De Paloma negra (Paloma negra, 2013), de Miha Mazzini
La novela de Mazzini Paloma negra (2013) se ubica en el periodo de postguerra y pone en el primer plano al coronel David, que a pesar de estar acostumbrado a la violencia, de repente ya no puede seguir firmando las órdenes de ejecución, rompiéndose bajo el peso de la conciencia. A causa de este cambio y para castigarlo, las autoridades lo mandan a un pueblo apartado en el que la vida transcurre entre las películas mexicanas y el contrabando. Al principio parece que David puede controlar la situación, pero su autoridad empieza a venirse abajo a causa de los recuerdos de su niñez y del secreto que surge de su vida pasada.
A Mazzini en esta novela le interesan las cuestiones ideológicas y su influencia en la vida del individuo. A pesar de tratar temas de un pasado colectivo que plantea como un conflicto individual, su reflexión una y otra vez se orienta hacia el futuro. La novela es fruto de la investigación del autor sobre el éxito de las películas mexicanas en la antigua Yugoslavia en el periodo de postguerra, llenas de diálogos y de mezcla de géneros, abarcando temas históricos, psicológicos y filosóficos. Una novela polifacética con un final abierto.
Los vecinos habían ocupado sus asientos antes de las siete, aunque el rojizo sol todavía estaba vacilando. En las primeras líneas los jóvenes, los campesinos en medio, los hombres de Mihael por detrás. David se sentó al lado del proyector. Tiraba las colillas a la hierba, de manera que era difícil distinguirlas de las flores de margaritas. Se agachó y quitó una flor. Durante unos segundos la estaba observando antes de evocar en la memoria los pétalos que solía arrancar al inicio de su adolescencia, a escondidas, en el sótano, después de haber encontrado en una novela el juego de me quiere, no me quiere. Sabía que se trataba de una estupidez, pero aun así no podía contenerse. En pleno Trieste no crecían margaritas, así que tuvo que andar bastante hasta encontrarlas. Y luego tampoco se atrevía a quitar ninguna porque pasaban a su lado los transeúntes. Hacía como si tuviera que atarse los cordones y atrapó una con los dedos nerviosos, de manera que rompió la flor. Durante un cuarto de siglo no se había acordado de esto, aunque el presagio parecía prometedor. Llevaban coqueteando en el Corso, una vez lo hicieron en la iglesia, no obstante ahora apenas podía recordar su cara. Cabellos muy rubios in una piel que pedía un parasol sobre la cabeza. El resto era un vacío. ¿Logró sobrevivir la guerra, seguiría viviendo en Trieste? Quizá en este mismo momento estaba paseando por el Corso o bien estaba yaciendo en uno de los cementerios triestinos, tal vez cerca del Fouché, el revolucionario convertido para quien el general no pudo encontrar ninguna palabra buena. Napoleón le había parecido un ángel del mal imperialista y su ministro de policía con su tipo raquítico, cara estrecha y prolongada, un hombre de sombra que edificaba las escaleras para su marcha de dictador. Fouché había construido un estado de chivatos y espías en el que cada uno desconfiaba del prójimo, donde los secretos estaban tejiendo una red que a través de círculos y nudos desembocaba en las manos de un solo hombre. Cuando una tarde de noviembre estaban hablando en la casa del general y el piso ya estaba tan repleto del humo de tabaco que las caras aparecían de entre las brumas azuladas como la costa en los meses de abril, el profesor reconoció: “¡Había escupido sobre su tumba!” Y David no se atrevió a decir que Fouché quemó públicamente sus archivos antes de tumbarse en el lecho mortal.
Abrió la boca y el resto del cigarrillo se cayó sobre la hierba aplastada. Su propia membrana mucosa le parecía de papel y la lengua un tajo de madera clavado, intentando huir ante el eructo agrio del estómago.
