De La novela de despedida de un suicida (Samomorilčev poslovilni roman, 2005), de Bojan Meserko
Me esforzaba en pasar desapercibido por todos. Sencillamente quería que fuera así. Lo que menos deseaba era algún tipo de atención innecesaria, al menos para mí. Pero pasaba justo lo contrario. Me la prestaban por todas partes. Por algo habría sido, quién sabía por qué. Trato de ser un ciudadano de lo más ejemplar posible, uno que doble con docilidad su columna elástica y permita que las autoridades piensen en su lugar. Vete, vente, sube, baja. Hace tiempo, el asunto me daba mucho quehacer y reflexionaba con qué y cómo podría cambiar mis actitudes, el mundo circundante y, podría decir, hasta una especie de mi sometimiento. Pero se me pasó. No digo que de pronto. De cierta manera paulatina mientras me incorporaba en la sociedad y conocía sus leyes. ¿Oponerme? ¿A quién? ¿Por qué?, ¿para qué? Ya nada me quedaba claro y me parecía que lo mejor era dejarme llevar, y que llegaría, pues, donde llegaría por voluntad ajena, donde quedaría depositado. El sentido de mi existencia. Estar por todas partes y pasar desapercibido. También esto me pasa. Es lo que digo. Pero no es así exactamente y tampoco es tan sencillo. Sencillamente me lo he inventado para poder dar alguna razón a las acciones que, sin duda, me esperan en el futuro y cuyos protagonista y director seré yo mismo. ¿Salvación? Qué sé yo. Pero sí sé algo. Hay unos ojos que están clavados en mí, pero no sé de quién, a qué caras pertenecen. Caras que están esperándome, preparadas para mí. Me miro y puedo decirme cómo soy y, sólo después, cómo me ven los demás. De mí puedo decir muchas cosas, puedo hablar durante horas, tal vez hasta meses, pudiendo inventarme muchas cosas, añadir y quitar, sólo mi manera de narrar puede acercar de forma animada y convincente mi imagen interior y exterior al hombre más sencillo. O a otros, a aquellos que, por ser tan exigentes, a veces resultan aún más incomprendidos y desconsiderados porque tienen demasiados conocimientos previos forzados para poder aceptar la totalidad de un hecho sobre una persona. Y puedo empezar a moverme en un círculo, repitiendo sin parar sólo esto, también las formas de narrar y de acercamiento al que puedo disminuir y aumentar al azar. ¿Y qué pasa con las consecuencias? ¡Las consecuencias! Pues para una persona descuidada o aparentemente quisquillosa, esto puede parecerle una narración vacía que no significa nada. Un sarta de disparates. Ni más ni menos. Las imágenes son diversas, las imágenes se distinguen entre sí, de modo que resultan reconocibles. Todos pueden conocerse, reconocerse y percibirse un poco. Como en un camino o en el sueño, cuando uno va apareciendo desde un menudo puntito en la lejanía, que va poniéndose cada vez más claro y reconocible. Después la imagen y el personaje, después el nombre, a lo mejor el orden es otro, a lo mejor aparece primero el personaje y después la imagen, y después se reconoce. O bien en la duermevela, también allí, el efecto es parecido; pero no da completamente igual de qué tipo de duermevela se trata, pues la que se produce por el cansancio recibe bastante menos efectos de esta clase que la que se parece a un ensueño. A menudo puede vencerme el sueño que no es un sueño verdadero, por así decir, sino más bien una forma de ensoñación y fantasía en un estado de duermevela, cuando me mudo a una especie de lo incierto y, sin embargo, todo parece tan claro y real que, algún día, podría mezclar todo, sin saber, luego, en qué mundo me encuentro. Y la cuestión no es que ese otro medio o ese medio diferente o ese mundo sea algo diferente, no, todo es tan real que experimento con mucha facilidad todo lo que rinden ambos lados. Ambas partes me resultan familiares y conocidas. Domino las leyes de ambos mundos. Puedo adaptarme en un momento y mudar de piel con facilidad, ya casi sin darme cuenta, de una manera ya tan automática. Los dos mundos tienen bastante en común. También allí hay cosas desagradables y cosas agradables, de hecho, las últimas predominan. Tan maravillosa es la sensación de familiaridad, vaya adonde vaya. La familiaridad que me gusta y que quiero sentir por todas partes a mi alrededor. No, no pueden engañarme. Al principio tal vez sí lo hacían todavía porque no sabía con exactitud dónde estoy ni cómo, cuándo había llegado, me resultaba bastante difícil separarlos. Pero, después, fui notando con el tiempo que el regreso estaba conectado con las señales que anunciaban que tenía sueño y que me quedaba ausente, estado que me llevaba al otro lado, al otro mundo diferente. Sí, domino