Me llamo Damjan (Ime mi je Damjan, 2013), de Suzana Tratnik
La novela Me llamo Damjan se ha traducido al checo, alemán y serbio. Trata de una adolescente de dieciocho años llamada Vesna que opta por cambiarse el nombre y elige un nombre masculino, Damjan, pero el lector puede darse cuenta de ello apenas al final de la novela. Es una chica que quiere vivir y comportarse como un chico. Siente que es distinta. La obra sugiere -aunque no siempre de forma explícita- varios problemas de la sociedad eslovena actual, como pueden ser la transexualidad, el abuso sexual en casa, normas y tabúes, conflictos generacionales y de identidad y fracaso escolar. El telón de fondo de la obra es el periférico barrio de Moste de la capital del país. Escrita en un lenguaje vivo, directo, coloquial y juvenil, Damjan/Vesna nos habla en primera persona con el corazón en la mano de sus sueños, miedos e inquietudes, su difícil relación con sus padres y comparte con nosotros impresiones de la sociedad a su alrededor.
De la presentación de Damjan; la autoayuda, los huevos de Damjan, el nombre perruno y unos jodidos cretinos. – De cómo una piedra da vueltas en el estómago y los psicólogos intentan abrirle la cabeza a Damjan. – De un vínculo que junta y separa y luego te tira al suelo. – De lo que la madre de Damjan no parió. – Damjan se niega a escuchar una y otra vez lo mismo de siempre; y menos aún hablar en vano. Es más: Ni va a abrir la boca porque la gente hace como escucha y entiende pero luego cada cual va a lo suyo. En la calle, hablar de problemas es lo último que se hace.
Hola.
(Después mantengo diez minutos de silencio)
No sé si tiene sentido. Me refiero a estar aquí sentado a lo tonto en un césped delante de la fachada de una institución. Malgastamos el tiempo, ni más ni menos; es lo que llevo haciendo toda mi vida. Me prometieron que no iba a haber locos. Me pregunto si alguien -salvo yo- está en su sano juicio; y que conste que yo tampoco soy de los más normales. Desde hace unas semanas estoy casi como estaba antes: es decir, nervioso, irritado y agresivo. Por eso mis viejos me dicen que ya no soy exactamente tierno y que tengo que acudir a este lugar y participar en este grupo para no meterme en más problemas. Por eso, dos veces a la semana, me siento con el grupo; al aire libre todo es más relajado. Si hace mal tiempo, eso sí, en una habitación al borde del agobio. Cada uno de nosotros debe decir algo. Pero yo aún no voy a decir nada, he dicho. Me coloco en cuclillas y mantengo la boca cerrada. Si hace falta, cada día, desde el amanecer hasta el anochecer, en cuclillas en el grupo de autoayuda, ¡pero más callado que una ostra! Si alguien quiere ayudarse, ¡pues allá él! ¿Cómo es posible encontrar ayuda en un grupo? Es algo que no logro explicarle a mis viejos. Ellos saben de sobra que suelo evadir los problemas. Bueno, les dije, no se hable más, voy. Conque para eso sí había dinero, enseguida corrieron al banco, con tal de aparcarme un tiempo en algún sitio. Hasta me compraron nuevos trapos, para que no pareciera un haraposo; somos una familia bastante sólida. Si pido cualquier otra cosa, enseguida ponen el grito en el cielo, que si este año ya han comprado una cocina nueva o un dormitorio nuevo, ¡lo que sea! ¡Como si eso fuera de gran interés! Como si fuera un placer sentarme con ellos a comer en la cocina; ¡es que ni siquiera entro en su dormitorio!
Me llamo Damjan. Hay que decirlo, desde hace unos meses, muchas veces me pasa por la mollera que no estoy seguro de muchas cosas; y menos de mi propio nombre. Ya saben, como si alguien te diera un porrazo en la cabeza y luego todo se volviera oscuro y ya no supieras ni dónde vives ni cómo te llamas. Es la pura verdad. También se lo dije a ella pero no me tomó en serio. Le dije que no me repitiera siempre lo mismo, me va a romper la película y todo va a ir peor. Cuando se rompe el hilo, está roto y luego no hay vuelta atrás. Y todo el mundo lo siente. Es la verdad. A mí no me hace efecto si alguien me está continuamente machacando con algún tema. Prefiero hacer algo completamente loco y disparatado, sólo para no tener que escuchar siempre el mismo sainete. Por lo menos hay que saber por qué hay que escuchar a la gente. Y llegados a ese punto, no sé nada más. No soy capaz de pensar. Pero vamos a dejar este tema por ahora.
En el grupo me han preguntado si quería decir algo, y les conté que ya les cantaría las cuarenta si seguían tocándome los huevos. Igual que mis viejos, siempre tan pesados; ¡entonces sí que me la pagan! ¡Entonces sí que me temen! ¡Ay! Tal vez por eso he olvidado el nombre que llevo ya que no es el que tengo de verdad. Sin embargo, ahora, completamente destrozado y bajo presión, ni siquiera recuerdo mi nombre de verdad; ¡no me acuerdo de nada! Tengo la cabeza completamente vacía.
