Pánico (Panika, 2003), de Desa Muck
Pánico es la historia de Vera, una mujer que se acerca peligrosamente a la crisis de la mediana edad y a quien su vida laboral y familiar no llena. Su marido se ha convertido en un mero murmullo de fondo su hija pasa por la dura edad del pavo. Por ello, Vera está dispuesta a mandar todo al garete por volver a sentir una última vez la magia del enamoramiento. En esta novela de Desa Muck, reconocida escritora eslovena, Vera nos cuenta en primera persona su camino hacia una más que posible autodestrucción con grandes dosis de frescura y desenfado y un humor irreverente y original, dándole una extraordinaria vuelta de tuerca al concepto de novela romántica.
1
—¿Y de amores qué? —pregunté, y eché un vistazo a los ojos del vidente.
Mostraban asombro. Era bastante comprensible, teniendo en cuenta que antes solo le había preguntado por mi salud y la de mi marido (y también si algún día movería el culo y terminaría sus estudios de Medicina o pensaba conducir la ambulancia hasta el día de su muerte), además de por la salud de nuestra hija, Marinka, y cómo le iría en la escuela.
—¿De amores?
—Sí, de amores —dije desafiante.
A fin de cuentas, ya tengo treinta y ocho. Y al menos hace ya diez años que un hombre no me mira así como si… bueno, así. El vidente miró fijamente las cartas largo rato y dijo con cautela:
—Como ya hemos dicho, me salen problemas en el matrimonio, pero parece que no son insalvables. Es verdad que aquí tiene al oficial, pero aquí le entra el sol, así que en realidad pinta bien…
—¡No pensaba en mi marido! —dije, y lo miré, precavida, con la cabeza gacha.
La calva le relucía bajo el negro pelo, tieso de la gomina. Barajó otra vez las cartas y me las echó de nuevo. Exclamó satisfecho:
—¡Pues sí, es verdad! ¡Aquí está! ¡Un hombre! Se han visto varias veces ya. De hecho, se conocen desde hace mucho. Él la observa ya desde hace un tiempo y piensa en usted, pero no se atreve a dar el paso. Probablemente porque está casada.
—Probablemente.
—¡Bueno, mire usted misma!
Empujó hacia mí una carta en la que, entre plantas exóticas, había pintado un hombre desnudo con largos y oscuros rizos y a cuyos pies yacía un león, con unos cuantos animales salvajes más tirados alrededor. Como Tarzán bajo el árbol del conocimiento. Pero definitivamente, sin duda alguna, un hombre.
—Pues este hombre está divorciado o planea separarse justo ahora. Es claramente muy infeliz y habrá que ser cuidadoso con él, porque las mujeres ya le han hecho mucho daño.
—¿Y aún así piensa en mí?
—Sí. Es atraído directamente hacia usted. Mire, tiene la cara girada hacia aquí.
Esta es usted.
Señaló la carta que estaba al lado de la de Tarzán, en la que había pintada una señora igualmente desnuda, con un exuberante pelo rojo que le llegaba hasta la cintura. Alrededor de ella volaban pájaros y unos corzos se arremolinaban junto a sus tentadoras caderas; el sol y la luna se le sonreían. No se me parecía para nada.
Luego, quedé a tomar un café con Tamara.
—¿Y tú crees en esas memeces?
—Yo qué sé… He estado pensando… Ha dicho que el hombre este tiene un poco alma de artista, que ama la naturaleza… No conozco a nadie así. Pero me sentaría muy bien —contesté.
—¡No me jodas! ¡Si Rudi ya es demasiado para ti! ¡No te vas a echar encima otro tío! —dijo horrorizada Tamara, dos veces divorciada.
—¿Sabes qué? —dije con voz dramática, que en mi caso suena como un pitido tembloroso—. ¡Llevo ya un tiempo harta de todo! ¡De la vaguería de Rudi, de la pubertad de Marinka, de las ollas, de las vacaciones en la caravana con ensalada de tomate y pimientos rellenos para toda la semana, de todos los putos cumpleaños y navidades! En todas las fotos familiares, si es que estoy en ellas, salgo llevando cosas a la mesa con la jeta colorada. Siento como si tuviera dentro de mí una caverna enorme. Soy Altamira. Todo vacío. Estoy cansada. Esto es lo que he pensado: si estuviera enamorada, al menos mi vida tendría sentido. Ya no sería tan mortecina y desvaída. Estoy convencida de que recuperaría la energía. Recuerdo cómo era cuando todavía lo estaba de Rudi. Podía estudiar, tener un trabajo de estudiante, salir de fiesta. Hacía todo con tanta facilidad y alegría… Echo de menos esa sensación. Simplemente me gustaría estar enamorada una vez más. ¡No puede ser que mi vida se haya acabado ya!