Todavía no podía evocar la cara de su primer amor. Solo se acoraba de una sensación de fatalidad, de un deseo vehemente de estar con ella, de una conciencia de no poder seguir sin ella. Quizá fue bueno que jamás llegaron a hablar, de ahí que no pudiera pedirle lo imposible dado que hubiera obedecido su deseo sin pensar, por muy dañoso que fuera. Toda aquella emoción ardiente que entonces juraría que le impregnaba hasta la última célula, se evaporó, dejando detrás de sí tan sólo un resto mezquino del recuerdo. Algo temblaba en el fondo del estómago y crecía hacia el corazón. Tardó en reconocer la sensación. Un anhelo por la mujer de la que no había quedado casi nada. Temeroso y de manera rápida, dispuesto a echarse atrás en seguida, se dejó llevar por el efecto como si hubiera metido al agua tan solo un dedo; a la vez se daba cuenta que no anhelaba aquella mujer sino una vida distinta. Los recuerdos nostálgicos de amores pasados no eran sino las vidas que no habíamos vivido.
“Empecemos,” dijo justo en el momento cuando pasó a su lado Aleksej quien no pudo evitar echarle un vistazo a David. El mensaje de sus ojos fue eliminado por la penumbra.
Echaron en marcha el motor y el proyector alumbró la tela en la parte lateral del camión.
“¡Ooooo!” se extendió entre los espectadores quienes lograron divisar un monte muy parecido al suyo que llevaba encima escrito “Paramount”. Siguieron los escritos y unas historietas de la vida militar en blanco-negro, mientras que desde la trompeta, fijada en el techo del camión, rechinaban los violines. No figuraban los nombres de los actores, así que David no pudo saber si le había cumplido el deseo de Ana de ver a Pedro Armendáriz. A continuación se observaba una imagen de la estación de ferrocarril y en su centro, una luz, una mancha temblante que se hacía cada vez más grande, que echó mucho humo, se acercaba cada vez más para convertirse en un tren que entró en la estación, llevando consigo también el sonido de las trompetas que sustituyeron el de los instrumentos de cuerda frotada.
Un suspiro común, las cabezas se inclinaron hacia atrás, tirando detrás de si a sus propietarios. Del tren empezaron a bajar los soldados y desaparecer en un sitio en la puerta del camión. En la pantalla ponía “México 1919”, y debajo, en subtitulo “MЕKCHKO 1919”. David esperaba escuchar los silbatos, tal y como sucedía en otros sitios adonde mandaron la copia con subtítulos en la lengua errónea, pero aquí la copia no pudo compararse a nada y el cirílico fue aceptado como parte integrante de la película.
Los cuerpos se unieron en la magia y se inclinaron hacia delante, la pantalla cambió en un imán. Se acordó del sermón de Mihael sobre los peces; delante de él estaba naciendo una manada. Mientras estaba en la isla, al menos una vez al día se fue al otro lado, a la hora de la soledad, para ver los peces. También él admiraba la belleza de muchos en uno y disfrutaba de los espectáculos que le preparaban a Tito en ocasión de sus cumpleaños.
La muchedumbre en el estadio, los movimientos que demostraban que el pueblo era el cuerpo y el líder, la cabeza. Un pensamiento que percibió casi una semana antes del encuentro decisivo en Belgrado: yo era el que podía domar las células malignas. En seguida lo reprimió para olvidarlo. ¿Acaso la ruptura no se produjo de una manera abrupta sino que llevaba madurando durante tiempo? Se anunciaba en pensamientos diminutos que se quedaban fuera del alcance de la atención y se apagaban con demasiada rapidez, como unos pabilos fuera del campo de visión.
Del tren bajó una mujer muy bien vestida y se dirigió a la izquierda, más allá del borde del camión, a la oscuridad.
David estaba observando las coronillas de los espectadores que por respeto antes del inicio dejaron sus sombreros en las rodillas. Estaba tentado
a levantarse y ver si tenían todos, como uno, abierta la boca. Dejaron de fumar. Las luciérnagas de los cigarrillos se estaban apagando una detrás de la otra y no había ninguna que se encendiera de nuevo.