Al nacer, mis padres me dieron otro nombre pero en cuanto pude, me lo cambié enseguida. Es la pura verdad; un buen día, en pleno invierno, el suelo crujía debajo de las camperas, ese día fui al Registro Civil y les dije que quería cambiarme el nombre por Damjan. Tal vez a los funcionarios no les apetece hacer este tipo de trámites pero a mí no me pusieron ninguna pega; vieron con cuánta determinación había entrado por la puerta de cristal y me había colocado delante de la ventanilla; sólo con lo que dije ya eclipsó a la tía detrás del ordenador. Ella solita me rellenó los formularios -trámites que a mí me da mucha pereza hacer- y me trató todo el rato de usted. Conozco a un fulano que también trabaja en el Registro Civil, aunque ahora se ocupa de los impuestos, solíamos ir juntos a jugar a los bolos y nunca le negué una cerveza; eran tiempos en los que tenía mucho parné. Bueno, abreviando, ese fulano me haría enseguida todo lo que le pidiera. Los favores siempre se devuelven, es lo que yo siempre digo.
¿Y cuándo fue el trámite del Registro Civil? Hace mucho tiempo y me parece que aún era un mocoso, en vaqueros estrechos y corbata parecía un tío con mucho poderío que sabe lo que vale un peine. No sé si tenía diecisiete años; aquella funcionaria sin duda me echaba unos cinco años más, pero bien, desde entonces me llamo Damjan. ¡Todo a partir de una broma! Una vez una tía me había dicho en la discoteca que quería darme un beso, que era tan guapo como un tal Damjan que ella conocía. No sé muy bien quién era ese guaperas de Damjan y qué intentaba decirme pero pensé que mi vida sería más fácil si me llamase Damjan. No lo sé, así me pareció, y por eso elegí el nombre. De repente me entró la corazonada de que todo sería más bonito llevando ese nombre; por lo menos más fácil. Así como esos tipos espirituales que se cambian de identidad siguiendo alguna que otra regla de numerología. No creo en esa palabrería, pero, bien, por otro lado…, nunca se sabe. No lo sabes hasta que no lo intentas. Y por eso lo intenté y me puse un nombre con el que me siento como pez en el agua, como se dice.
En casa se volvieron locos con la amenaza de que los vecinos se podían enterar del escándalo. (Naturalmente lo supo todo el vecindario); mis viejos empezaron a gritarme ya desde el jardín antes de entrar en casa.) ¿Es que no sé hacer algo de provecho? Todos van a saber qué loco tenemos en casa, un cretino que se cambia el nombre sin ton ni son; pero si esto solamente lo hacen en Estados Unidos, y sólo los criminales y los malhechores que no saben ir por el mundo con su propio nombre. Una fulana que trabaja en el ayuntamiento, casada con un tal Slavko, un sujeto delgaducho, vecino de un bloque de al lado, a la izquierda de la calle, le contará a todo el mundo que tengo otro nombre. El vecindario se va a escandalizar, sobre todo aquellos que son religiosos, ¡y son casi todos! A mis viejos de repente les preocupa la religión, aunque siempre les ha importado un bledo el tema de Dios, la Iglesia y el Estado. Sólo a los criminales más terribles y a los locos se les ocurre cambiarse el nombre de pila, no solamente es un pecado y una vergüenza, sino altamente inaudito e inhumano; hasta un perro tiene un nombre con el que acude corriendo y normalmente lleva el mismo nombre durante toda su vida, incluso si cambia de dueño. Decido hacer algo por mi cuenta y ponen el grito en el cielo y empiezan a darse de enterados; explicándome cómo es el mundo en realidad, si yo no hiciera locuras, todo seguiría igual de bien.