Me alteré muchísimo. Tamara dijo:
—¡Estás jugando con fuego!
Y así comenzó todo.
Por la noche, quedamos en nuestra casa con los Rožanc, Klara y Mitja, un matrimonio experimentado, casados desde siempre. Marinka miraba la tele con la boca abierta y auriculares en las orejas, enrollándose en los dedos unos mechones recién teñidos de naranja chillón. Aunque apenas tiene catorce años, le he permitido teñirse por la mala conciencia que tengo de estar demasiado poco en casa. Había hecho una tarta de queso y cortado un poquito de embutido que había traído de la tienda de delicatessen para que también mi amigo Mitja se saliera un poco con la suya. Es que Klara es vegetariana, en casa zampan todo el tiempo cosas parecidas a la fárfara con diferentes aliños. Ellos reñían sobre la película que habían visto en la televisión la noche anterior y yo no podía recordar de ninguna manera qué hacíamos Rudi y yo en ese momento. Últimamente olvido todo, como mucho, una hora después, porque todo es siempre más de lo mismo.
Mitja afirmaba que la película era aburrida y no tenía sentido.
—Se ve lo poco concienciado que estás y que no comprendes los mensajes profundos. ¡Si no hay disparos, para ti no es una película! —Klara estaba visiblemente alterada, como si Mitja hubiera matado una camada de focas la noche anterior.
—¡Cuidado, que no se te caiga el tercer ojo y no te explote algún chakra! ¡El del ama de casa, por ejemplo!
Me reí entre dientes, si bien oficialmente debería estar del lado de la mujer. En ese momento Mitja y yo cruzamos las miradas, como aliados. Tanto, tanto que inmediatamente tuve que defender de manera decidida a Klara diciendo que no había un ama de casa tan perfecta como ella. Que en lugar de ponerle un monumento, o al menos una fuente en forma de balde, encima hacíamos burla de ella. Siempre tiene la cocina tan limpia como un laboratorio microbiológico de la NASA, le crecen las plantas como si las regara con Viagra y sus dos hijos son tranquilos, educados y prometedores (al contrario de Marinka, a quien llevamos ocho años rogando de rodillas cada mañana que vaya a clase). Klara es espiritual, comprensiva, lucha por los derechos de los oprimidos y la conservación del planeta. En resumen, una mujer que impone. De profesión es psicóloga infantil, y Mitja periodista y editor de la sección cultural del diario La mañana. Yo soy enfermera en un centro de salud… Bueno, lo era, pero ya hablaremos de eso más tarde.
Cuando los hombres empezaron a rezongar de política con voz solemne, Klara y yo nos fuimos a la cocina. Marinka seguía mirando con ojos saltones la pantalla y me entró un fuerte amor hacia mi patosa mariposa, que a duras penas abandonaba su crisálida. Recuerdo muy bien esa noche. Los azulejos azul oscuro de la cocina y los armarios de un amarillo vivo. Hace más o menos un milenio, cuando Rudi y yo montamos la cocina, me pareció que éramos algo especial eligiendo esos tonos fuertes y arriesgados. Pero, en ese momento, la miré a través de los ojos de Klara: infantil, desmesurada; un verdadero circo de cocina. Me embargó aún más la sensación de que era necesario cambiar a fondo algo en mi vida.
Klara, la siempre útil Klara, enjuagaba los vasos. Yo estaba sentada a la mesa y me abrí una cerveza. Le conté cómo me había ido con el vidente.
—Yo creo totalmente en estas cosas —dijo Klara—. Todo está marcado y dictaminado de antes. Algunas personas lo pueden sentir, aunque solo algunos pedacitos, no la imagen completa. Por eso hay que tener cuidado. No puedes caer bajo el influjo de lo que te ha dicho, porque no sabes de qué se trata en realidad. No es una casualidad que no nos haya sido dado el ver los secretos del futuro.
Klara lo tiene siempre todo claro y, ya que hablamos de casualidades, no es raro que tenga ese nombre.
—Pero no sé por qué quieres un amante. Eso me parece lo más importante —continuó con un trapo en la mano, mientras mi cocina se convertía en otra cocina y yo cada vez me sentía más de visita.
—Yo qué sé… Rudi… ¡En cierto modo ya ni nota mi presencia! —me quejé.
—Yo diría más bien que tú no notas la suya.
—Si es que no hace nada para que la note. Es como una vieja chaqueta que lleva diez años colgada en el perchero de la entrada.