David se parecía a sí mismo un doble espectador. Una parte se estaba hundiendo en la película sobre el oficial que condenaron por error, pero que a pesar de todo no quiso huir, dado que procuraba cumplir la orden, aunque esto significase llevar a cabo su propia ejecución; y la otra parte se le estaba rebelando al primero expresando su asco por todo: la patética llevada al extremo, la música, las imágenes de los personajes, los ángulos de la cámara, y todo. La exuberancia, convertida en la banalidad que quería tapar la simplicidad: la muerte llegaba sin violines pomposos. Esto lo habrían de saber también los vecinos. David estaba escuchando el español, leyendo a la vez su traducción en el cirílico. Aunque el público no era capaz de hacer ni lo primero ni lo segundo, al final estaba fijando la mirada en la parte alumbrada que el estallido del conmutador redujo a la oscuridad con mejillas totalmente mojadas. Pasó bastante tiempo antes de que la mitad de la luna ganara las consecuencias de la luz artificial y David pudiera divisar las espaldas y las cabezas.
De las montañas bajó una ola de viento que le hizo sentir frío en las mejillas. Miró en la dirección contraria del operador, disimulando que estaba buscando otra caja de cigarrillos. A escondidas y de modo rápido se limpió los ojos con la articulación del índice y bajó el dorso de la palma esperando haberse quitado todo el líquido. Apenas en este momento se dio cuenta de que había llorado; la razón totalmente serena, no obstante los conductos lagrimales obraron por su cuenta. ¿Por qué ya no veía sino las rupturas, la desagregación en dos partes, evocando con anhelo las imágenes de la unidad? Durante la película hubiera jurado tener reacciones distintas de los vecinos, pero acaba de darse cuenta de que también él formaba parte de la manada de los espectadores que poco a poco se estaba despertando del hechizo, se estaba descomponiendo en partes integrantes, empezaba a moverse, moverse en el asiento, rasgarse y quitarse las lágrimas.
“Perdón,” dijo alguien de las primeras líneas cuya voz sonaba joven, “¿pero de qué han hablado?”
“También yo quisiera saberlo,” añadió una voz de la parte trasera.
“Sí, sí, sí…” se expandía de boca en boca.
El operador escupió sobre su zapato, sacó un pañuelo del bolsillo y empezó a lucir la piel.
“Solía escupir sobre el suelo,” dijo, “pero no merece la pena. Aquella
muñeca no merecía su dinero. Tenía problemas con la espalda.”
Uno de los ayudantes ya estaba rebobinando los discos.
“¡Ana!” gritó una voz joven.
“¡Ana! ¡Ana!” empezaron a decir los demás.
Un cuerpo menudo se levantó y casi desapareció en la sombra del camión.
Dijo algo, pero sus palabras fueron tragadas por el murmullo de la muchedumbre.
“¡Pssss!” se extendió entre los vecinos y los últimos silbidos ya cayeron en un silencio total.
“Voy a traducir,” dijo, “voy a leer y traducirlo. Pero mi voz no es lo suficientemente fuerte…”
“Voy yo,” gritó alguien y salió corriendo.
Estaban esperando. El operador volvió a poner el primer disco y encendió un cigarrillo nuevo. Bostezó y se inclinó hacia David:
“Hemos vivido una guerra civil. Llevamos diez años escuchando lo distintos que somos. Pero desde que llevo haciendo esto he llegado a la conclusión de que somos iguales del todo. Pon una película mexicana y dejará de importar tu nacionalidad y tu religión. Y no ha devuelto el libro aunque en la biblioteca se lo estaban reclamando constantemente.” La … talla del hombre volvió corriendo y le entregó a Ana algo grande.
“¿ME OIS BIEN?” se escuchó su voz.
Asentían y empezaron a dar vueltas hacia el proyector.
“¡Otra vez! ¡Otra vez!” empezaron a murmurar, y a continuación exigirlo cada vez más alto y decidido.
David pudo distinguir los ojos de la última fila y sonrió al ver la miradas que todavía nos han despertado del todo y tampoco tenían la intención de hacerlo.
“Bueno,” dijo el operador.
El motor se puso en marcha, tosió y cogió el ritmo. El proyector alumbró las caras que cerraron los ojos y se dieron rápidamente la vuelta. Ana se puso al lado de la puerta del camión, se dio media vuelta hacia la pantalla, sosteniendo con las dos manos una especie de embudo. Los soldados estaban saltando del tren y desapareciendo dentro de ella.