Como es natural, pronto me harté de todos; pierdo la paciencia cuando veo que no hay solución. Mi madre empezó a llorar cuando le solté que los vecinos me importaban una mierda, que el barrio no era más que un puñado de borregos que después de misa se dedica a espiar a otros detrás de las cortinas y a contemplar la calle como si fuera suya. Pero mi vieja no lloraba por los vecinos sino porque yo era un desastre en un hogar tan fino. Pues sí, primero lloró y luego dijo, entre lágrimas y mocos, que ella no había dado a luz a un tal Damjan. Sí, así dijo literalmente: “Este no es mi hijo; yo no he parido esto”. Como si fuera un objeto o un chucho callejero o cualquier otra cosa, o sea, como si no estuviera presente. No debería haberlo dicho. En casa siempre ha sido así: Todo a gritos y nunca nadie ha sabido decir las cosas de una forma decente. Gritando como cuervos, uno más que otro, al mismo tiempo, ignorándome, hasta creo que le gritan a la gente que ni siquiera está presente. En cuanto a mi padre, sólo me supo decir que está bien que fuera Damjan; es un nombre cristiano que me he puesto; no me merezco más y punto. Todo esto lo rechinó entre dientes y cerró de golpe la puerta de la cochera. Acto seguido abrió de nuevo la puerta y me dijo lloriqueando que fuera a operarme y cambiarme todo de una vez por todas, así sería un gilipollas de verdad. Después entró en la cochera y se encerró como una niña con pena. Me pareció que habíamos terminado para siempre. Se lo había dicho hace mucho tiempo; ahora le había tocado a él decírmelo. De una vez por todas habíamos zanjado el asunto; estábamos en paz. Por mi nombre, por cierto, nunca me habíallamado; nunca me había dicho ni Damjan ni otro nombre. Sólo “oye, tú”, y de higos a brevas; solamente me chillaba cuando había sido bueno, de pequeño; ahora en cambio soy un cabrón y un inútil, la chusma de la familia, una vergüenza. (Que nadie piense que nuestra familia vale mucho, ¡qué va! Tres primas tienen hijos fuera del matrimonio; una está tan perdida que ni Dios la quiere; en cuanto a mis primos …, ¡no vale la pena hablar de ellos! En comparación con ellos, Damjan y su miserable quehacer es todo un señor. Y podría contar más cosas, pero no lo voy a hacer, no vale la pena.)
Pero a mis viejos no les entraba en la cabeza que Damjan nunca fue insignificante. Damjan siempre tuvo huevos.
Pero todo esto queda lejos. Sí, es verdad, hasta mi hermana derramó alguna lagrimita, todo hay que decirlo, que también estábamos en pie de guerra y no nos hablábamos. Si me irritaba o si no quería hacer algo en casa que debería hacer, tiraba algo al suelo, algún plato o lo que tuviera a mi alcance. Ella nunca ha respetado ni orden ni disciplina; todo lo he tenido que hacer yo. Olvidaba hacer algo en casa, enseguida tenía a los viejos encima de mí cuando volvían del curro. Ella, la señorita, así se considera a sí misma, nada. Hacía lo que le daba la gana. Todo tipo de excusas, que no tenía tiempo; pasaba por lo menos dos horas en el baño peinándose y luego le faltaba tiempo para hacer las tareas domésticas. Yo no podía permitirme tal cosa; tenía que hacer todo y ella se aprovechaba de la situación. Mis palabras nunca han tenido efecto; sólo cuando me enfadaba, me empezaban a respetar de repente; nunca he querido ser como ellos; chillando todo el tiempo, siempre lo mismo; no vale la pena; podrían haberlo averiguado antes.
Al final, los viejos me dijeron que me largara de casa y me cambiara el nombre a mi gusto tres veces a la semana si me daba la gana. Lo mejor es que saliera del país y fuera a ver a mi hermano. El tonto y tacaño de mi hermano que está en Alemania y nos cae mal a todos; una de las pocas cosas en las que mis viejos y yo estamos de acuerdo. Por eso me dijo lo que me dijo, sabía que nunca iría a ver a mi hermano. Antes muerto que sencillo. Bueno, si la cosa realmente se pone fea, pero aun no es el caso.
Un caso más hilarante fue cuando a un amigo se le ocurrió cambiarse el nombre por Roki, sólo por el hecho de que una vez, siendo un mocoso de la primaria, le dije que pronto sería como yo. En aquella época yo andaba con un cigarrillo en la boca durante el recreo y al parecer mis palabras dejaban huella. Quién me ha visto y quién me ve, todo el profesorado pendiente de mi, muchas veces recuerdo aquella época. Una vez vi a Roki -escondido detrás de los arbustos delante de la escuela- liando un pitillo y me acerqué a él, lo miré de pies a cabeza y le dije: “Oye, enano, ¿tú vas a seguir mis pasos o qué? Ahora mismo apaga el cigarrillo o te rompo la cabeza. Si fumas mucho, vas a quedarte como un fideo, así estás ahora, y nadie te va a querer”. Desde aquel momento empezó a tenerme miedo y dejó de hablar conmigo; más tarde me confesó que quería parecerse a mí, le parecía que era uno de los cabecillas en el colegio.
“No pasa nada”, le dije una vez bebiendo cerveza en Mravlja. “Tengo un amigo que trabaja en el Registro Civil y él te lo arregla, sólo dime cuándo quieres ir. O yo lo invito a la bolera pero entonces tú pagas la ronda.” Roki siempre callaba porque no se levantaba lo suficientemente temprano como para ir cuando estaban abiertos al público; o tenía miedo de que el barrio Moste le fuera a dar la espalda por el cambio de identidad, ¡como pasó en mi caso! Por eso le advertí que no vacilara con estas cosas; son temas de adultos y criminales refinados y que se buscara otro nombre mejor, digamos Roman o Gorazd o Stanko; ningún Roki -que yo sepa- va en Mercedes por el barrio. Uno que se llama así parece que va en patines o en bicicleta robada. Y si piensa ser Roman, le dije, también se debe comportar como un hombre, y no beber cerveza y morderse las uñas como un niño de mamá. Roki nunca ha sido gran cosa y todo se lo he tenido que meter en la cabeza a puñetazo limpio.