ambos mundos. Pequeños matices, algunos acontecimientos y propiedades distintivas me hacen reconocerlos, saber a ciencia cierta que ahora estoy allí o aquí. Pero ocurrió otra cosa. Con el tiempo se me olvidó controlar dónde me encontraba. Empecé a confundirlos. Lo cual no es tan sencillo. Las señales se parecían siempre. Tendría que haber tenido una fórmula de contar las mudanzas, de registrarlas para poder saber. Era ya demasiado frecuente cuando caí en la cuenta. Ya no había vuelta atrás. Ya eran dos los mundos con los que vivía, en los que vivía. Y, después, sólo un pensamiento. El pensamiento mismo de que podía tratarse de una perdición, de haberme desviado a una trampa o a un nudo psíquicos que me apretaba sin piedad dentro de sus tramas de tiempo y espacio. Lo más difícil era asumirlo. Estar en dos mundos. Y tomar ambos por reales y concretos. Ahora no hay duda y ya no me rompo la cabeza innecesariamente para saber dónde estoy, cómo y cuándo, ya no es importante. Lo único que importa aún son los actos. También sin palabras. Palabras pronunciadas. Claro que puedo decirlas cuando es necesario. Y muchas veces lo es pues tengo que responder a ambos medios; tal vez esta sea una de las diferencias, es decir que, en el otro mundo, no necesito hablar con nadie si no quiero. Y puedo comprobar lo feliz que estoy. Sin duda. Y sólo los elegidos, o sea los que les ocurre algo parecido, y son no son pocos porque he conocido bastantes, pueden aseverar algo parecido y comprenderme; en el fondo me consuelo pensando que los conozco, la verdad es completamente diferente, pues he notado que la mayoría teme hablar sobre sus imágenes del otro mundo. Otra vez yo y sólo yo, mi yo eterno, y no estaría mal decir el yo del yo, mi cualidad del yo. Qué cómico resulta desordenar las palabras y darles un nuevo sentido sacándolas de cosas y acciones conocidas. Y, a la vez, también necesario. Percibir y resumir de manera completamente diferente. A veces siento esta necesidad. Y ahora la duda de expresarme en tiempo pretérito, de decir tenía, tengo o, sencillamente, soy. Pero no sé la diferencia. Y no quiero saberla ni tampoco reflexionar sobre ella. He reflexionado tanto sobre tantas cosas que me he saciado, me he hartado, aunque me restultaba tan cotidiano como beber agua. La mano que se dirige hacia el grifo, que tiene, a su izquierda, agua caliente y, a su derecha, agua fría, sólo debe conocer los signos, los símbolos de agua en ambos estados, de la caliente y de la fría, y, al fin y al cabo, también del tercer estado, mezclada, o sea templada que, por la frecuencia de uso, sigue a la fría, los signos son rojo y azul, pero para la mezcla no existe pues se sobreentiende, supuestamente, que la posición media es lo que da a medias de cada una. La fría es para beber, la templada para lavar y la caliente para cocinar. Qué error. Las tres son equivalentes y lo más probable es que así sea también su utilidad. Tanto puede equivocarse uno ya con una nimiedad así, una cosa cotidiana. Lo más importante es la meta, ningún tipo de reflexión, dejarse llevar por su estado real y tener conocimiento de su utilidad. A mí mismo me había ocurrido hasta que noté que el agua en mi vaso estaba un poco turbia, de manera que, cuando pasó, vertí el líquido en el fregadero, después volví a llenarme el vaso y se repitió todo. Con el agua caliente tenía claro que debía ser así, pero, con la fría, con la de beber, de ninuna forma. Volví a llenarme el vaso y, allí, apareció otra vez una nebulosa que giraba desagradablemente y parecía casi asquerosa. Acerqué la cabeza al borde del vaso y me pareció oír una especie de susurro o de siseo que no era tan fuerte y típico como en el agua con gas, ni se oía aquel típico estallido de burbujitas, más bien hacía recordar de un sonido asordinado del que no podía jurar que no era adecuado, lo más acertado sería compararlo con el sonido de un neumático roto. O sea de un asordinado siseo susurrante. Me daba esgrima beber un líquido así aunque sabía que se trataba de un proceso normal y habitual que hacían la empresa encargada del agua potable, que la habían enviado en un estado adecuado por los tubos hasta los usuarios, y que, supuestamente, aquel procedimiento era algo inevitable que, de cualquier modo, no se repetía muy a menudo, pero a mí me bastaron dos o tres veces al año para decidir que no lo sufriría más. Desde entonces ya no bebía agua del vaso porque se veía con demasiada crudeza cuando algo pasaba con el agua. La bebía sólo de la taza de té, y sólo encima del grifo del que la sacaba, la bebía de una taza ruda de