“México 1919,” dijo.
* * *
Esta vez David disimulaba rasgarse con el índice izquierdo por la barbilla hasta finales de la película. Unas cuantas veces frotó lo que a lo largo del día creció de su barba y luego movió la yema del dedo arriba a la izquierda de la mejilla hasta el párpado. Estaba mojado.
* * *
“¡Más! ¡Más! ¡Otra vez! ¡Más!”
“Bueno,” dijo el operador, “qué remedio. Hay cosas que hace falta repetir hasta el infinito. Como con la primera novia.”
Tuvieron que interrumpir la sesión de medianoche porque se había acabado el combustible. David le ayudó al ayudante a verter el contenido de los bidones al depósito que parecía que había dejado el ejército inglés. El ayudante se fue mientras que él se quedó al otro lado del camión. Estaba sentado apoyando la espalda en la rueda y observaba la luna.
Antes de la muerte el oficial condenado sólo quería cantarle algo a su madre en su cumpleaños. El público ya en voz bastante alta murmuraba la melodía mientras que algunos ya empezaban a imitar las palabras en español que estaban uniendo de manera inadecuada.
En la espalda le apretaba el eje de la rueda y sentía el perfil profundo del neumático sobre los hombros. Inclinó la cabeza y dejó que la nuca se enfriara en la faldilla metálica. Al lado del mar, la luna le parecía más suave. Aquí se levantaba sobre él clara, arrugada y machada, le estaba mostrando su cara adolescente.
Le entraron ganas de fumar, pero se contuvo. Sentía plenamente el momento en la inmovilidad de si mismo y del entorno, el pasar del tiempo sólo lo marcaban los sonidos de la película. “¿Seriamos felices si fuéramos capaces de detener el tiempo?” Se sonrió ante su propio pensamiento extraño pero no lo evitó sino que se permitió seguirlo: “Supongamos que cinco veces en la vida tuviéramos la posibilidad de pararlo y volver a arrancarlo cuando nos cansáramos de disfrutar el momento. ¿Será que cada segundo suceden demasiadas cosas y por eso la sensación principal de nuestra vida sea la de no poder atraparlo?” se preguntó y al instante se asombró: “¿Acaso tengo la sensación de no haber atrapado las cosas a tiempo?” Se paró y esperó. Solamente podía percibir la lucha entre el verano y el invierno – de vez en cuando bajó de los montes un viento que le enfrió la mejilla izquierda y desde el valle, a su vez, la primavera devolvía la caricia.
De repente, una sensación de espereza en la lengua. Un rato de confusión, luego se dio cuenta de que se trataba del recuerdo del primer beso. Una de las trabajadoras en la fábrica donde trabajaba su padre, una aprendiza, había notado cómo le observaba y empezó a visitar a su padre con más frecuencia quien se alegraba de su atención pensando que David durante las vacaciones no tenía nada que hacer. Venía durante la pausa de merienda y abandonaba la fábrica a través del almacén. Las trabajadoras estaban sentadas en el rincón de la sala de producción, en los bancos estaban desenvolviendo desde los cestos lo que habían traído, y un día la aprendiza faltaba. Cómo le latía el corazón y qué presión sentía en las sienes al abrir la puerta del almacén y cómo estaba moderando el paso en el laberinto de los paletos de colores. ¿Acaso estaba enferma? No.
Todavía algunos días después se asombraba de lo áspera que era su lengua. “Acaso todas las lenguas femeninas son así? Tal vez sólo le había parecido?”
Nunca más había tenido la oportunidad de comprobarlo con ella, tan sólo dentro de un año empezó a constatar que más bien se trataba de una excepción.
“¡Ay, ay, ayay!” cotorreaba la bocina sobre él, rechinando en niveles más altos.
Sacó los cigarrillos del bolsillo, intentando concentrarse. ¿Le estaba ablandando la película o más bien fue la música? Se acordó de Tolstoi de quien se decía que huía ante la música porque le hacía llorar y le quitaba toda su gran energía. Devolvió el paquete en el bolsillo.
Aunque fuera la música – no fue esta porque era demasiado exagerada y banal. Más bien era una promesa de la existencia de una música aunque no la había oído y tal vez jamás oiría.