Eran los buenos tiempos. Ahora los recuerdo con cariño; había mucho canchondeo y dinero y tías, bueno, amigas con derecho a roce, nunca faltaba de nada; bueno, la verdad es que poco más se necesita. Éramos una pandilla y nos ayudábamos y nunca nos jodíamos entre nosotros. Lo más importante era que aún era joven y tenía una cabeza de chorlito y no entendía muchas cosas; la vida pasaba como un tren. No había grandes catástrofes. Bueno, no digo que a veces a más de uno le sobrara el tiempo y se desahogara con nosotros; naturalmente también hemos tenido nuestros problemas con la Benemérita; y nos metían en la lechera, daban dos o tres vueltas por el barrio y luego nos echaban a la calle. Estaban de puro cachondeo y su obligación era asustarnos, representan el Estado, ¿no? Para mis viejos todo esto significaba una vergüenza; de todos los chicos del barrio, solamente se veía a mí dentro de la lechera; pero luego tuvieron que acostumbrarse; cuando no llegaba a casa borracho como una cuba, entraba destrozando muebles por la casa. Molaba romper cosas; lo que pillaba le daba, fuera un morro de alguien o unas botellas, armarios; ¡lo que fuera! Actuaba así cuando se me cruzaban los cables o alguien me lavaba el cerebro sin más. Era joven y me picaban las hormonas. No entendía de muchas cosas. Por naturaleza no soy agresivo. No me entendáis mal; no me gusta la violencia, pero cuando me cabreo, me encanta liarme a hostias y a romper cosas. Aunque no sé muy bien por qué la gente me tiene miedo cuando bebo. Nunca suelo pegar porque sí; no tengo un carácter agresivo, como se suele decir. Tal vez me temen porque los miro de una forma algo fea (por lo menos, eso me dicen; yo a mí mismo no me puedo ver). He dicho mil veces que sólo es porque estoy cansado y me cuesta abrir los ojos, es la verdad, me pesan los párpados, se me achican los ojos como a los chino. Enseguida debo añadir que no me gusta que me toquen los huevos cuando estoy borracho, prefiero avisarles por adelantado cómo me suelo poner cuando estoy bebido; me vuelvo loco -¡pero si todo el mundo pierde los cables, tarde o temprano, si nos joden!-, no sé por qué, tal vez haya una razón; hay algo me fastidia. Pero esto no lo pueden averiguar ni los psicólogos. Hace tiempo iba al psicólogo; mi madre se pasaba todo el santo día llorando porque no encajaba un desastre como yo en casa, y cada día, al volver del trabajo, temía que uno de los dos -o mi viejo o yo- terminase o bien en el hospital o bien en el cementerio. Era una situación insoportable; un auténtico drama familiar, en casa nadie me entendía. Es la verdad, mi viejo y yo hemos tenido una relación tremendamente tensa; no lo aguanto desde el Instituto y me pongo a temblar cuando oigo que se abre la puerta de la cochera, es la señal de que ha llegado a casa. La vieja y me hermana me intentaban hacer ver que es mi padre, y al propio padre no hay que odiar o pelearse con él. Yo le tenía alergia y punto. El viejo estaba hasta en la sopa y no lo tragaba. Y sabía muy bien que él a mí tampoco; pero parece que yo tengo la culpa de nuestra mala relación. Muchas veces he sido un quemasangres, ¿qué otra cosa podía hacer? Quisiera saber cómo lo aguantaría otro en mi lugar. Yo les chupaba la sangre, ellos aún más me tocaban los huevos, mira, cómo eres, pero si tienes la culpa de todo, eres un sinvergüenza y un desastre y bebes y eres un vándalo y nos vas a enterrar a todos y nunca serás un hombre de provecho y etcétera y etcétera hasta el infinito y más allá. (Con la mano en el corazón digo que en casa nadie ha hecho nada de provecho. ¿Por qué debería ser yo mejor que los demás? Es algo que llevamos en la familia, ¿no?) Sólo reproches, sin parar he tenido que aguantar reproches. En nuestra familia hay reproches, en otras, diálogo. Si estaba sobrio, tampoco estaba bien. ¡Pero qué digo! Sobrio aún peor, ya que podía oírlos perfectamente y no olvidarme de ningún detalle. Me sentaba en el sofá del salón y escuchaba la retahila y los sermones. Es increíble, aguantaba durante horas antes de explotarme la olla. El viejo solía sacarme de quicio; a veces hasta parecía que mis viejos estaban al acecho para ver cuándo empezaba a rabiar y poder así decirme una y otra vez que yo era el único retrasado de la casa. Claro, ¡no me jodas!, el viejo era un tipo de oro porque siempre sabía qué era lo mejor para nosotros y nos enviaba a la escuela por nuestro bien.
