el mar. Bajo el alto cielorraso, como en las catedrales abandonadas de las que sólo había oído hablar, volaban pequeños pájaros.
Entonces se dejó oír por primera vez la sirena del barco, que estremeció todo su cuerpo. Sentía que había llegado el momento tan esperado, pero que ahora le provocaba verdadero temor. En la gran bodega donde habían encerrado a los pasajeros por la noche, seguía reverberando la primera sirena cuando se la oyó por segunda vez. Ahora el sonido, esa trompeta celestial que llamaba a la resurrección, estaba más cerca. Aunque hacía ya mucho que no leía la terrible historia, como decía su padre, ni escuchaba los sermones dominicales en la iglesia –así eran los tiempos actuales, decían muchos, más concretos, sin cuentos para niños– ahora la invadía el verdadero, real, piadoso temor, que no conocía hasta este momento.
Porque… qué puede ser más pecaminoso, si crees en el milagro del amor. Caminaba y navegaba en pos de este milagro hasta su muerte.
Fue hacia la fila larga y silenciosa de los iguales entre iguales y se aproximó lentamente hacia la luz fría que entraba por las puertas abiertas. Eran parecidos unos a otros, como si todos hubieran crecido en la misma gran familia, envueltos en sobretodos oscuros, cubiertos con gorras de lana, sombreros viejos, pañoletas usadas y pañuelos de duelo; con las manos heladas llevaban baúles de madera y ataditos, llenos de esperanzas y miedos solamente. Hablaban, pero nadie entendía a nadie, aquí, en este hangar helado, sucio de carbón, del que no podían huir ni siquiera los pájaros, se alzaba ahora el camino a Babilonia, porque aquí se escribía otra vez la historia terrible.
Si hubiera tenido adónde, habría dado la vuelta y habría huido, pero todo lo que tengo está aquí, pensaba, cuando salió a la luz.
Soplaba un viento helado que la calaba hasta los huesos, más hondo que las manos borrachas y groseras de la noche anterior, las que había olvidado en el acto cuando vio lo que le pareció el barco más grande del mundo. Tenía suficiente dinero para pagar el viaje y en la maleta que había hecho su padre con sus propias manos, un trozo de aquella carta y junto a ella una fotografía, nada más, pero era suficiente para terminar el triste camino que la traía hasta aquí, como esperaba, y casi suficiente para empezar un viaje del que no podía saber nada. Sonó la sirena, pero ahora ya no le daba miedo. Sólo oía aún la campana del barco, que golpeaba en cubierta; intuía lo que significaba, aunque era la primera vez.
Fue con la multitud, se apuró por el puerto hacia el largo muelle sobre el que flotaba un humo espeso y sofocante de las altas chimeneas. El hollín se le metía por la nariz y los ojos, tal vez lloraba, pero ahora nadie notaba lágrimas ni risa; sabían que ahora sonaba sólo para ellos.
Se detuvo en el extremo del puente largo y angosto del barco, un tris antes de pisar la cubierta. Se volvió, vio tan sólo diminutas siluetas que corrían allá abajo en el imponente puerto. Todos tenían sombreros y gorras en las manos extendidas y saludaban insistentes hacia el barco que ya estaba temblando bajo los pies de ella. El humo rodaba lentamente en lo alto de las chimeneas, el viento lo traía en una larga y espesa línea hacia la bruma que se disipaba sobre el mar. En la oscura superficie rumoreaban remolinos y espuma, y ella sentía que el barco se elevaba, como si el monstruo fuera a salir volando hacia el cielo en cualquier momento.
Dejó la maleta sobre la cubierta y con la pañoleta de su madre saludó como si llevara el último adiós a la multitud que se alejaba lentamente.
Entre ellos se agrandaba el mar.
Seguía saludando aún cuando la costa de su vida pasada se había escondido tras la niebla; le parecía -ahora que estaba parada junto a la barandilla, en lo alto sobre el mar que la había llevado a lo desconocido como una hoja de papel en blanco-, que el pasado se había escondido de verdad, había quedado en algún lugar lejano fuera de ella, pero aún no sabía que no podemos huir jamás de aquellos que llevamos dentro.
