Las sombras no arden (fragmento), de Erik Valenčič
Una crisis financiera galopante, un sistema de injusticias sociales en descomposición, de explotación masiva; una sociedad en bancarrota. La calma no puede durar mucho. La depresión y el aislamiento dan paso a la furia. En los barrios populares periféricos, los episodios violentos van en aumento; huelgas salvajes y acciones directas en forma de ataques con cócteles molotov han vuelto a la palestra de la lucha social. En esta situación explosiva un grupo de amigos, influenciados por las teorías situacionistas, se lanzará a la acción. La teoría les impulsa a una radicalización de sus posiciones y actos. Del sabotaje de un centro comercial a la fabricación de bombas parece que no hay un paso tan grande… En palabras de Erik Valenčič: «Las sombras no arden se puede leer como thriller, como advertencia o como manual de guerrilla urbana».
Un pegote de ceniza se separó del todo como el cordón umbilical de un recién nacido, inaudiblemente cayó en picado al abismo, se despedazó sobre el montón de colillas y arrastró consigo la varilla aromática que reposaba en la cima del cenicero y que siguió ardiendo como si no hubiera pasado nada. El humo era un fanfarrón. Rápido y presumido, se alzaba hacia el techo mientras bailaba, hacía muecas y se pavoneaba, daba vueltas alrededor de sí mismo, hacía acrobacias y mostraba todo tipo de trucos, bromas y otras locuras sedientas de aplauso. Pero nadie lo miraba. Por ello, le gustaba mirarse a sí mismo en el brillante resplandor de la luz solar que se colaba en el salón a través de una ventana entornada con las persianas bajadas. Allí donde caía diagonalmente sobre la pared, se dibujaban incontables patrones que surgían los unos de los otros, como si vomitaran fantasía. Las visiones desaparecían tan rápido como habían surgido, gritaban en silencio en el momento del éxtasis orgásmico, temblaban inseguras y gemían asustadas por el vértigo hasta desvanecerse en la nada en algún lugar bajo el techo, en una rara niebla azul grisacea, muerta, que lo engullía todo, desde la prepotencia hasta el terror. El humo era el señor de todo. Pero, de nuevo, nadie lo miraba. Los armarios, el escritorio con su silla y la ropa tirada encima de él, los montones de libros por todos lados, las dos flores en la estrecha repisa de la ventana sobre el frío radiador, la cama, la alfombra, la lámpara, la radio, el ordenador, las estanterías con CDs y las impasibles paredes, todo clavaba los ojos frente a sí con indiferencia y no veía… nada. Nada se movía, nada abría la boca, y el insensible silencio se convertía sosegadamente, pero de forma segura, en una angustia agobiante. El ondeante humo empezó a diluirse en un cono del revés, entró en pánico y todo a su alrededor ocurría más rápido: cuanto más devoraba la angustia el espacio a su alrededor, creando un tipo de vacío, un espacio muerto para los sentidos y la fantasía, más irritado estaba el cono con el humo y este se diluía más, hasta simplemente desaparecer entre espasmos. En la habitación reinaba una calma total, el letargo se había instalado en cada rincón y en cada grieta y había declarado la paz. Esto no molestaba a las cuatro figuras que respiraban profundamente en la habitación, tumbados el uno junto al otro en la cama de matrimonio como cuatro maniquíes de escaparate, separados entre sí por no más de un palmo y medio, como esperando a que alguien los pusiera de nuevo en pie y les dibujara las sonrisas en la cara. ¡Si al menos fuera así para siempre!
Pero no podía ser, otra vez, como cada día. La cerradura rechinó los dientes enfadada, el picaporte dobló la espalda y la puerta espantó el silencio chirriando nerviosa y cortante. En un momento, el pánico pasó a reinar en el salón. Las cortinas de la ventana temblaron alteradas y el humo, antes inmóvil, intentó huir a través de la ventana entornada. Algunas hojas del escritorio se lanzaron al abismo desesperadas. Yacían muertas en el suelo.
—Bueno, al menos esta vez se han acordado de no dejar la llave en la cerradura —comentó Tiara, que entró con Said y se descalzó.
De repente, el piso volvió a la vida. Tiara subió la persiana de la cocina y abrió de par en par la ventana, que estaba encima de una mesa desordenada. Said encendió la radio, no sin antes cerrar la puerta entre el salón y el dormitorio, para no despertar a Adriana, Lukas, Vilon y Muri. Entonces, se puso a limpiar la mesa de la cocina. Apiló en el fregadero los platos y unos vasos medio llenos, devolvió el queso al film y echó la ceniza y las migas de pan del periódico al cenicero, vaciando este luego en la basura. No le apetecía pasar la bayeta; miró de arriba abajo la superficie redonda de la mesa y concluyó que en realidad no le hacía falta, por lo que se tiró satisfecho en la silla, se encendió un cigarrillo y abrió el periódico del día. Mientras tanto, Tiara revolvía ensimismada por el frigorífico.
—Además de lo de la mesa, si es que todavía se puede usar —habló después de un rato—, tenemos espárragos, alcachofas y el resto de verdura fresca del mercado, pimientos en conserva y setas… Pan no queda, pero estoy segura de que en el armario hay algo de cuscús, aunque deberíamos comernos estos huevos… Vamos a hacerlo así: comemos una tortilla de verduras, ¿vale?
Como no tenía ni que mover un dedo, a Said obviamente le parecía bien. Pasó las hojas del periódico y miró de reojo con interés el cuerpo de Tiara, que bailaba enérgicamente entre el frigorífico, la encimera y el fuego. Al cerrar la puerta del frigorífico con la pierna, vio que alguien había garabateado algo en su lista de tareas urgentes; por la letra parecía que Muri. Bajo los recordatorios tachados «Compra una nueva pasta de dientes» y «Paga la luz» había añadido:
«Lleva la bicicleta a arreglar al mecánico cuántico,
entérate de cuánto cuesta un billete de avión de ida a Somalia,
¡aclara por qué (si es que de verdad evolucionamos de los monos) existen todavía los monos!
Despierta a Muri a las diez, porque tiene que hacer cosas en El Autónomo».
Tiara rompió el papelito, lo tiró a la basura y pegó en el frigorífico uno nuevo. Se reía todo el tiempo mientras lo hacía. Rebosaba de energía, derramaba alborozo juvenil y aunque, como Said, no había dormido en toda la noche, no podía estar más despierta. Eran las nueve pasadas, y como por la mañana se toma café, pues Tiara lo estaba haciendo. Con una sonrisa que se le escapaba, miró hacia Said, quien escaneaba ausente la primera página del periódico.