Una noche en casa, recuerdo un caso espectacular donde mi viejo y yo casi nos matamos. Era invierno y yo volvía a casa directamente después del trabajo; tenía más frío que once viejas; solamente deseaba comer un poco y acurrucarme en la cama y ver la televisión. ¡Misión imposible! Cuando intentaba vivir de una forma normal y hacer cosas de cada día sin aspavientos, algo ocurría y de nuevo se demostraba que yo era un caso incorregible. ¡Si por lo menos me dejaran una vez en paz! En este mundo -o en otro mundo-, ¡por favor! No sé lo que pasó y cómo realmente empezó; llegué a casa subiendo por las escaleras cubiertas de hielo hasta la puerta de la entrada. Buscando la llave en el bolsillo vi el coche del viejo delante de la casa y enseguida sentí un nudillo en la garganta. Los planes de ver la tele a la pata la llana no iban a plasmarse … No era la primera vez que aparcaba delante de la casa; casi siempre llegaba a casa antes que yo, pero otras veces…, bueno otras veces no era así. Que sepan que a veces me he sentado en el umbral de la puerta como un pobre desgraciado esperando no sé qué. Por ejemplo que el viejo se fuera a dormir o que se largara, no, bueno, lo mejor sería que estirara la pata. Y justamente esa noche fue la gota que colmó el vaso; ¡estaba harto! Tragando y tragando y esa piedra cayó en mi estómago y allí se quedó. No podía meter la llave en la cerradura porque me parecía que la piedra en el estómago se hacía más grande e iba a reventarme el cuerpo al introducir la llave. Tres veces respiré hondo y opté de forma inconsciente por darme la vuelta. Temblaba y me rechinaban los dientes, no sé si de frío o de rabia y fui como un salvaje hacia el bar Mravlja, como un autómata. Como un cíborg, no como una persona. No sabía adónde iba; hasta no encontrarme delante de la puerta del bar no supe qué es lo estaba haciendo. En el bar se encontraba la pandilla de toda la vida; todo el inventario de los tertulianos nocturnos reunido pero no me apetecía entablar conversación con ellos. Hice un gesto con la cabeza y seguí mi camino hacia la barra. El camarero ya me conocía y sabía de qué pie cojeaba, sin duda llevaba esa mirada salvaje y enseguida me sirvió un trago doble de whiskey. No me lo había bebido de un tirón, cuando ya me servía otro, y así sucesivamente; ya no recuerdo cuántas horas ni cuántos vasos. Después de medianoche no me aguantaba en pie pero nadie se atrevía a decirme que no bebiera más. Solamente necesitaba una palabra equivocada para armar un follón, si podía mantenerme en pie, claro. El camarero me puso otro vaso, me lo bebí de un trago y lo estrellé contra la barra y me saltaron las lágrimas, no de dolor, sino de felicidad porque me sentía tan bien. Deje unos billetes en la barra sin decir una palabra y salí sin esperar a que me dieran la vuelta o el camarero me reclamara que debía alguna bebida del otro día, pero, claro, no se atrevió. Aunque iba bastante cargado de bebida anduve con paso firme a casa, de nuevo, como una máquina. Me sangraba la mano por haber roto el vaso pero no sentía nada. Ahora, sin vacilar, metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. La vieja salía del baño. Al verme se llevó las manos a la cabeza y haciendo un gesto de asco se dio la vuelta y se alejó. Probablemente iba a llorar. Se pasaba todo el santo día llorando en vez de hacer algo. Siempre tenía miedo de despertar al viejo y contarle mis salidas nocturnas, pero al mismo tiempo montaba tal pollo que el viejo siempre se despertaba. Fui a la cocina, abrí el frigorífico y empecé a poner comida en la mesa. Me daba igual el ruido que hiciera, ¡me importaba un huevo! Sabia que los viejos me iban a oír, incluso creo que deseaba que me oyeran, que apareciera el viejo a dar por culo, ¡qué sé yo!, si estaba más borracho que una cuba. Efectivamente, salió del dormitorio y se dirigió hacia el baño, y pensé, bueno, vas a mear pero tira después de la cisterna, viejo, que el agua te lleve bien lejos con las ratas y la mierda. Entonces habrá paz en casa. Al salir del baño, tosió fuerte, como si quisiera decirme que dejara de hacer ruido y me fuera a la cama y tal vez así obtuviera la absolución al día siguiente. Pero no le hice ni puto caso, él allí incrustado en el marco de la puerta de la cocina lanzándome una mirada repugnante como un perro guardián. No me apetecía ser redimido. Empecé a tirar quesos y latas de conservas y salamis del frigorífico a la mesa. Abrí el cajón y tiré abrelatas, cuchillos, tenedores y todo lo que pillaba, hasta las cucharillas de tarta volaron por la mesa, las sillas y por el suelo. El viejo dijo algo, no recuerdo qué, tal vez que dejara de hacer eso. Yo ni caso; únicamente percibía odio en su voz y de nuevo sentía aquella piedra