Miró durante mucho tiempo la línea invisible que separa la tierra del cielo. El viento y el rocío helado que venía desde el mar golpeaban su cuerpo cansado, pero a ella le gustaba, sentía una libertad que antes no había conocido. Sentía que podía volar.
Y no estaba sola, sabía que alguien en algún lugar la miraba, pensaba en ella, ahora que la llevaba el viento helado a través del mar embravecido. Sentía la mirada que había buscado durante tanto tiempo. Tenía que ser algo más, un misterio que volvía a aparecer en ella.
2
Los pasajeros con sus maletas, bolsos y grandes paquetes en las manos se desperdigaron por las numerosas cubiertas que se abrían una sobre otra hasta las imponentes chimeneas de las que salía un humo cada vez más espeso. Hasta los oficiales de uniforme azul oscuro, que en silencio recibían a los pasajeros en el puente del barco y controlaban sus pasajes y documentos personales, hacía mucho que habían cumplido con su tarea, y ahora probablemente se templaban junto a una cerveza en el salón de oficiales. En algún lado allá arriba, donde ella no podía ver, oía los remolinos del viento helado y los ecos de tacones metálicos en los pasillos de hierro. Son marineros, pensó, ellos me van a poder ayudar.
Ni bien subió a bordo los vio. Marineros en humildes overoles grises, con gorros de lana en la cabeza y sin ningún grado o insignia obedecían en silencio las discretas órdenes de los oficiales. Ella los observaba mientras los oficiales revisaban cuidadosamente los papeles de los pasajeros y entretanto escrutaban a cada pasajero, y más aún a cada pasajera, como notó enseguida. La inquietó en especial el detalle de que algunos pasajeros metieran dinero en los bolsillos de los oficiales cuando les revisaban los papeles. Sobre eso reflexionaría mucho después, pues ahora que había logrado embarcarse creía ingenuamente que la esperaba un mundo mejor, más justo, más bello, sin sobornos ni privilegios. Puesto que era esa la promesa, la creía y esperaba que así fuera. Aún escuchaba vivas las palabras de la carta y la voz seria de su padre que le rogaba que fuera buena y obediente en el gran mundo, y así sería la gente buena con ella; todo esto resonaba en su cabeza cuando cerró los ojos.
Estaba asustada, porque sabía que no tenía en el bolsillo más que para un poco de pan sin el cual probablemente se moriría en este barco helado. Inmediatamente después del control de papeles, los marineros cumplieron la orden de conducir a los pasajeros al interior del barco. La mayoría de ellos arrastraba su equipaje por las estrechas escalerillas y los oscuros corredores a las profundas e invisibles entrañas del barco; otros, que evidentemente habían dejado caer algo en los bolsillos de los oficiales, fueron acompañados a otra parte. Los marineros cargaron sus equipajes sobre sus fuertes hombros y subieron rápidamente por los pasillos exteriores muy arriba.
Desde allí oía ahora sus pasos. Aunque no tenía dinero, intuía que los hombres en atuendos grises estaban simplemente dispuestos a ayudar a una mujer aterida de frío a la que los oficiales habían dejado esperando en cubierta hasta la noche.
Luego, cuando miraron sus papeles, en los que no había ningún error, el oficial de barba oscura y gorra de piel en la que brillaba una gran insignia, la miró a la cara. Recordó que entre los labios tenía un cigarrillo. Al mirar sus ojos apretó fuertemente el cigarrillo en la lengua húmeda, como si se lo quisiera comer.
“Qué linda eres”, murmuró, y es lo único que ella entendió. La siguió mirando mucho tiempo, hasta que sólo ardía la colilla en su boca, luego volvió sobre sus talones y desapareció entre los pasillos del barco. Ella se quedó allí parada, afuera, sola, hasta ahora, completamente aterida de frío y perdida.
Pensaba que el oficial volvería pronto y le indicaría el lugar, que la enviaría a alguna de las numerosas cubiertas, donde viajaría tranquila, pero debió abandonar esta idea muy pronto. Sabía que no había pagado, no había dejado nada al oficial de la gran insignia reluciente y de barba oscura, lo cual en ese momento le pareció de lo más razonable.