—A veces hay que coser un nuevo cuello a la chaqueta, cambiarle el forro por otro de color más vivo… ¡y está como nueva! —opinó Klara.
—¡O llevársela a la Cruz Roja! Que otros la puedan aprovechar o que le cambien el forro como les venga en gana —opiné yo.
—Te entiendo… —suspiró Klara—. Tampoco para mí es un camino de rosas con Mitja. La vida de pareja es una cosa compleja. Cambiamos, crecemos, y así hay que entender también las relaciones. Si Rudi y tú tenéis problemas, podemos hablarlo todos juntos. Ya sabes que soy del oficio.
Se le puso su careto ese de persona comprensiva, con lo que de golpe y porrazo me entró un cansancio infinito y preferí empezar a preguntarle por los productos de limpieza que usaba. Después de las relaciones, ese era su segundo tema favorito.
II
Al día siguiente, durante el café de la mañana, escuché al doctor Manfreda describir por cincomilésima septuagésima segunda vez la increíble, casi mística, inteligencia y sensibilidad de su perrita.
—Una vez que pasé un virus, ¡Cvetka sabía exactamente cómo me encontraba! Estaba todo el día tumbada junto a mí en la cama. ¡No iba ni a beber agua! Los animales lo sienten.
Al doctor Manfreda lo había dejado su mujer tres años antes por el profesor que la estaba preparando para el examen de conducir. Todos nos mostramos muy consternados, pues nadie esperaba algo así de Irenita, su callada y obediente mujercita. Pero luego, prácticamente de la noche a la mañana, adelgazó, se tiñó de rubia platino y se embadurnó con gruesas capas de maquillaje. Todas las compañeras de trabajo del doctor Manfreda estábamos de acuerdo en que jamás caeríamos tan bajo por un hombre como para cambiar nuestra imagen. Obviamente Manfreda no había superado aún su fracaso matrimonial, pues solo hablaba de su perrita, ya que el resto de temas, incluidos los desastres naturales y las elecciones, le recordaban a Irenita.
Entonces, Marta, que está casada con un futbolista y por eso se atreve con todo, dijo:
—¿Pero por qué fantasea todo el día con Cvetka? ¡Si es solo un perro! ¡Búsquese una mujer, doctor Manfreda! ¡Ya va siendo hora de que lo casemos!
—Oh —dijo, temeroso, Manfreda, y de repente se le quedó un aspecto verdaderamente adorable. Se le dibujaron dos círculos rosáceos en sus pálidas mejillas y sobre sus ojos asustadizos, que normalmente parecían de un descolorido esmalte azul claro, temblaron unos transparentes párpados.
—Oh —dijo, entonces, Manfreda, y juntó sus manos blancas como la nieve—. Pero si yo lo haría, si encontrase a alguna como Vera…
—¡Eso hoy en día no es problema! Te vas a divorciar, ¿a que sí, Vera? —soltó Marta.
De forma inesperada, desde algún lugar y sin ningún motivo, llegaron las palabras del vidente y se acomodaron en mi cabeza: “A este hombre las mujeres le han hecho mucho daño”.
Miré de reojo a Manfreda, quien, apurado, se pasaba de mano a mano la taza vacía y miraba pícaramente en mi dirección. Tenía alma de artista (a fin de cuentas tenía abono en el teatro) y además era amante de la naturaleza, puesto que tenía perro. Recordé también que el vidente me había dicho que ya conocía de antes a mi futuro amante y que este se sentía atraído hacia mí irremediablemente. De esto último no estaba totalmente convencida, pero desde siempre Manfreda había sido muy, muy amable conmigo.
¡Dios mío! ¿Y si es él? ¿Y si es Manfreda el hombre de las cartas? ¡Todo cuadra! Es verdad que no es tan varonil como la figura de las cartas, pero el león tumbado a sus pies, entregado, podría tranquilamente representar a la perrita, Cvetka. De pronto cundió el pánico en mí. Salí disparada de la silla, me disculpé y eché a correr al baño. ¡Maldición! ¡Ay, demonios! ¿Cómo podía no haber notado antes que me amaba? De hecho… ¡que nos amamos! Es que probablemente yo también lo ame, ¡solo que no me había dado cuenta hasta ahora! ¡Por supuesto que sí! Ahora que lo pienso, a lo largo del día me acuerdo de él con frecuencia, sin motivo, y siempre me he sentido bien en su compañía. Tan relajada y como en casa… Había que reconocerlo, largo tiempo me había ocultado con éxito todos estos sentimientos. ¡Y justo Manfreda! ¿Cómo me voy a acostumbrar ahora a ser amantes, después de diez años trabajando juntos? Bueno, a ser… Si lo somos… Inspiré profundo y unas visiones muy convincentes me arrastraron consigo. Manfreda… Bueno, Dušan… al parecer tiene un piso muy bonito en el centro. Yo nunca he estado en su casa, pero desde allí tendría el trabajo más cerca, y Marinka la escuela, y también tiene una casa de campo muy coqueta en el sur. Ahí ya he estado; una vez, nos invitó a todos los colegas del trabajo a una barbacoa cuando Irenita aún reinaba en su casa y nos servía, tan humilde e imperceptible como si hubiera enanitos en la casa. Ya me veía yo como anfitriona bajo la parra de allí: sirviendo un vino de la zona, cortando embutido casero y Manfreda, Dušan, saltando alrededor de la parrilla como un grillo. Solo Dios sabe si Cvetka, la perrita, me aceptará…
Volví a nuestro consultorio, aún roja como un tomate. La sala de espera estaba llena. Recogí las tarjetas sanitarias de los pacientes y justo estaba sacando los historiales del armario cuando el doctor Manfreda, Dušan, me llamó a su consulta.