atrancada en el estómago; de nuevo me desequilibró; insoportable; seguía saqueando y tirando cajones por la cocina. ¡Oye fenómeno, tú no me vas a decir lo que tengo que hacer!, ¿vale?, pensaba, ¡no me vas a mandar que esté tranquilo, callado y agradecido! Volaron las ollas y las tapaderas. Opté por arrancar de la pared las primeras estanterías que tenía a la mano, el viejo me saltó a la yugular, me cogió de los pelos y me empujó la cabeza hacia atrás, o sea, por fuerza mayor tuve que soltar la estantería; el viejo empezó a pegarme gritando que me iba a aplastar como a una mosca. Me había cogido de sorpresa; ¡no podía ser verdad, ¡si no es verdad! Entonces fue cuando apareció la vieja gritando y llorando que esto era un infierno. Me apretaba la cabeza con las manos. A duras penas logré mantener el equilibrio pero todavía tenía el viejo en la chepa estrangulándome con el brazo. ¡Basta! Agarré su brazo, me agaché hacia delante y lo tiré por encima de mí y se estrelló contra el suelo, cuán largo y ancho era. (Así fue: agarré con fuerza sus brazos que me estrangulaban, giré bien el cuerpo, flexioné las piernas y me agaché hacia delante y lo proyecté por encima del hombro. Naturalmente antes había cargado bien su cuerpo sobre la espalda; el viejo no sabe caer; yo sí domino estas técnicas; hace años conocí a un guardia municipal que me enseñó trucos de defensa personal. Pero ahora no procede ponerme a explicar estos detalles; ¡si nadie sabe de qué estoy hablando!) Pues bien, ¿por dónde iba? Ah, sí, lo tiré al suelo, en el pasillo de la casa, hasta allí me había arrastrado el viejo y me pareció que alguien gritaba: “¡Policía! ¡Hay que llamar a la policía!” En mi cabeza oía las sirenas, el viejo se recuperó y me tumbó al suelo. Tirado en el suelo de mi propia habitación, el viejo encima de mí apretándome el pecho con la rodilla, estaba perdiendo la consciencia; el viejo apretaba los dientes y murmuraba que prefería matarme antes que tener que admitir que era su propio hijo. No podía respirar; alguien aullaba, así me parecía, pero era posible que fuera yo mismo, cogí al viejo de los huevos y se apartó de mí de un salto y me levanté y de un puñetazo lo tiré al suelo. Habría saltado encima de él y le habría roto el alma con las camperas si mi madre no me hubiese agarrado del cinturón: “¡Por favor, por favor, no lo hagas, no vale la pena!” Sus palabras me detuvieron. No que me rogara que lo dejara en paz, sino que una vez en su vida se pusiera a mi lado y dijera que él no valía la pena. ¡Por una vez él tenía más culpa que yo! Dejé caer los brazos a lo largo del cuerpo y me caí de rodillas. Mi madre me abrazaba y me consolaba y me decía que esto se podía solucionar de otra forma; no hacía falta tener una tragedia en la familia. Bien, dije. Lo único que deseaba era pillar la cama y dormir. Dormir y dormir.
Me desperté medio vestido. Era casi mediodía y enseguida me dí cuenta de que otra vez llegaba tarde al curro. Entró mi madre con café y me dijo que no me preocupara, ella había llamado al trabajo contando que había caído enfermo. Dijo me entendía perfectamente que hubiese dormido tanto tiempo. Así no podía ir a trabajar. Bebí algo de café y encendí un cigarrillo, ella se sentó a mi lado y empezó a llorar. No lo sé, si estoy cansado y hecho polvo, como estoy ahora, es demasiado, sobre todo si uno empieza a lloriquear a tu lado. Pregunté qué es lo que pasaba ahora, qué pecado había cometido, ya lo sabemos, tengo la culpa de todo, pero ella sólo negaba con la cabeza y emitía hipos. Se limpio la cara por lo menos cinco veces, me contempló con los ojos irritados y me dijo en tono serio: “No te echo la culpa de nada. Solamente quiero pedirte un favor. Te ruego que vayas (ahora estás de baja) a ver a un psicólogo.” Pensaba que me estaba tomando el pelo o que me quería decir de una forma prudente que debía ir al manicomio. ¡Qué situación: un día mi viejo me quiere matar, otro día mi vieja me quiere meter en un manicomio! ¡Mi propia vieja tan dulce y tan comprensiva! Y nadie tiene la culpa, claro.
“Yo no voy a ninguna parte”, dije y me bebí el café hasta el final. Sentía ardores en el estómago. La vieja no se quedó en paz: “Voy a hacerte otro café, pero tú vas, te lo ruego. Ya he hablado con una compañera de trabajo, aunque tampoco le he dado muchas explicaciones. Que en casa nos vamos a matar y que sería una lástima porque somos una familia en condiciones. Le dije además que tu padre y tú no os podéis ni ver en pintura y que tú estás al borde de un ataque de nervios. Es que no aguantas a nadie; ¡nadie te cae bien!; yo te tengo miedo, no sé lo que piensas y qué es lo que te pasa. No pasa nada si vas a ver a un psicólogo. Por eso no estás loco, tú simplemente vas y él te cura”.