Sin embargo, cuando hubo pasado en el viento unas cuantas horas, empapada por la bruma y con las manos heladas, con la izquierda, que se aferraba a la maleta de madera que había hecho su padre con sus propias manos, y con la derecha, que aún se agarraba de la barandilla congelada, lo puso en duda. Como un pájaro negro, la picoteaba la idea de que tal vez habría debido ofrecerle algo de todos modos a aquel oficial. Al menos algo, pensó, aunque no fuera dinero. Pero lo que le ofreciera le habría parecido a ese oficial de insignia lustrosa demasiado poco probablemente, qué podía ofrecerle ella. Tal vez la maleta, vacía sin duda, pues qué haría un oficial naval con unos simples trapos de mujer, eso sin duda no se lo llevaría a su camarote, pensó, y aparte de la ropa sólo había en la maleta ese trozo de la carta, escrita y dirigida personalmente a su padre muerto y enviada mucho tiempo atrás y claro, escrita en una ínfima lengua extranjera que este oficial seguramente no entendería aunque ya había recorrido mucho mundo. Además de eso sólo tenía consigo la fotografía seguro le habría gustado al oficial naval, pensó ella, pero no se la habría dado aunque hubiera tenido que viajar sin pan y a la intemperie.
Qué habría podido darle al oficial, o a cualquiera en este mundo, para que el viaje fuera más tolerable, se preguntó de nuevo probablemente. Pero entonces no quiso admitir que ya conocía la respuesta.
“Qué linda eres”, oía de nuevo, como si el viento siguiera dispersando las inusuales palabras que hacía tanto tiempo no oía por las cubiertas del barco. Ahora tenía de veras frío, sentía que los huesos se le helaban y crujían como en el mar de hielo se quebraba y viraba el casco de hierro del barco.
Caminaba por el lugar como si quisiera olvidar el pensamiento que la carcomía.
Miraba hacia lo lejos afuera del barco, hacia atrás, fuera del rumbo. Pero dondequiera que mirara la escena era la misma -olas, bruma, nubes oscuras-. Le parecía que el mar era sólo un pensamiento, la historia terrible, como decía su padre muerto, verdadero sólo en su cabeza.
El oficial del uniforme azul seguro le enviaría a un simple marinero para que le señalara al menos con el dedo el camino por los fríos y ventosos corredores donde no podía ir sola; todos tienen alma, cómo iban a dejarla aquí sola, se dijo de pronto, recobrando la esperanza.
Tiene que ser así, tiene que ser… se convencía.
El barco se adentraba en la noche, se oía arremolinarse el viento, que llevaba la bruma por las cubiertas anchas. Las bombillas colgadas encima de los pasillos exteriores temblaban como luciérnagas cada vez que una ola helada golpeaba el casco.
Se acordaba de las noches en que se sentaba en el umbral de la casa y contemplaba a las luciérnagas pasar por el aire suave, como si por un instante flotara entre las estrellas que palpitaban sobre si pequeño mundo, que parecía seguro. Nada nos puede pasar a nosotros dos, nadie puede quitarnos esto, se decía entonces, cuando se refrescaba el cuerpo caliente, que aún tenía el aroma de las palabras de él.
Sin embargo, ambos presentían ya, sobre todo él, Julius, fotógrafo paisajista que solía hablarle sobre la belleza, y entonces en él ya se veía algo reconcentrado, un presentimiento inimaginable para ambos todavía, un terror sin nombre de que el cielo y las estrellas que la llevaba a contemplar, se cambiaran, se oscurecieran a pesar de la secreta felicidad de los dos.
Como si sólo ellos dos, Ela y Julius, vieran ya en el cielo lo que inevitablemente iba a ocurrir.
Sentía flotar en ella un bello pensamiento, como si se separara suavemente de su cuerpo frío, que se había quedado pegado al casco de hierro. Estaba parada en el muelle y saludaba hacia el barco, que lentamente desaparecía en el horizonte; sabía que en el barco estaba ella también, pero aquello que perdura lo había dejado en la costa, oculto en la niebla que pronto cubrirá cada una de las huellas que dicen que hubo aquí alguna vez belleza.