La música que a uno le quitaba todo lo que le había puesto la evolución: las abstracciones, la razón, las alienaciones y hasta las emociones complicadas. Y agarraba la misma médula del oyente y le sacudía hasta romper a llorar a pesar de estarse riendo; se echaba a reír el que estaba de luto e interrumpía los preparativos de suicidio, si acababa de despedirse de la vida. Hasta la persona más apática a pesar de sus miedos y dudas podía darle la vuelta como a un guante; era más potente de todo por ser momentánea, inalcanzable, vuelta en silencio.Inspiró el aire como si jadeara. Las dudas, el miedo y los violines mexicanos. Un momento de silencio cuya grandeza era una promesa de otros momentos parecidos, más extensos. ¡Ay, la música!
Ya no pudo permanecer sentado. Saltó en la necesidad de entretenerse, huir de la enorme tristeza de la despedida del momento de amplitud, así que le echó un vistazo a la cabina. El otro ayudante estaba durmiendo, empujando las suelas sucias hacia su cara.
Miró furtivamente a través de la carrocería donde se estaba moviendo la espalda de Ana. Sus manos con dificultad sostenían el megáfono y su voz sonaba cada vez más ronca.
Se acurrucó justo delante de la parte delantera y miró entre el faro subido y la carrocería. Constató rápidamente de que no había ningún peligro de que alguien se reparara en él. Los ojos de los vecinos estaban fijados en la proyección, las bocas abiertas, las caras empapadas de lágrimas reflejaban el temblor del fuerte foco de luz delante de ellos.
¡Qué parecido tenían! El operador mencionaba las diferencias entre los pueblos y las nacionalidades, entre las culturas y las ideologías, pero David pudo observar todavía más: la reducción de las diferencias entre los hombres y las mujeres, entre los jóvenes y los viejos. Ivan le estaba agarrando a Mihael, cubierto con su brazo, y no había deferencias en el éxtasis entre un retrasado mental y una persona normal.
El efecto de la película le sorprendió. Él había visto muchas en sus años estudiantiles y puesto que se acostumbró, fueron escasas las películas que lograron atraparle. No pudo recordar si su primera visita al cine con su padre le había provocado el mismo entusiasmo. Quizá era demasiado joven. En su recuerdo más bien estaba el verano, el movimiento de la pantalla en el cine de verano, gran escrito en la entrada CAFFE CIRILLINO y además, como no se le había ocurrido antes, una estrella de cinco puntos sobre la entrada a la sala lateral. ¿Un pentagrama? Intentaba consolidar el recuerdo, pero se le estaba deshaciendo en la niebla como un flan.
Se acordaba del campo de jugar en la calle vecina, del padre quien empujaba el columpio, de los paseos, ¿acaso todo esto fue anterior al ritual de cine de los miércoles?
La sesión era la única posibilidad de verle a su padre sin cartera de piel en la que llevaba los documentos de contabilidad. Tal vez por eso de repente con la mano izquierda libre le estaba dando a su hijo los golpes en el hombro, advirtiéndole ante las ilusiones: ante todo lo que parecía ser distinto de lo que fue en realidad. El padre afirmaba que las películas nunca le habían impresionado demasiado. Al ver algunas tosía y se meneaba los ojos mientras que los demás espectadores sollozaban en los pañuelos, y al final siempre concluía con: “Ya, otra mentira.” En las escenas con besos chasqueó, indignado, y se lanzó a hablar en italiano en voz un poco más alta:
“E solo fantasia, tutti si trovano!”Una indignación grande lo tuvo que incitar a hablar la lengua que odiaba, y que sin embargo tuvo que utilizar para hablar con su mujer y su jefe. “Un esloveno erguido,” llamaba su postura y tal vez por eso al dueño de la fábrica solo le asentía y cuando estaba con su mujer, se limitaba a callar.
