Mamá, de Leonora Flis
Mamá es un relato íntimo sobre la relación entre una madre y su hija que refleja los traumas familiares y, a la vez, infinitos momentos del amor y del perdón.
Fue ella la que le arregló el dobladillo de una falda corta y amarilla que la niña había recibido de una tía de Estados Unidos. La falda llegó con un vestido de tul con mangas largas con el que la niña con bucles parecía una princesa de dibujos animados. Así mismo la llamarían parientes y vecinos, «princesa», para añadir enseguida: «Ay, ¡y ese pelo!, ¡ay, qué carita más mona!» Falda amarilla con tirantes y debajo una camisa fina a cuadros rojiblancos. Llevaba el pelo en un pequeño moño alto que su abuela solía hacerle casi siempre por las mañanas. «Mamá, ¿dónde está papá?», preguntaba la niña y dirigía unos ojos grandes y verdes hacia su madre que estaba arreglando el dinero en algo que parecía ser un monedero de cuero. «Está trabajando, muñeca, mañana viene, hoy vamos tú y yo al parque, ¿te parece bien?» Era a principios de primavera, pero hacía bastante calor. Pero la madre sin embargo se echó por el brazo una rebeca fina infantil, por si se levantaba el viento. Iban al parque por el camino de siempre, entre arbustos salvajes y raíces de árboles donde habitaban todo tipo de duendes y hadas. Pasando además por cerezos japoneses, membrilleros y robles. La niña Mija apretaba en su mano el oso Brundi que aún seguía oliendo a loción posafeitado; la última vez, afeitando al osito, a la niña se le había ido el pulso echándole demasiada loción. La niña correteaba junto a su madre. Durante los paseos con su hija, la madre intentaba abstenerse de fumar. Durante más de veinte años, los padres de Mija habían sido fumadores empedernidos, fumando en cada momento y en todos los lugares, por supuesto tampoco se había salvado el dormitorio de Mija. Las cortinas de la casa, aunque se lavaban con frecuencia, siempre estaban amarillentas por el humo de nicotina.
Mija se fijó en la foto que tenía en un marquito y puesta en la estantería del salón de la casa:
Mamá y ella, aquel día de primavera en el parque cuando ella se había dejado en casa olvidado el peluche impregnado de loción. Su madre le había pedido a un transeúnte si podía sacarles una foto. Captar un tenue momento del tiempo congelado. Ella, una niña de cuatro años con comisuras de labios pícaros; su madre luciendo una sonrisa amplia y enseñando una bonita fila de dientes fuertes. Mamá tenía un buen día.
Mija recuerda los días cuando correteaba hacia ella por el camino, aún sin asfaltar, que pasaba junto a la casa.
La madre se desplazaba en autobús para ir a trabajar, a otra ciudad cercana más pequeña, y a la vuelta siempre le compraba algo de golosinas, o sabrosas galletas de hojaldre, o postres de yogur con mermelada. El yogur era lo que más le gustaba a Mija. «¡Mami!», gritaba en medio de la calle donde jugaba a la pelota e iba en bicicleta, «a ver, enséñame la bolsa, ¡quiero ver lo que hay dentro!» A pesar de aparentar suavidad por fuera, por dentro Mija era más bien brusca. Y muchas veces la niña se daba en bicicleta con algún coche aparcado. Pedaleando giraba demasiado la cabeza hacia atrás, riéndose de los amiguitos que, a diferencia de ella, ellos sí frenaban a tiempo. Pero nunca pasaba de un arañazo o un pequeño moratón en alguna parte del cuerpo. Eso sí, estaba orgullosa de sus trofeos de guerra. «¿Qué traes hoy, mami?» La niña abrazaba con fuerza a su madre, le apretaba la esbelta cintura y se limpiaba las palmas con rasguñaduras con el vestido rosa de ella. La madre le devolvía el abrazo con la misma intensidad. Pero en la sonrisa de la madre, oblicua y casi asiática, ojos marrones y verdes, había una tristeza oculta. Silenciosa pero palpable. Mija veía en los brazos de su madre unas heridas, piel rota cubierta de costras que terminaban en líneas rectas. Las heridas desaparecían después de un tiempo, después de meses, y solo quedaban unos leves cortes superficiales. Normalmente, también cuando hacía calor, la madre escondía los brazos bajo unas mangas largas.