No había ni un alma viva, como si el barco huyera sin tripulación. Si aquel que tal vez de verdad velaba por ella estaba ahora junto a ella, veía que aquí podría morir, en silencio y a la vista de nadie, del mismo modo que habría vivido si no hubiera ocurrido aquello que la lanzó al camino, como a muchos, que seguirán andando por mucho tiempo con la historia de sus vidas, de la que hablarán sólo en humildes cartas dirigidas a parientes lejanos.
Sin embargo ella, que ya no sueña en su cuerpo helado, hablará de otra manera. Su historia no se olvidará, porque en los ojos que ahora con ternura y curiosidad miran a la distancia, se intuía la libertad.
Su dulce rostro resplandecía, había algo más, como si se mirara la foto más bella atrapada en la cámara de un maestro singular.
Cuando sus pensamientos estaban ya lejos del barco, sintió que no tenía a nadie a quien decirle nada, pero ya no tuvo miedo, cuando el imponente barco desapareció tras el horizonte como si una gran mano hubiera atrapado una luciérnaga.
La vida de Eli desapareció entonces en la bruma. Con cada racha de viento vacío, húmedo y frío -como si por su cuerpo huesoso pasara la misma oscuridad que se posaba sobre el mar abierto- se iban también sus relatos.
Una racha más, una ola submarina, y sólo quedaría el pensamiento, que no muere.
3
Abrió los ojos. Sabía que había dormido mucho, como si después de una década, descansara por primera vez. Estaba desnuda, tendida en una litera angosta colgada con una cadena de la mampara del camarote. La alegró ver las nubes blancas viajando por el cielo azul. Las veía a través de una pequeña ventana circular bajo el techo. Le parecía que el casco de hierro del barco ya se había templado; afuera brillaba el sol.
No podía ver el mar, pero se imaginaba que estaba calmo, azul oscuro y muy profundo. Tan lejos de tierra firme, de casa, pensaba, no he estado nunca.
Ni siquiera cuando su padre le leía la carta que probablemente había viajado desde más lejos que donde ahora navegaba su barco, había soñado ni se había imaginado qué tan lejos era en verdad. Así que ahora, aún antes de levantarse del camastro y mirar a través de la ventana, no podía anticipar si en el cielo habría tal vez pájaros o si sería sólo el azul infinito que en alguna parte se junta con el cielo, lo que sí podía imaginar con facilidad porque había nacido en el borde de una llanura que a lo lejos también se juntaba con el cielo. Así que, pensó, ahí afuera se ve algo más, tal vez en el horizonte ya se vea la tierra sobre la que leí que es más bella y más justa.
Soñaba despierta, tenía un vago recuerdo, pero no se acordaba de verdad cómo y cuándo había llegado hasta aquí, a este camarote estrecho y bajo.
No sabía tampoco quién la había desvestido, cuánto tiempo había estado ahí tendida, pero no le daba ni miedo ni vergüenza.
Porque nada había dado, nada había ofrecido; lo único de lo que se acordaba con certeza eran las palabras del oficial de uniforme azul con barba oscura y la gran insignia reluciente, que le había dicho que era linda.
Sólo eso. Por ahora.
Cerró suavemente los ojos, pero no estaba oscuro. En su rostro, en el pelo aún húmedo, como si en él hubiera quedado atrapada la niebla, tal vez la de ayer, tal vez la de una década entera, también en su pecho y en sus piernas encogidas, se había posado la luz. Iluminaba en lo profundo del cuerpo de Eli, o ardía en ella y brillaba en el lugar, cuando la penumbra empezó a apoderarse del estrecho camarote del barco, y se fue rápidamente al mar abierto.
El barco navegaba en la oscuridad; en las cubiertas altas, en los angostos pasillos exteriores y en las entrañas ocultas de las profundidades titilaban lamparitas, pero eso ella, que soñaba, no lo sabía.