Después de la sesión fueron a tomar té y zumo a la cafetería de San Marco en la plaza principal donde un camarero en librea recibía los pedidos con las cejas levantadas. El padre resumió la película con la explicación de los trucos y los engaños utilizados por los creadores, y mientras tanto sacó el reloj del bolso, cada vez más enojado por tener que pagar por las invenciones. Después de echarle la última mirada al minutero se levantó y durante el camino a la casa de vez en cuando se dejaba llevar por la emoción, poniendo las palmas en las fachadas y empujando con fuerza: “¡Esto es la realidad!” solía decir.
Una vez ellos… el padre… ¿llegaron antes?… … ¿Humo?
Un dolor en la parte izquierda del costado, al lado del corazón.
David tocó la parte dolorida y la sensación poco a poco se fue desvaneciendo en la palma de la mano. Tenía una sensación rara, como si volara, alterado, como si a través de él transcurriera una débil corriente. No pudo acordarse qué era lo que pensaba. El padre, el cine, ¿y luego qué? Otro pinchazo en el costado. Al oficial de la película lo llevaron al lugar de la ejecución.
El público se inclinó hacia delante y como uno negaba con las cabezas.
“No, no, no, no, no,” se extendió entre ellos.
No pudo quitar la mirada del efecto que ejercía la historia sobre la gente: podía volverles en uno. En un protoser que hace mucho se había descompuesto y que había empezado a individualizarse. Con ello, empezó a sentir miedo y el coraje a la vez.
Las religiones y las ideologías, pensó, no son sino historias que intentan volvernos a nuestro metaestado; la única diferencia entre ellos y la película de la pantalla estribaba en que estaban concientes del deseo de cambiar el mundo. Los escritores narraban sus historias esperando que les creyéramos mientras que los curas las narraban exigiendo ser creídas. ¿Acaso el profesor que se encontraba delante de su círculo de alumnos, cuyo primer y más fiel miembro era precisamente David, observaba las caras igual de radiantes, hundidas en un mundo nuevo y más justo que su historia dibujaba en su imaginación? ¿Tal vez el hechizo de su publico le llevó hacia delante, de manera que dejara su profesión para convertirse en el revolucionario profesional? ¿Formación en Moscú, persecuciones, prisiones? Y todo lo que uno tiene que vivir para poder levantarse ante la muchedumbre y confirmar la creencia en su propia historia. Y creía, claro, todos lo creían. De veras habían cambiado el mundo y hasta poco también David creía que llegaron a hacer realidad la historia. cambiado el mundo y hasta poco también David creía que llegaron a hacer realidad la historia. Volvió a surgir en su memoria el recuerdo de Fouché con su tumba escupida que asimismo cambiaba el mundo al crear un estado policíaco; pero la historia le juzgó y condenó sin alegar en su defensa si al obrar tuvo presente el resultado final o bien éste se le aparecía sobre la marcha, porque de otro modo no pudo ser. La historia es la primera sustancia, levadura de corazones y alimento de almas, pero cuando llega a ser madura y su tiempo pasa, cuando empieza a perder su poder, las ligaduras tienen que hacerse visibles y reales, cadenas y porras una y otra vez. “¿Acaso sólo hemos dado otra vuelta, será que dentro de cien años escupirán sobre nuestras tumbas?” Los pensamientos que el mes pasado David ni siquiera hubiera podido imaginarse, aunque tuvo la sensación de que se estaban anunciando. En los paseos cada vez más largos por la isla, en las observaciones exaltadas de las manadas de los peces, en el anhelo y envidia de su unidad. En la irritación hacia los subordinados, en el encender más frecuente de los cigarrillos, en las noches en vela.
Se escuchó el disparo, de la bocina gritaba una mujer. Se le unió el gemido de la parte femenina del público.
El rostro de María fue relajado y ablandado por la identificación con la desgracia ajena, igual que otras caras. Le escoció la mejilla golpeada.
Esto no estaba bien, de veras no estaba bien. La paz de la noche mientras esperaba la ejecución, aquel vacío de la habitación se estaba desvaneciendo. ¿Volvía a los tiempos de la confusión, volverán todas las dudas, incertidumbres, vacilaciones y una sensación general de desgracia? Con sus historias revolucionarias el profesor le daba sentido y sólo este podía unir toda la cantidad de piezas de las que estaban compuestos nuestro cerebro, nuestro pensamiento y las emociones. Después del desfile de uno de mayo perdió el sentido, como si una mano desconocida furtivamente le hubiera dado al conmutador. Quedó la nada, después de esta empezó a crecer el caos.