La madre de Mija y Mija eran distintas. Pensaban, hablaban y reaccionaban de forma bastante diferente. Eso ya se veía venir siendo Mija pequeña. La hija tenía en su interior una especie de dureza que su madre siempre que podía intentaba evitar. Mija expresaba con claridad lo que deseaba y lo que pensaba; su madre, en cambio, escondía sus deseos, le costaba expresarse y evitaba tener que tomar decisiones. Pero de forma instintiva, cada una sabía lo que la otra sentía. Madre e hija. Sin palabras y a través del tiempo y el espacio se entendían mutuamente. Cuando Mija de niña lloraba y pensaba que la noche nunca iba a terminar, su madre le cantaba nanas y le escribía historias que adornaba con pequeñas ilustraciones. Los dibujos eran muy sencillos —observaría Mija de mayor—, pero en su día, los colores y las formas dibujadas representaban mundos maravillosos para ella. Matices de colores, flores y soles. En los dibujos de la madre siempre brillaba el sol.
Por la mañana, Mija recogía los folios arrugados con historias e ilustraciones, que por la noche la madre estrujaba con cariño contra su pecho, y los ordenaba en un cuaderno. En cada página ponía: «¡Te quiero!» Mija a veces tenía la impresión de sentir miedo de su madre, como si no supiera qué responder, dónde buscar o encontrar respuestas adecuadas que ella no solo esperaba sino también necesitaba siendo niña. «Eres mía», le decía cuando no encontraba otras palabras. «¡Eres mía, eres mía!», repetía Mija y sentía una presión en el pecho y empezaba a respirar con dificultad. Era un sentimiento que aparecía con frecuencia. Tenía miedo de cerrar los ojos, pensaba que por la noche se le secaría el aliento. Con los ojos de par en par y llenos de asombro examinaba la oscuridad, buscando la luz de las farolas de la calle a través de las rendijas de las contraventanas. Sentía miedo por su madre. Las heridas de su madre también eran sus heridas. A veces acariciaba la palma de la madre con la punta de los dedos y sentía dolor. Tenía la corazonada de que las heridas iban más allá de la mano de la madre.
De puertas afuera, la madre de Mija era una mujer que siempre iba muy arreglada. Se maquillaba con esmero la cara y llevaba el pelo siempre a la moda. Pendientes de oro con preciosas aguamarinas bellamente talladas. Vestidos que desvelaban su feminidad y zapatos de tacón alto que siempre iban muy bien combinados con el color del vestido. Se pintaba los labios con elegancia, un matiz rojo y sosegado. Cuando Mija empezó a crecer, su madre empezó a decirle que ella también debería pintarse los labios: «Tienes que mostrar tu lado más atractivo, acentuarlo, tienes unos labios muy bonitos», le aconsejaba. La joven chica —cuyo aspecto etéreo no se parecía al cuerpo suntuoso de la madre— únicamente recordaba los consejos justo antes de un concierto, o antes de salir al cine o ir a un restaurante, de otra forma pasaba completamente de todo eso. De hecho, cualquier tipo de maquillaje la joven se lo ponía en media hora, y por tanto enseguida se le iba la pintura de los labios. La mayoría de las veces, el mundo interior de la madre de Mija era como un cofre herméticamente cerrado de secretos inconfesables, y nada en consonancia con la supuesta apariencia extravertida que aparentaba. Esta fractura solo la conocían los más cercanos, pero Mija —siendo una chica sensible y susceptible— era la que más se daba cuenta. El llanto de la madre por las noches despertaba a la niña que dormía en la habitación contigua. De adolescente a veces se dirigía de puntillas hacia la habitación de la madre y se echaba con ella en la cama y la abrazaba. No se decían nada. Se quedaba con ella hasta que la madre cogía el sueño, después la niña regresaba en silencio a su propia habitación. En silencio, Mija se angustiaba y se asfixiaba. Una fuerte presión le inundaba el pecho. Su cuerpo se transformaba en un caparazón sin permitirle tener plena libertad durante el día. Muchas veces se despertaba sudando e intentando coger aire. Cuando deseaba hablar, su madre se retiraba, se encerraba en el dormitorio y no salía hasta después de unas horas.