Soy el barco, pensó. Después estuvo lejos . Veía el barco, una pequeña mariposa nocturna que volaba en la noche sorda, sin olas, sin viento y sin nubes.
Unos días antes de navidad llegó una carta en un sobre blanco con borde azul. La trajo el cartero; dijo que estaba dirigida a mi papá, lo que por supuesto enseguida leí también, cuando la recibí en la puerta. Recuerdo que había vuelto a empezar a nevar con fuerza. La calle, que subía escarpada desde el pueblo hasta nuestra casa en la montaña, estaba cubierta de nieve. La huella de la bicicleta del cartero había desaparecido como si nadie hubiera venido aquí en mucho tiempo. Miré junto al pequeño cuerpo del cartero hacia el cementerio que se extendía en la falda, un poco más abajo, las cruces y los ángeles estaban blancos.
Me preocupó mi padre, que esa semana era la segunda vez que viajaba a Sóbota en tren. Iba a vender sus imágenes de santos talladas, sus adornos para árboles de navidad y sus angelitos blancos y dorados, que las señoras de Sóbota regalaban a sus amigas y a los niños. Cuando tomé la carta en mis manos, ya respetuosa, pensé que papá se alegraría seguramente cuando por la noche volviera a casa cansado y aterido. Sabía que también ese año me pondría bajo el arbolito un libro para niños, envuelto en el grueso papel rojo que conseguiría en lo del tendero Mayer, el judío, como le decían, que tenía su tienda en el centro de Sóbota. Justamente con él tenía un acuerdo de negocios mi papá: para las fiestas le entregaba sus productos artísticos, como llamaba el tendero Mayer con entusiasmo a las bonitas imágenes navideñas. Los días previos a la navidad, el señor Mayer las ponía todas en su gran vidriera, justo sobre la calle principal de Sóbota; mi padre se regocijaba en silencio y aprovechaba las ventas. El grueso papel de envolver rojo era el regalo del tendero por los prósperos negocios que hacían los dos en el corto período de las fiestas.
Mi padre dijo discretamente al tendero que tal vez podrían acordar una oferta adicional, pues mi padre también era versado en la talla de santos y diversos patronos de iglesia, así por ejemplo estaba dispuesto a hacer para el señor Mayer una imagen de mayor tamaño de San Nicolás, patrono de la iglesia parroquial de Sóbota, o una imagen de María con el niño, y por último, aunque no por eso menos importante, podía ofrecerle al tendero la estrella de David, por supuesto en color amarillo. La pintaría su esposa Ana, mi mamá, que es muy cuidadosa y precisa para esta tarea tan sensible, como usted sabe, decía mi papá.
“Porque,” agregaba mi papá de un solo tirón, “aquí hay muchas iglesias”.
“La niña estará contenta con el regalo de su papá,” decía el tendero Mayer, y apoyaba el libro bien envuelto sobre la mesa.
“Todos los santos que he puesto en los altares de las iglesias de nuestro pueblo”, decía mi papá en lo de Mayer, “los pinta a mano mi esposa, que tiene sensibilidad para los colores,” repetía. “Si sale en viaje de negocios o con la familia en un paseo por las afueras, vaya a ver alguna de esas pequeñas iglesias o capillas. Ya sabe que en las iglesias luteranas no hay, aunque los papistas hoy día encargan cada vez menos,” decía mi padre. “Ya no hay paz en la bodega de Dios, como decimos por acá, se siente que llega el mal también a estos parajes. Perdóneme, dejemos eso ahora que estamos en tiempos de fiestas. El sábado me gustaría volver a venir, con usted se puede hablar, espero que nos pongamos de acuerdo también para las próximas fiestas,” seguía mi papá.
Entonces, cuando llegó la carta, nuestro árbol de navidad ya estaba cortado, sólo faltaba adornarlo; yo estaba feliz, después, por la noche, papá pondría bajo el árbol un nuevo libro, envuelto en el grueso papel rojo.
Por entonces ya casi había perdido la fe.
“Llegó desde lejos, fue enviada ya antes del invierno, rara vez entregamos cartas que llegan desde tan lejos, por eso vine personalmente,” dijo el jefe de correos de Šalovci que seguía parado en la puerta.