—No te habrás molestado con lo de antes, ¿no, Vera? —me preguntó mientras giraba su pluma entre los dedos.
Esos suaves dedos, con finas pecas y un vello claro, quizás me tocarían pronto. Por todo el cuerpo. Me sonrojé.
—No, doctor Manfreda… Dušan… Yo misma también me habría buscado una pareja exactamente tal y como es usted si hubiera sabido antes lo que sé ahora…
—¿Cómo? Pensaba que estabas satisfecha en tu matrimonio. ¿No habrán surgido problemas? Si no es una pregunta demasiado personal, claro…
—No, para nada. Rudi y yo unos años ya… Pues que seguimos juntos solo por costumbre.
Me miró de manera alentadora, así que dije:
—¡De hecho, estoy pensando muy seriamente en divorciarme!
Solo para que supiese que tendría vía libre. Ahora le tocaba a él dar el siguiente paso. Suspiró compasivamente.
—Siento escucharlo. Es increíble qué pocos matrimonios aguantan hoy en día…
—Cierto.
Después, aguanté un poco más delante de él y metí tripa.
—Puedes llamar a los pacientes —dijo, mirándome con dulzura a través de sus gafas de montura plateada. Estaba ya en la puerta, deseando no tener la falda arrugada en ese momento y siendo plenamente consciente de que llevaba sandalias abiertas y últimamente no tenía la pedicura muy bien hecha precisamente, cuando me llamó:
—¡Vera! ¿Qué tal si vamos a tomar un café juntos en los próximos días?
—¡Cuando sea! —contesté, seguramente demasiado rápido y con excesivo ímpetu.
Entonces, todo cambió. Los pasillos sin personalidad del centro de salud se volvieron de repente acogedores y reconfortantes, justo como deberían ser en una institución así. De la noche a la mañana, en la sala de espera solo había sentada buena gente a la que en ese momento la vida los ponía ante una dura prueba. Sentía compasión por ellos como por un familiar muy cercano, si bien hasta ayer muchos de ellos me resultaban cargantes. Ahora apenas podía contenerme para no abrazar a los que llamaban a la puerta, cuando antes me entraban ganas de mandarlos a su casa. Todas las mañanas guiñaba un ojo con complicidad al enclenque abedul de delante de la ventana que me tapaba las vistas. Me di cuenta de cuánto aprecio tenía a mi viejo escritorio, con sus cajones chirriantes; ordenaba con amor los historiales en mal estado y los pegaba con celo. Como si me hubiera despertado en un mundo nuevo, mucho más cariñoso, que flirteaba conmigo a cada paso. Pero lo más novedoso de todo era el doctor Manfreda. ¿Dónde se había metido tanto tiempo? Lo que más me empezó a interesar era lo que ocultaba bajo el uniforme de médico. Una vez que se inclinó sobre una paciente que se había golpeado en un ojo con una rama, tenía los músculos de la espalda tensos en su justa medida. Una vez que cosía el arco de la ceja a un joven pendenciero, me quedé mirando fijamente cómo sus dedos sujetaban suavemente la herida, imaginándome cómo me tocaba con ellos los lóbulos de las orejas.
—¡Enfermera!
—Dígame.
Me di cuenta de que seguía ahí parada como un pasmarote mirando sus manos. Cubrí rápidamente la herida con una gasa y le puse una tirita. Él se acercó mucho a mí y me susurró:
—Has olvidado desinfectarlo.
Más tarde, intenté pedirle disculpas, puesto que en todos estos años nunca me había ocurrido nada así en el trabajo.