O sea, tú vas y te curas … Sentí un mareo y tuve miedo de que la piedra de nuevo se quedara en algún sitio del estómago. Bueno, cómo decirle entonces a los colegas que voy a ver a un médico para que me mire el coco, es poco menos que ir a una clínica psiquiátrica, como una especie de excursión familiar. Por un momento logré concentrarme. “Bien, voy a ir. Pero tú quedas con la gente y te encargas de todo, no pienso ir por ahí de médicos y psicólogos arreglando papeles y boletos.”
Y fui a ver a un psicólogo, esa misma semana ya tenía una cita. Tal vez lo llevaban tiempo tramando a mis espaldas, mis viejos tenían la convicción de que hacía falta abrirme la cabeza y ver qué me pasaba; ¡qué más da si era una conspiración! ¡Todo era una guasa! Me parecía una tontería ir a ver a un tipo y tener que hablar durante una hora sin saber muy bien de qué. Me daba hasta vergüenza, no sabría qué decir, no me saldría nada, no tendría ni idea qué decirle o qué carajo el menda esperaba oír de mí; algo completamente distinto a lo que pasaba en el bar Mravlja cuando le vacilaba a todo el mundo y la gente se reía de mis bromas; nunca me faltaba material; fluía de mi lengua. El psicólogo empezó a joderme hablando de la juventud; pero a mí no me salía de los huevos contarle a qué me dedicaba cuando iba a la guardería. Es la época sin problemas. Hablé un poco de la juerga y que tengo muchos colegas; aunque los compañeros de clase siempre me han caído fatal, sobre todos los que van a la iglesia y a catecismo. Luego empezó a preguntarme sobre el significado de la amistad y una vez hasta me preguntó si creo que hay una diferencia entre amigos y conocidos. Amigos habrá un poco más, creo yo que era algo así por el estilo. Después de dos o tres semanas de conversaciones con el tipo empecé a ponerme nervioso. No lo sé, sentía que iba a haber preguntas en relación con mi viejo; además tenía la impresión de que el psicólogo iba un poco a la caza, iba a lo suyo, a ver si me pillaba con algún que otro truco, a ver si caía en una de sus marañas, a ver si por fin empezaba a hablar de las razones profundas de mis problemas o explicaba de una vez por todas el origen de mi cutre situación. No quería meterme mucho en el tema de la psique porque es gente que puede volverte loco; solamente pensaba hablar un poco con él para que en casa estuvieran contentos. Siempre he pensado que no tiene sentido lamentarse, eso es lo que la gente suele hacer, escucharte y entenderte y luego cada uno tira por su lado. Ni siquiera a Rok le he contado todo; ¡ese sí que ha hecho bobadas más grandes que yo! En la calle, ¡hablar de problemas era lo último!
Un buen día, hablando con el psicólogo, estaba de mal humor y sólo le contestaba con monosílabos: sí y no, de reojo miraba el reloj de su muñeca y le pregunté cuándo iba a terminar todo esto y si me iba a hacer un diagnóstico y luego nos dejaría en paz a todos. Intuyó, tal vez, que no quería “colaborar”, como él decía, y empezó a provocarme, que por qué llevaba un pañuelo alrededor del cuello, que si me dolía la garganta y cosas así. Fui perdiendo los nervios por primera vez; sin embargo pude controlar la piedra que llevaba en el estómago; ante él no podía permitirme un estallido de ira. Dije que el pañuelo estaba de moda y que no tenía nada que ver con un posible dolor de garganta. Pero él no paró y erre que erre con mi garganta y por qué de repente cambiaba de voz, si no me pasada nada. Respondí que no entendía, pero él, en plan sabihondo, me contó que unas veces tenía voz de hombre, otras veces, de mujer; hablando normal, tenía, según él, voz de hombre, pero cuando me enfadaba, tenía voz de mujer. De forma dulce le conté que no entendía qué relación había con la bronca de mi viejo; la razón por la cual iba a sus consultas. (“Bueno, entonces, señor, cuénteme qué nos pasa a mi viejo y a mí; ¡porque la verdad es que no puedo más!”, le dije en tono decisivo.) Por fin hablábamos del viejo. Gracias a Dios porque ya no me apetecía ir a la terapia. Por primera vez en la vida, tenía a alguien con quien hablar, alguien a quién contarle el peso de la piedra que llevaba dentro. Fue cuando averigüé por mi propia cuenta que, por culpa de mi padre, la piedra me seguía pesando si pensaba en él; o, al revés, si algo me sacaba de los nervios, y me encontraba en tinieblas, enseguida aparecía el recuerdo de mi viejo; ¡aunque él no hubiera sido la causa inmediata de mi disturbio!; después aumentaba la locura y empezaba a destrozar el mundo a mi alrededor. Es la pura verdad. Así, una vez, casi le arreglé una prótesis a una chica, ¡y la pobre sin comérselo ni bebérselo! La tía me estaba comiendo el coco, en la discoteca, un tema que apenas me interesaba, tal y como se lo había dicho un montón de veces en la cara, ¡que me importaba un bledo! Es la verdad, me la refanfinflaba; lo único que mola es la juerga, y si hay tías, mejor, pero la verdad es que así no me gustan las tías. Bueno, la fulana en particular seguía con su rollo y me pedía que le reconociera o dijera no sé qué cosa … pero a mí no me apetecía. Tal vez se le había ido la olla, sonreí y ella empezó a darle patadas a la silla; me daba vergüenza estar con ella. No paraba de reírme, no por maldad, sino porque no sabía muy bien qué pasaba o qué quería de mí. Lo peor es cuando la gente exige algo, entonces tengo los cables cruzados y lo mando todo al carajo. Me levanté y la agarré del cuello y la levanté tan alto que dejó de tocar el suelo con los tacones. Dije que me dejara en paz, que lo nuestro no iba a terminar bien. Luego se me nubló la vista y empecé a repetir que me dejara en paz, que dejara lo que estaba haciendo y que cerrara el pico antes de que pasara una desgracia; la pobre estaba muerta de miedo y no se atrevía ni a rechistar. Yo repetía como un idiota que me dejara y tras cada palabra se me nublaba aún más la vista. Cuando ya no veía ni tres en un burro, surgió el recuerdo del viejo, no sé por qué. Hice un puño. Quise pegarle. Destrozar. Irme. Salir corriendo, lejos.