El padre de Mija dejó a la familia un mes de junio, tres meses después del décimo aniversario de Mija. En su momento, la madre no escondió la verdad y dijo que el padre estaba viviendo con otra mujer. Después de la partida del padre, Mija no volvió a ver a su padre en cinco años. Fue la propia decisión de la niña. Simplemente le daba asco y no toleraba excusas para explicar la fuga del padre, muestra de un carácter irresponsable, insensible y egoísta. Con su hija, de todas formas, el padre muy pocas veces había sido cariñoso o atento. Le parecía un hombre frío, inaccesible, cerrado en su propio mundo profesional del periodismo. Solía viajar y dar parte de lugares del planeta donde había peligro. No paraba en casa y daba la impresión de vivir así a gusto. Muy pocas veces habló de él con su madre. Ante su fuga, la madre reaccionó con pasividad retirándose aún más en su propio mundo. Tal vez por las noches, encerrada en su habitación, golpearía con furia las almohadas, pensaba Mija, pero nunca la oyó quejarse por motivo del padre. Tampoco llorar. La falta de respuestas y la resignación de su madre siempre significó un rompecabezas para Mija, sobre todo cuando la madre cayó en una profunda depresión, y durante casi un año no pudo valerse por sí misma, ni siquiera cuidar de su propia higiene personal. Delante de Mija no quiso desnudarse nunca jamás, quitarse el pulóver o la falda, por ejemplo. En lugar de medias transparentes de nilón empezó a llevar calcetines oscuros y gruesos que ocultaban la piel ante la mirada ajena. Abandonó la casa a su suerte. La joven se esforzaba en barrer los rincones del dormitorio de la madre, y la cocina, los dos espacios más abandonados de la vivienda. Evitaba entrar en el cuarto de baño del dormitorio de la madre, y únicamente usaba el baño de la planta baja de la amplia casa. La hija recibía llamadas del trabajo de la madre diciéndole que la madre llegaba tarde, o que simplemente no había ido a trabajar. La madre nunca sintió mucha devoción por el trabajo de oficina que le había tocado hacer; su pasión siempre había sido ser siempre cantante de ópera. Tenía un oído casi perfecto y un sentido muy desarrollado del ritmo, pero había abandonado la carrera de cantante a los diecinueve años cuando tuvo que operarse de las cuerdas vocálicas. La voz nunca la recuperó del todo.
El padre de Mija volvió a dar señales de vida cuando Mija cumplió quince años. La madre le contó a Mija que él le había dicho titubeante que las echaba de menos, que se había separado de aquella mujer y que, según sus propias palabras, «estaba interesado en volver al nido familiar». En definitiva, «sería la vuelta a casa y al ambiente familiar». La madre se lo contó tal cual a Mija. La niña aceptó reunirse con su padre, pero nunca lo aceptaron en su casa ni nunca más fue realmente parte de sus vidas. El padre se convirtió en una nota a pie de página en los márgenes de sus respectivas vidas, una presencia inevitable, al que le daban de vez en cuando un poco de atención. Como era propio del padre, él tampoco se interesó mucho por la depresión de la madre ni por su bienestar. Por lo visto no lo consideraba suficientemente interesante, como si fuera un titular de primera plana. La intimidad siempre lo espantó, de hecho, nunca la había necesitado de verdad, así lo creía y muchas veces hasta lo expresaba así en voz alta. Un buen día, cuando Mija se encontraba mal y merodeaba intranquila por la cocina, el padre la quiso abrazar, pero ella se escurrió. El roce paterno era extraño para ella, desconocido e indeseado. Sintió alivio cuando logró evitar el abrazo. Mija tenía diecisiete años, y la madre aún seguía teniendo depresiones y se pasaba el día vegetando en casa en un estado de cansada resignación ante la vida de cada día. Fue entonces cuando la niña decidió hablar de los problemas de la madre con el médico de cabecera. Muchos años había convivido con la enfermedad de la madre intentando ayudar, consolar y apoyar. Más de una vez le había comentado a su madre que tendría que hablar con un médico, pero ella, si bien le prometía de todo, nunca se había lanzado a dar el paso definitivo. Por fin, la madre salió en busca de ayuda médica y, poco a poco, a través de terapias y tratamientos hospitalarios, también Mija llegó a saber algo más de los dolorosos secretos de la madre.