—Te entiendo… Ya me contaste tus problemas en casa. Somos simples personas, también en la sanidad.
¡Qué comprensivo! No me extraña que su perrita lo ame incondicionalmente.
Al volver del trabajo iba pensando en cómo sería mi primera cita con Dušan y qué me pondría para la ocasión, así que no percibía mucho del mundo a mi alrededor. Por eso, me quedé mirando como una idiota a Mitja, que apareció de repente frente a mí.
—Pero, Vera, ¿a ti qué te pasa? —dijo, y me echó el brazo por encima de los hombros.
—¡Estoy enamorada! —salió disparado de mí. Hasta yo misma estaba sorprendida.
—¡¿De quién?!
—¡De mi jefe!
Me llevó a un bar cercano y nos pidió un whisky. Entonces, le expliqué todo.
Me escuchó con atención.
—¿No es un poco raro eso, teniendo en cuenta que lleváis trabajando juntos tantos años? ¿Cómo es ahora posible, repentinamente, tal pasión? —preguntó con precaución.
—Yo qué sé… Cosas que pasan. Lo más importante es que pase. ¿Te puedes imaginar que no pasara?
Me miraba con verdadero interés. Tanto como si se fijara de verdad en mí por primera vez. El laborioso ratón, ajetreado todo el tiempo en algún punto de su camino, había hecho algo inesperado, como por ejemplo hacer pasar rodando un despertador en lugar del habitual grano de trigo.
—Entonces, ¿piensas engañar a Rudi?
Asentí entregada.
—¿Y qué otra opción tengo? Ya sabes cómo están las cosas entre Rudi y yo…
—No, no lo sé. Pensaba que todo estaba bien entre vosotros. ¿Y no tienes miedo de arruinar tu matrimonio? Al fin y al cabo, Rudi es mi amigo.
—No se lo vas a decir, ¿no? —me asusté, aunque no tanto. Que el destino siga su curso.
—¡Claro que no!
—¡Es que por supuesto que no pienso dejar a Rudi! —mentí—. Por Marinka, al menos.
—Sí, tú solo no hagas tonterías. A nuestra edad estas cosas ya no son una broma. No tiene sentido perder algo que has construido a lo largo de toda una vida por una aventura pasajera. Hay que pensar a cuánta gente se haría daño.
Me decepcionó de verdad. Lo tenía por más abierto y librepensador.
—¿Y tú qué? —lo pinché—. ¿No dirás que nunca has engañado a Klara?
Vaciló ligeramente.
—Bueno, en realidad sí… Pero nunca se ha enterado. He tenido mucho cuidado. Como ya he dicho, no tiene sentido complicarse la vida.
Me decepcionó aún más.
—¿Y si te enamoraras de verdad, de verdad?
—Ni siquiera sé si eso es posible.
—Pero, ¿y si ocurriera?
—Pues entonces… ¡Demonios! Quizás. Pero no lo creo. Sé controlarme perfectamente y sé lo que quiero. Los líos de faldas son estresantes. Ya no tengo ganas.
Seguimos charlando un poco sobre relaciones secretas entre hombres y mujeres, nos tomamos dos whiskies más y, luego, me puso en su coche y me llevó hasta mi bloque.
III
—¡Oh! ¿Se te lengua la traba, mami? —dijo Marinka después de que la saludara lisonjera al llegar a casa.
No puedes ocultar nada ante los púberes, porque lo único que hacen en todo el día es acechar en busca de los errores de los adultos, convencidos de que son mejores que ellos en todo. Pero Rudi no notó nada, claro. Me dio muchísima lástima cuando lo vi. Estaba aún más irremediablemente ordinario que de costumbre. Saqué del congelador unas bolas de albaricoque, su comida favorita, y me interesé mucho por cómo había ido su día. Esto aún lo hacía ocasionalmente, pero dejaba de escucharlo tan rápido como soltaba la primera palabra, y me adentraba en mis fantasías o le daba vueltas a una misma idea de aquí para allá. Desde hacía mucho tiempo Rudi era un simple murmullo de fondo, como si viviera junto a un arroyo al que con el tiempo ya no oyes. En resumen, podía contarme que se había derretido el hielo de la Antártida y que en unas horas estaríamos todos bajo el agua, que yo solo decía:
—¡No me digas! ¿Y no tenían salami húngaro?