cerámica. Con la izquierda. Y todos los demás líquidos con la derecha. Mientras levantaba el agua hacia la boca, cerraba los ojos y, después, la vertía en mí para tragarmela en sorbos largos y enviarla a mi estómago. Al principio era torpe porque no sabía hacer un mohín de manera correcta para verterla toda de una vez, la máxima cantidad posible, así que no pocas veces me atragantaba, se me cerraba el conduto y escupía toda el agua en el fregadero. Después se hizo más fácil. Aprendí y me acostumbré a abrir la boca formando un orificio semicircular, de manera parecida como donde el dentista, cuando la boca se abre, pero no lo suficiente, pues la gente disminuye instintivamente la abertura original, reduciéndola a la mitad. Era la comparación con la visita al dentista la que me hizo posible encontrar pronto la forma correcta que, al mismo tiempo, resultaba eficaz. Y si refiero también el hecho de que, desde la infancia, los dentistas me dan miedo, resulta claro que ambos miedos tienen algo en común y tal vez sea evidante también la conexión entre lo primero y lo segundo y, de cualquier forma, esta conexión se expresa, precisamente, en la forma que he descrito. Se traslada de cierta época a la otra, vive y espera el momento adecuado para ponerse en marcha y aparecer en su propia forma, con la comprensión asequible a una persona sola y destinada a una persona sola. Su descifre está condicionado por el afectado, por si lo acepta y se pone a solucionarlo. Las imágenes del funcionamiento en sus formas son difícilmente reconocibles y, por lo general, poco gratas. No me gustaban y las reconocía con demasiada nitidez para que no me parecieran conocidas en seguida; en el fondo, me invadían sensaciones diversas. Me acostumbré a ellas poco a poco y aprendí a vivir con todos aquellos trastos y cachivaches que daban la impresión de que algunos de mis actos eran al menos insólitos, si no extravagantes. Lo mismo las decisiones que en aquellos momentos me parecían las más apropiadas. A veces sentí cierta vergüenza, arrepentimiento de alguna costumbre que había tenido o actos que había hecho, pero fue algo momentáneo y, encima, en las épocas más inoportunas, cuando podían ser más agudas, pero había tantas otras cosas que se limitaban a esas ideas rápidas y fugaces que desaparecen en seguida y se desvían a otro lugar, dejando libres otras capacidades para que realicen su tarea hasta el final. Y, después, otra vez. Por fuerza de voluntad y concentración, podría rebobinar y tratar de evocar aquellas ideas relámpago, repasarlas y establecer su debida importancia. Tal vez podría haberme quedado satisfecho, pero se trataba sólo de saber que había sido un relámpago con intención, que había sido enviado con intención; pero no había sido casual, de ninguna forma. Y érase una vez que yo creía en las casualidades que se daban a mi alrededor y estaba seguro de que la casualidad era, en el fondo, un sustituto bastante adecuado del destino. No digo que, por ello, me sería o me es más fácil vivir. No, no puedo asegurarlo, de ninguna manera. Me quedo con esta idea y solo voy completándola y perfeccionándola, hasta una forma determinada, hasta mi propio jucio, cuando decida, según mis criterios, que se trata de mi perfección que exigo de cada cosa y de todo lo que me propongo a llevar hasta aquel punto de autosatisfacción, hasta la perfección que me satisface. En mí, hay muchas cosas que necesitan la autosatisfacción, esta palabra es muy frecuente en mi vocabulario aunque, tal vez, satisfactoriamente sería más apropiada. Podría decir que exagero bastante y que ya estoy al borde de una autoimagen autosatisfactoria. Claro que soy muy consciente de que estos criterios míos no valdrían para nadie más, de que son sólo míos, y de que depende de mí estar satisfecho con ello, cualquier otra persona podría sacarle errores si se pusiera a profundizar más a fondo, pero tampoco nunca me he pronunciado en voz alta sobre esta evaluación propia. En el fondo, no soy una persona conflictiva. Ni lo he sido nunca. Y, sin embargo. La decisión que he tomado es discutible, sin duda. Pero consiento lo discutible que es sólo en la relación desde fuera hacia dentro. O sea desde la sociedad hacia mí, una vez que se haya efectuado el hecho, cuando haya decidido, aunque ya estoy decidido, lo único necesario es determinar por última vez el día y la forma de realizar el hecho que ya se ha confirmado y se ha reconocido como el único correcto y conforme a mi manera de pensar que, en este momento y en este estado mental, es completamente clara y lógica. No hay error. No necesito pedir perdón.