La madre de Mija había nacido en plena Segunda Guerra Mundial. Su padre había caído gravemente herido durante la guerra. Moribundo un día volvió a casa y por milagro su mujer —es decir, la madre de la madre de Mija— logró curarlo lentamente con curas y medicamentos caseros. Mija recordaba a su abuelo como una persona cariñosa y sensible. También recordaba algunas heridas que tenía en la piel, muestras de su experiencia en la guerra. La abuela de Mija era una mujer dominante, una mujer decisiva, pero al mismo tiempo una persona con una actitud extremadamente cariñosa pero condescendiente y sobreprotectora con los miembros de su familia. Si algo no encajaba dentro de sus perspectivas o deseos, mostraba su lado más oscuro que emanaba de sus propias heridas personales. Su madre había muerto cuando la abuela de Mija tenía cinco años, y la madrastra se portó muy mal con ella y con sus hermanos; los malos tratos estaban a la orden del día, así como el hambre. La madre de la madre de Mija castigaba de una forma parecida a su hija única, así como la madrastra había actuado con ella, encerrándola en el sótano, propinándole palizas con el cinturón de cuero o la fusta, dando voces y criticándola. Esta actitud podía desaparecer en unos segundos y convertirse en una muestra de abrazos tiernos y elogios. Esta dualidad terminó partiendo en dos a la madre de Mija. Su indecisión innata y su inestable forma de ser por tanto empeoraron con el paso del tiempo. A través del proceso de recuperación de la madre, Mija obtuvo una imagen más clara del pasado de la madre, y logró acercarse con más comprensión y cariño hacia ella.
Tras dos años de terapia, la madre de Mija dejó de fumar y empezó a alimentarse de una forma más constante y más sana y comenzó a hablar de sus heridas con Mija. «Solía hacerme un corte con el cuchillo de la cocina, o con las tijeras. Cada corte era un desahogo. Pensaba que era débil e incapaz. Ser mujer y, sobre todo, ser madre. Me perdí a mí misma». Mija tuvo que crecer rápidamente por su cuenta, y su madre enseguida se percató del cambio. Hablando con Mija de la juventud, a la madre se le llenaban los ojos de lágrimas. «Perdóname, por favor», decía en voz baja. Mija la abrazaba con fuerza y le besaba las mejillas marchitas. Ahora la madre era más bajita y delgada, tenía el pelo canoso porque no se lo teñía, llevaba zapatos de tacón bajo y faldas amplias que casi le llegaban hasta las pantorrillas. Pero seguía pintándose los labios con un color muy bonito, rojo, y cuando sonreía, Mija reconocía la huella de aquel día en el parque cuando la sonrisa de la madre iluminó el día entero Los medicamentos que tomaba le ayudaban a controlar la depresión. Cada mirada sosegada de la madre le daba a la hija un sentimiento de triunfo y tranquilidad.
Paseando por la loma de la ciudad, Mija observa la ciudad bajo sus pies —una ciudad brillante bajo un sol reconfortante— y piensa en todo lo que su madre y ella han pasado juntas, tanto en su relación como en las crudas palabras pronunciadas y en los momentos felices que han vivido. Siente tristeza y alegría a la vez, Mija busca con la mirada la casa de la madre mientras roza con los tacones las raíces de unos árboles ancestrales. Esta es la ciudad donde algún día dejará de palpitar el corazón de mamá. Sus historias solo continuarán viviendo en la memoria de Mija. Bajo los altos robles, los membrilleros y los cerezos japoneses en flor. Por los caminos ocultos primaverales entre madre e hija. De repente, una niña con ojos azules y cabello oscuro la llama: «Mamá, ven, ¡vamos a jugar al parque!»