-¡Damjan!
La voz de Rok me espabiló: “¿Qué coño haces? ¿Has perdido la cabeza? ¡Déjala en paz!”
Sacudí la cabeza y me recuperé. Dos veces me golpeé la frente y pude ver el mundo desde un punto de vista normal. La chica tenía el rostro completamente rojo debido al espectáculo de luces de la discoteca. Se tocó el cuello y salió como un cohete hacia el vestuario. Luego no la vi en toda la noche. Tranquilicé a Roki argumentando que no pensaba hacer nada, que sólo era una broma eso de la mirada salvaje y levantar el puño. Solamente quería darle un susto a la niña para que nunca más me diera el coñazo. Pero bien sabía yo que no era verdad. Había perdido los nervios y todo por culpa de mi viejo. Esto puede pasarme en cualquier momento. Tal vez yo no sea de fiar. (Esto naturalmente no se lo conté al psicólogo. Lo averiguaría a lo mejor por su propia cuenta; al fin y al cabo, era psicólogo, ¡pero yo no se lo conté!)
A Rok y a mí ya no nos apetecía tomarnos una cerveza y volvimos a casa. Intenté hablar de pitos y flautas, hacer el payaso y olvidarme del cromo de la discoteca. Pero no fui capaz. Rok ya no se reía de mis bromas, estaba de mal humor, dijo que a veces era como un cerdo y que le daba vergüenza, y, luego, durante el camino no dijo ni una palabra más.
Poco tiempo después de aquel percance dejé de ir a las sesiones del psicólogo. La verdad es que nunca le llegué a contar algo concreto. Recuerdo sus palabras: Mi tensa relación con mi viejo es por culpa de algún vínculo entre nosotros que no nos deja en paz. Por eso nos aparta y nos junta. Separados y juntos. Pero yo no veo tal vínculo. Al viejo nunca le conté lo que había hablado con el psicólogo. De hecho no le he dicho nada a nadie; lo cual a mi madre le ha sentado mal. Adrede no he contado nada; ¡el colmo es que he ido a ver a un psicólogo y ella ni se atreve muy bien a preguntarme cómo me ha ido! Del psicólogo no saqué mucho en limpio, pero él tampoco de mí; una vez, antes de la charla, cogí una pea que simplemente no pude presentarme en el consultorio. A la semana siguiente ya no me apetecía ir a aquella blanca habitación llena de ficus verdes y así dejé de ir. Durante el almuerzo, otro día, la vieja me preguntó de pasada cómo me iban las terapias, le dije tranquilamente que ya no iba más. Como llevaba meses sin altercados no me dijo nada. Y nos olvidamos de las terapias. Bueno, una vez escuché a mis viejos comentando que era una lástima no haber terminado la sesión; querían saber qué me pasaba y si se podía repetir.
Hubo repetición, es normal. Y hasta más veces. Pero ya nadie se atrevía a decir que tenía que ir a terapia. Seguí comportándome como una bestia, naturalmente no cada día, de vez en cuando. Me volvía loco por la piedra que llevaba en el estómago, por la oscuridad, bueno, por lo que fuera, pues no tengo ni la menor idea, tal vez por todo, hasta que un día me encontré con ella, la persona a la que pude contarle mi nombre de verdad.
Es un detalle que no se lo digo a todo el mundo. Por ejemplo en el grupo no lo he mencionado. A los viejos les dije que iría al grupo solamente si podía presentarme como Damjan. Me lo permitieron. Ya sé que me permitirían todo con tal de perderme de vista.
Pues bien, Damjan ha dicho lo que tenía que decir.