Pero esta vez colaboré activamente en su secuencia de acontecimientos del día. Me interesó terriblemente qué máquina cortacésped se había comprado su colega Stane, como si se tratara del invento del siglo. Rebosé de entusiasmo con el hecho de que Rudi hubiera utilizado la sirena de la ambulancia hasta tres veces en un día. Ante este palique, pronto le empezaron a relucir los ojos, como si una pequeña linterna se abriera paso parpadeando a través de la humareda del siglo dejada por una guerra nuclear internacional. Se alborotó con picardía el pelo de su incipiente calva y me cogió significativamente de la mano. Me dio aún más lástima cuando se me intentó acercar como un hombre, pues hacía ya mucho que él no era un hombre para mí. Además, estábamos acostumbrados a que fuese yo quien se acercaba cuando las hormonas me lo advertían, una o dos veces al mes.
Pero le dejé jugar al viejo juego, como cuando se pone el parchís en la mesa por primera vez después de la infancia. Al menos para él era así; yo no tenía ganas de verdad, claro. Fingí entusiasmo, un poco para que no se diera cuenta de que estaba enamorada de otro y un poco por mala conciencia. Por eso, me esforcé especialmente. ¡Que guarde un buen recuerdo de mí! Ejecuté diversas acrobacias y fui muy atenta y bondadosa con su pollita. A fin de cuentas, probablemente la tuviera por última vez en mis manos, en mi boca y dentro de mí, y, mientras había querido a Rudi, había sido el pene más adecuado para mí. De vez en cuando pensaba en cómo la tendría Dušan. Aunque la tuviera más pequeña que Rudi, me conformaría, pues el amor embellece, y también agranda, todo a nuestro alrededor. Me enfadé un poco conmigo misma cuando me corrí, porque de verdad que no era mi intención. Me pareció que engañaba a Dušan. Simplemente había querido escenificar un polvo de despedida digno, para que Rudi tuviera algo que recordar. Solo eso.
Luego, cuando Rudi ya roncaba satisfecho de sí mismo a mi lado, sentí hacia él una leve inclinación. Emocionada, empecé a acordarme de cómo era el sexo en nuestros comienzos. No estaba nada mal. Por ejemplo, aquella vez que fui a visitarlo a la mili. Habían pasado tres meses desde que nos habíamos visto por última vez y hasta entonces nunca habíamos pasado tanto tiempo separados. Por sus cartas, era obvio que no pensaba en otra cosa más que en el sexo. Escribía que todo el rato se le aparecían ante sus ojos algunas partes de mi cuerpo, como si fuera un rompecabezas infantil. Por aquella época leía bastantes consejos de sexólogos en revistas para mujeres. En todas partes ponía que la impotencia en los hombres era habitualmente reflejo de un deseo excesivo y del miedo a no cumplir, especialmente si la mujer significaba mucho para ellos. Este tipo de problemas sería totalmente comprensible, puesto que por sus cartas era obvio que en esos tres meses yo me había convertido en una deidad sexual para él.
Así que me marché a visitarlo más convencida de que sería impotente que de que la Tierra fuese redonda. Por eso ya lo recibí en la estación con una expresión comprensiva. Mientras observaba en la habitación del hotel con qué cuidado y precisión depositaba su ropa en la silla (¡cosa que antes nunca había hecho!), parloteaba sobre la construcción de la nueva circunvalación y trataba de mostrar tanto como podía que no tenía ninguna gana de sexo. Que de hecho solo había ido para charlar un poco y comer juntos alguna de las galletas que le enviaba su madre. Ya en la cama, le di la espalda con tacto y me hice la dormida. Luego, me echó tal polvo que durante dos días solo me pude sentar en el borde de la silla.
Los primeros años nos entraban ganas por todas partes. Nada más llegar a casa a almorzar, se arrancaba la ropa y rodábamos por la cama, el suelo, los muebles de la cocina. No me imaginaba que algún día otro pudiera sustituirlo. No estuve con muchos hombres antes de él. Solo con dos. Primero, con el que perdí la virginidad de la forma más imbécil. Tenía dieciséis años y me parecía urgente tomar medidas en esa dirección, especialmente porque llevaba dos años mintiendo a mis compañeras de clase con que ya no era virgen. Eché mano a un crío de mi edad en la pastelería en la que se juntaba la chavalería. Estaba tan desesperado e impaciente como yo y nos fuimos a su buhardilla para entrar unidos en la vida adulta, si bien no es que nos gustáramos mucho. Era obvio que había recibido de sus colegas una información bastante rara acerca del sexo. Dijo que la mujer tenía que estar ejercitada al máximo, sobre todo en las caderas; si no, no estaba preparada en absoluto para su primera relación sexual. Así que primero tuve que pasar un examen de gimnasia de suelo. Realicé ante él mi versión del espagat, del pino y del pino puente. Luego, nos tumbamos en un viejo colchón cubierto con papel de periódico y, después de que me hiciera separar las piernas lo máximo posible, entró en mí. Tenía las manos tan sudadas que le goteaban, pero por suerte no las usaba. Entonces, todo ocurrió rapidísimo. Se abrió la puerta y junto al marco apareció un hombre enorme en pijama que chilló:
—¿Pero tú qué haces, niñato pervertido?