No respondí. Caían capas de nieve, cada vez más grandes.
“Sólo vine por esta carta. Esperaría en su casa a que escampe, me va a costar bajar hasta el valle en bicicleta, aunque me esperan abajo.”
“Mi papá llegará de Sóbota cuando venda los santos y los angelitos,” dije, y cerré la puerta, porque estábamos las dos solas, yo y mi mamá enferma.
Se levantó y puso los pies en el suelo de hierro del barco. Estaba oscuro, oía las rachas de viento y los quejidos del hierro. En alguna parte, abajo en el interior del barco, se oían ruidos como si los marineros rompieran hielo a los hachazos.
Se paró en puntas de pie y miró a través del ojo de buey, afuera había tormenta. Gruesas gotas caían por el vidrio.
El barco llora, murmuró.
De nuevo tenía frío, estaba completamente desnuda. Recordaba el sol y las nubes blancas, pero no podía saber cuándo los había visto.
¿He soñado?
Lo primero que probablemente adivinó fue que su maleta había desaparecido, con los vestidos; no alcanzó a pensar en la carta y la fotografía que estaban en ella.
Tenía sed, mucha sed, como si hiciera semanas que no probara el agua. En la penumbra encontró un lavabo pequeño, se inclinó para beber. Abrió el grifo, que tenía un pico de goma colgando de la llave. Corrió un hilo de agua sucia de mar. Vomitó bilis. Con esta agua ni siquiera podía lavarse, tanto menos saciar la sed. Tenía que salir del camarote, al aire libre, aunque estuviera desnuda y descalza.
El corredor era muy angosto y largo, pensó que conducía de una punta del barco a la otra. A los dos lados del pasadizo se sucedían angostos camarotes, todas las puertas eran de hierro y estaban entornadas. Lejos hacia adelante -le pareció que el corredor bajaba, probablemente hacia la cubierta inferior-, la única lamparita alumbraba colgada del cielorraso.
Se envolvió con una manta sudada y mugrienta, la única que encontró en el camarote vacío. Primero quería saciar su sed, tomar agua fresca y limpia, después iba a buscar a un marinero, tenía que encontrar uno en cualquier momento, pensaba, pues sabía que la tripulación era numerosa. Los había visto cuando abordó el barco.
Pediría amablemente a uno de aquellos hombres en ropas de trabajo grises, que tan resignadamente cumplían las órdenes de los oficiales, que la ayudara a encontrar la maleta. Seguramente habría quedado afuera, o ya la habrían llevado estos honestos hombres al camarote que la esperaba probablemente en alguna otra cubierta, se consolaba.
Cuando llegó hasta la única lamparita, se detuvo. Veía tan sólo un túnel vacío que se perdía en la oscuridad. Si ahora quisiera hallar el camino de regreso al camarote que había dejado, difícilmente lo encontraría: todas las puertas eran iguales. Aunque estaban numeradas, lo cual sólo notaba ahora que estaba bajo la luz, no recordaba el número del camarote del que había salido.
Si debía volver, golpearía en cada puerta, en algún lado estaría el camarote vacío, de eso estaba convencida. Golpea siempre y espera con paciencia, que te llamarán, le decía su padre.
Subió por las escaleras que encontró en el corredor paralelo, también oscuro y largo. Le parecía oír voces, palmas que se confundían entre los golpeteos que provenían de lo profundo del barco. Siguió la voz con determinación. Aún no encontraba a nadie, lo cual no le preocupaba todavía. Estaba parada en lo alto de la escalera, pero allí no había ningún pasaje. Abrió una pequeña puerta de hierro; pensó que vería la cubierta o más allá, el mar abierto. Tras la ventana había una oscuridad cerrada. En el borde del marco se juntaba la espuma. Estaba en lo profundo del mar, en algún lado en el fondo del casco del barco. Apoyó el rostro suavemente en la oscura ventana, se le detuvo la respiración.
Un rostro lívido con los ojos muy abiertos la miraba del otro lado, lentamente se hundió en el mar oscuro y frío sin fondo.