La repartidora de pan (Raznašalka kruha, 2021) de Peter Svetina
“El pan es pan para el cuerpo, las voces son pan para el alma”. La repartidora de pan es una historia sobre el viaje y la búsqueda que tenemos que hacer para encontrarnos a nosotros mismos y a los demás. El magistral texto de Peter Svetina con humor y ternura cuenta una historia de amor, amistad y crecimiento, entretejida con una preparación muy especial de pan capaz de proporcionar comida para el cuerpo y para el alma.
En Donostia vivía un chico al que todos llamaban Jan Crucecito. Cuando todavía vivía con su abuela, ella iba con él a ver las olas que desde el mar abierto se acercaban a la ciudad. Estas no eran olitas, rizos espumosos. No, eran unas olas que alcanzaban la altura de tres, cuatro, cinco, a veces incluso ocho metros, y rompían contra la arena de la orilla, frente a la ciudad. Cuando llegó una de estas altas olas, la abuela lanzó un grito de felicidad y se santiguó en la frente. Y también Jan, que se alegraba junto con su abuela, se santiguó con el mismo gesto que vio en ella. Desde entonces lo llamaban Jan Crucecito. Y seguían llamándole así incluso cuando ya no se santiguaba con cada alta ola, pues su apodo ya había sido acuñado.
La abuela murió y Jan creció. Seguía acercándose al mar para mirar las olas. Junto con otros chicos iba al final de un muelle largo que el alcalde mandó construir hasta muy adentro del mar. Antes del muelle hizo levantar una escollera de enormes bloques de piedra. Los chicos contaban las olas, calculaban lo altas que eran y chillaban cuando se les acercaba alguna especialmente alta. Era una destreza calcular la altura de la ola. ¿Rompería de tal forma que los mojaría? ¿Podrían escapar a tiempo de sus aguas y espumas?
Muchas veces, luego de que los chicos, y también las chicas, abandonaran el muelle después de contar las olas, y volvieran empapados a sus casas, Jan Crucecito y María de los ángeles se quedaban allí solos para seguir observando las olas. A veces conversaban, y entonces Jan se mostraba más parlanchín que María. Otras veces estaban callados, limitándose a contemplar las olas que rompían contra el muelle.
Un día, Jan contaba las olas junto a los otros chicos, pero María no estaba en la otra parte del muelle. Y Jan dejó entonces a sus compañeros para ir a buscarla.
No sabía dónde vivía, así que tampoco sabía a dónde ir por ella. Tampoco sabía cómo. Entonces se le ocurrió que podría buscar la voz que cuenta de María de los ángeles.
En las calles se encontró con la voz del viento:
¡SssssssssssSSssssss!
¡¡¡SHHHHHhhhhhh!!!
¡FiuuusssssSshshhhhhhh!