Nos levantamos bruscamente y nos apresuramos a ponernos algo encima. El padre del chico dijo que teníamos cinco segundos para desaparecer. Salimos afuera a toda prisa, medio desnudos. En el pasillo nos esperaba también la madre del chico con una escoba. Empezó a fustigarme y a gritar:
—¡Sucia ramera! ¡Deja a mi hijo tranquilo!
Estuve una semana sin atreverme a salir a la calle y al chico no lo volví a ver. Ni siquiera sé cómo se llamaba.
En el tercer año del ciclo medio de Enfermería me enamoré locamente de Tine. Era el rey de las discotecas. Coche deportivo y medianamente guapo, pero con una labia extraordinaria. Con él, toda mujer tenía la sensación de ser la elegida y era alabada sobre el resto, y es fácil convertirse en adicta a esa sensación. Así, histéricamente lo asediaban bandadas enteras de adictas furiosas que exigían una nueva dosis. Una tarde, sin sospechar lo más mínimo, me lo encontré. Me enteré de que tengo una nariz judía y unas orejas griegas, lo que revela que poseo un carácter muy fuerte (vamos, que soy una mujer excepcional), y que mis ojos contienen el universo. ¿Cómo podría alguien no querer esforzarse en pasar con él cuánto más tiempo, mejor, y escuchar más cosas así? Es verdad que enseguida me dijo que aún no pensaba en relaciones serias, pero el corazón no cree en ese tipo de palabras, especialmente si salen de la boca de un hombre tan perfecto, prácticamente el representante de Dios en la Tierra. Me uní al rebaño de admiradoras exhaustas; me pasaba el día en los bares que él frecuentaba y hablaba sin parar de él con otras desesperadas. Cada vez que pasaba a mi lado, veía promesas secretas en sus fugaces miradas y entendía su “¡Hola!” como una promesa de matrimonio. Me perdía en sueños en los que nos veía rodeados de un montón de niños: nos veía por la noche, serenos, tumbados en nuestra cama de matrimonio, con la tormenta arreciando fuera, mientras que en nosotros reinaba la paz y la comprensión, y, entonces, Tine decía: “Es verdad que he estado con miles de mujeres, pero todo el tiempo te buscaba a ti”. Y después me abrazaba, etc., ¡¡¡etc.!!!
Terca de mí, tenía la esperanza de que abriría los ojos y por fin se daría cuenta de que no podía escapar a su destino. Salvar a Tine del remolino de perdición de la vida nocturna y del abrazo de mujeres inapropiadas lo entendía como una acción humanitaria internacional. Hacer de él un marido entregado se convirtió en mi misión en la vida. Hice un montón de idioteces para captar su atención, de las que me avergüenzo aún hoy. Una vez, le mentí con que me habían echado de casa y le pedí que si podía dormir un tiempo en la suya, pero él me dijo que no se iba a meter en esas cosas, que yo era menor de edad. No me vino a la cabeza preguntarle que cómo era que para el sexo si era lo suficientemente mayor. Lo esperaba hasta el alba delante de la puerta de su casa y me quedaba pálida, dejando que las lágrimas corrieran por mis mejillas, cuando pasaba con alguna mujerzuela anoréxica. Estaba convencida de que no podría mantenerse impávido por mucho tiempo ante la conmovedora imagen de mi sufrimiento, si bien pasaba a mi lado como si yo fuera un macetero para las plantas. Soñaba frecuentemente con que yo me convertiría en una mujer guapa y con éxito y él se llevaría las manos a la cabeza por no mantenerme a su lado mientras había podido. Por supuesto que lo perdonaría y volvería con él. Una vez, incluso intenté suicidarme por él.
El día anterior a mi dieciocho cumpleaños quedé con Tamara en su casa. Sus padres estaban de vacaciones. Yo lloraba incansable, afirmando que, sin Tine, mi corta vida se había acabado. Ella dijo que también le parecía que nada tenía sentido, que en casa solo se aprovechaban de ella y que todos los tíos con los que había tenido relación lo mismo. Llegamos a la conclusión de que éramos una aberración de la naturaleza; vamos, que lo mejor sería suicidarnos juntas. Nos pimplamos un poco de aguardiante para hacer acopio de valor y ella sacó un bote de tranquilizantes de su madre. Nos los repartimos a medias. Yo me tragué los míos enseguida, pero Tamara se quedó sentada y empezó a lloriquear.