En el fondo del estómago percibió una sensación que reconoció en seguida. El miedo. Le envolvió el pelvis y se dirigió hacia el intestino. Se retiró detrás del camión y cubrió el rostro con las palmas de las manos. Ana dijo que ya no podía más, dejó el embudo sobre la capa, se escuchó un sonido de metal y la sacudida le traspasó.
“¡Más! ¡Más! ¡Más!” estaba escandiendo el público.
Volvieron a sonar los violines.
“¿Es posible que alguien de veras esté solo del todo?” se preguntaba David. Se acordó de una conversación con un oficial americano en una cafetería en medio de Trieste que no dejaba de ponderar: “¡El individualismo!
¿Y vosotros, los yugoeslavos, quienes sois? ¡Casi Rusos, pero no asiáticos, no obstante sí Eslavos! ¿Qué significa un individuo para vosotros?” David se acordaba también de las conversaciones con oficiales rusos, de la misión de Moscú, y era verdad que todos sonaban parecido; pero a la vez los americanos con su individualismo tampoco se diferenciaban tanto de ellos.
“Mira a ver las películas rusas,” dijo el oficial americano y levantó su mano izquierda en alto. “¡El colectivo y de nuevo el colectivo! ¡Un protagonista colectivo! ¡Y mira nuestro Hollywood!” saltó el brazo como si echara un lazo. “¡Un vaquero, un individuo, un individualista! ¡Hasta la maestra al final de la película le sobra, prefiere cabalgar hacia el occidente por ser tan individualista!”
La risa empezó a sofocarle y torcerle las palabras, tuvo que repetirlas varias veces antes de decirles para que pudieran entenderse: “¡El protagonista individual hasta prefiere masturbarse a formar un colectivo con una mujer!”
Después de varios vasos de aguardiente explicó su teoría sobre la lucha en el mundo que según él se llevaba a cabo entre el principio del hormiguero que veía en el hombre un elemento del organismo mayor, de la voluntad común, y el principio de los individuos que entraban a la sociedad concientemente para aprovecharse de la misma.
“¿Y por qué está usted aquí? le preguntó David.
“El sueldo, las mujeres, el alcohol, el mercado negro,” respondió sin vacilar.
“¿No por la lucha antifascista? ¿Por la libertad?” El oficial empezó a reírse tan intensamente que casi dejó de respirar. Brindaron y a final de la noche estaban conforme que a veces las mejores obras son fruto de peores impulsos y vice versa.
Los dos vieron obras heroicas y infamias en todas partes de los aliados, indistintamente de su ideología y origen.
El único punto de la discordia borrachera fue la pregunta qué época estaba por venir – ¿la colectiva o la individualista? Acordaron un encuentro en el mismo día del año 1960. Si venía solo uno, habría de brindar al alma del otro. Y si no hubiera venido ninguno de los dos, la camarera no podría saber que en el pasado vivía gente que se formulaba las preguntas que la trascendían.
* * *
El dolor por estar acurrucado le sacudió a David. Se extendió, se despidió con la mirada de la luna y se fue a dormir.
En la cama miraba delante de sí durante rato, y en la somnolencia se acordó de su llanto inconciente durante la película y lo mezcló con la conversación con el oficial americano. Semidormido soñaba que estaban de nuevo en la misma cafetería hablando, apretaban con la mano derecha los vasos que ponían sobre la mesa demasiado fuerte, bofeteaban con ellos la mesa, cubierta con un mantel de tela.De repente se unió a la conversación otra persona, el padre que no dejaba de corregirse y limpiarse las gafas, se le estaba rociando como si acabara de entrar en un sitio cerrado del paisaje invernal, aunque todos llevaban la ropa de verano.
El padre seguía repitiendo: “¡La realidad, la realidad! Yo soy un luchador por la realidad!” y asentía con tanta fuerza que las gafas se le resbalaban por la nariz.
El americano gritó “Hi-yo, Silver! Away!” y David se hundió en el sueño.