—¡No puedo! —dijo.
—Vale —dije yo. Agarré su montoncito y lo engullí también.
Entonces, todo se sucedió como en una serie de dibujos animados. Tamara salió volando hacia el teléfono para llamar a una ambulancia y yo arranqué el cable de la pared con maldad. Luego, corrió hacia la puerta, pero yo fui más rápida. Saqué la llave del cerrojo y la tiré por la ventana. Cuando reparó en que estaba encerrada en casa con una moribunda, le dio un ataque de nervios. Quiso forzarme a que bebiera un litro de leche porque pensaba que eso sería bueno como antídoto. Corrí enloquecida delante de ella por la casa con la boca bien apretada, mientras la leche salpicaba por todas partes. Se puso a cocinar sin cabeza, pensando que las pastillas tendrían menos efecto con la tripa llena. Las cazuelas se le cayeron de las manos y la comida voló al suelo. Fue una escena realmente interesante.
Finalmente, acabó encontrando unas llaves de repuesto en algún lugar y se esfumó. Volvió unos quince minutos después con una ambulancia. Yo estaba de pie junto al gramófono cuando llegaron, colocando sosegadamente vinilos sobre él. Quería abandonar este mundo con un acompañamiento musical apropiado. Los tranquilizantes obviamente ya me habían hecho efecto, puesto que parecía la serenidad y el júbilo personificados, mientras que Tamara, empapada de leche, despeinada y con los ojos llorosos, era todo lo contrario.
—Y bien, ¿quién ha intentado suicidarse aquí? —preguntó uno de los de la ambulancia.
—Ella —dije—. Ya ven que está totalmente chalada.
Tamara empezó a saltar por los espaguetis desparramados, la leche derramada y los trozos de cristal, gritando que era mentira y que era yo la que se había metido las pastillas. Entonces, se puso de rodillas delante de los de la ambulancia y les rogó que me llevaran cuanto antes; si no, sería demasiado tarde. Mientras tanto, yo la miraba con compasión y sacudía la cabeza preocupada. Finalmente, se la llevaron a rastras mientras daba golpes y chillaba, y yo me quedé quieta donde estaba. Si me movía, seguro que me desplomaba sobre el suelo. Estaba escuchando Me and Bobby McGee de Janis Joplin. La estrofa “Freedom is just another word for nothing left to lose” me pareció un mensaje personal de la vieja Janis paramí. Me dije: “Así que esto es el final, Verita. Vas a morir. Muy interesante. Así es elfinal, entonces. Mira tú. Realmente interesante”.
Pocos minutos después, volvió Tamara con los dos de la ambulancia. Obviamente había sido lo suficientemente persuasiva. Como yo aún funcionaba de forma algo lúcida, decidieron no llevarme. Uno de ellos me arrastró al baño, me abrazó por detrás y me apretó el estómago para que vomitase su contenido. Y algo eché. Mientras lo hacía, él de vez en cuando me tocaba de algún modo los pechos, como si quisiera comprobar que seguían allí. Después, arreglaron el cable del teléfono y ayudaron a Tamara a recoger la cocina. Preparamos otra vez espaguetis y cenamos en concordia. Entonces, Tamara se fue a su habitación a enrrollarse con uno y el otro se quedó conmigo en la cocina, intentando de alguna forma hablar conmigo de lo que había ocurrido.
—Mañana mismo te arrepentirías si te hubieras matado —dijo—. ¡Pero si siempre se arregla todo! Ya verás, pronto llegará un día en el que te levantarás por la mañana y hará sol fuera y te sentirás feliz de estar viva.
Casi hasta me pude imaginar esa sensación.
Le conté todo sobre Tine y de nuevo quedé bañada en lágrimas.
—¡Nadie se merece eso! ¡Especialmente él! Esa persona no tiene sentimientos; si no, no cambiaría de chica así como así. Es un irresponsable. Un mierda. ¡Una chica joven tan simpática y tan lista! ¡Ay! Con los ojos grises tan bonitos que tienes…
Los suyos, marrón claro, tampoco estaban nada mal. Me los guiñaba tan amable…
—¿No te da pena? —continuó—. ¡Todavía tienes toda la vida por delante! Después, charlamos un poco más sobre el destino y el sentido de la vida; bueno, yo más bien dormité hasta que los llamaron para una intervención.
—Te llamaré para ver cómo te va —dijo al despedirse.
Luego, me pasé durmiendo mi dieciocho cumpleaños. Una semana después, el de la ambulancia realmente me llamó. Se llamaba Rudi y siete años más tarde se convirtió en mi marido.