La crónica del olvido (Kronika pozabljanja, 2014), de Sebastijan Pregelj
La novela La crónica del olvido (2014), que a primera vista podría considerarse una novela sobre la vejez, la demencia y sobre el paso del tiempo, pone en primer plano a un octogenario relativamente ágil, un abogado jubilado que después de mudarse a una residencia de ancianos no tiene que enfrentarse con los problemas que suelen acompañar la vejez. Es capaz de cuidar de sí mismo en su piso, y además ni le falla la memoria ni tampoco su cuerpo. Pero a lo largo de la novela, que transcurre como una vuelta atrás, ya que la narración empieza con su propio entierro, el lector se da cuenta de que el protagonista tampoco puede evitar las huellas cada vez más notables del tiempo, a pesar de procurar evitarlas. Los días monótonos que pasa entre sus compañeros, entregados a su destino, de repente los rompe la llegada de una señora atractiva que se muda a la habitación vecina. Además, empieza a visitarlo un desconocido que le recuerda los problemas de la vida exterior y a la gente que se queda al otro lado de la pared invisible de la demencia.
A mi funeral ha acudido un conjunto extraño de personas. Desde lejos se ve que la gente reunida no casa. O sí, quién sabe. Tal vez casa más justamente por sus diferencias. No lo sé. La variopinta compañía, no son más de veinte personas, forma un semicírculo. Delante de ellos hay una tumba abierta, en el nicho de hormigón hay una urna. En la urna hay un puñado de cenizas. Es lo que queda de mí.
La gente que se ha reunido me era querida. A cada uno de ellos le quería a mi manera. Conocía a algunos desde hacía mucho tiempo, a otros desde hacía poco. Pero el tiempo no significa mucho.
Konstanca está delante de todos. Una mujer guapa, alta, arropada con un abrigo negro que resultaría demasiado grueso a mediodía, cuando la temperatura puede alcanzar hasta veinticinco grados o más, pero por la mañana no está de más. En la mano derecha sostiene un pañuelo de seda con el cual se seca las lágrimas. Cada tanto alza la mirada al cielo, como si estuviera buscándome por allí arriba, después la baja otra vez para clavar los ojos en el suelo.
A su lado está Rina, su hija. Ha venido porque no quiere que su madre esté sola en un día como este. Teme por ella. Cree que la pérdida y el vacío que he dejado no son buenos para ella. Su madre le ha contado muchas cosas sobre mí los últimos meses, cosas de nosotros, de los planes que tenemos. Rina no tomaba muy en serio a su madre, pero no se lo dijo. Ni siquiera le insinuó que lo que contaba era difícil de creer. Estaba contenta de que su madre a su edad había conocido a alguien, estaba contenta de que su madre, mientras vivía en la residencia, había obtenido a un nuevo amigo y que así no tenía tiempo de ampararse en el pasado. Antes de que Konstanca llegara a la residencia, a Rina le preocupaba cómo se adaptaría su madre a la nueva casa, aunque habían hablado de ello un sinfín de veces y estaban de acuerdo en que no había otra solución. Además, Konstanca estaba sana y fuerte, sólo que le fallaba un poco la memoria y tenía achaques que llegan con la edad y no son nada especial, si uno sabe aceptarlos. A Rina le preocupaba sobre todo que su madre no encontrara una compañía adecuada, que no congeniara con la gente de la residencia y no se relacionara con ella y, por eso, se encontrara más o menos sola y aislada. Tenía miedo de que se ensimismara y poco a poco se perdiera en sus recuerdos. Después resultó que su miedo había sido innecesario. Konstanca hizo nuevas amistades y cada vez tenía menos tiempo. Últimamente hasta consultaba el reloj mientras Rina estaba de visita. Cuando Rina le preguntaba si tenía prisa, ella le contestaba que no, y, al mismo tiempo, le rogaba que se quedara un poco más. Rina lo entendía y le entraba la risa. Estaba feliz y no tenía preocupaciones. Ahora vuelven los miedos y las preocupaciones. Rina siente cómo se envuelven alrededor de su cuello y bajan por su columna hasta llegar a la pelvis y siguen su camino a lo largo de sus piernas hasta la planta de los pies. Sin embargo, nunca lo confesaría. Prefiere hacer las visitas más largas a su madre en el futuro e intentar así entretenerla y distraerla contándole sus historias.
A una distancia de unos pasos está Adam. Cuando lo conocí era un pasante de abogado, ahora es director de un bufete. A Adam lo quiero como si fuera mi propio hijo. Adam desvía su mirada hacia Rina con frecuencia. Le interesa quién es esa mujer, aunque en realidad sabe quién es. Le gusta.
Entre Adam y Rina hay un montón de gente mayor. Delante está el calvo Maks, metido en su chándal verde. Debajo del brazo sostiene un tablero de ajedrez. Dice entre dientes que todos caemos como figuras de ajedrez. Una partida mala. Pero no nos vamos a rendir, dice con determinación. A su lado está Franc, una especie de asistente del conserje. Franc no deja de pensar con insistencia en las tareas que le esperan en la residencia. Hay muchas cosas que hacer. Espera que el funeral no dure demasiado. Espera que después del funeral no le obliguen que vaya con ellos a tomar café. Aunque sí le apetecería tomar café, pero no junto al quiosco del cementerio municipal donde el café huele a crisantemos y sabe a muerte. Empiezan a sonarle las tripas. Tiene hambre. Piensa en que la empresa funeraria no tiene en cuenta a la gente viva, sino sólo a los cadáveres. Si pensaran en la gente viva, los funerales no tendrían lugar a una hora tan temprana. ¿Cuándo quieren que desayune la gente?
Al lado de Franc está Bernard, pintor, y se le acaba de ocurrir que no estaría mal incluir en su obra un nuevo ciclo con el título de
. Vivos. Un hombre puede oponerse a la muerte, está pensando. ¡Mira nosotros! Siente un impulso en el pecho, le pican los dedos. Le gustaría correr a casa, colocar un pedazo de cartón en el caballete y en seguida ponerse a pintar. Pintaría rostros de gente viva. La muerte ganará al final, naturalmente, reconoce para sus adentros, pero hasta entonces puedo pintar a muchos vivos. Y los cuadros permanecerán y darán testimonio de nuestra existencia.Al lado de Bernard está la enfermera de turno que esta mañana ha sido asignada como acompañante. Es la primera vez que la veo. No sé cómo se llama. Parece simpática y paciente. Detrás de la enfermera de turno hay más gente. Se mantienen un poco más lejos porque la muerte junto a la fosa estaría demasiado cerca.
A la izquierda de la fosa está Musa, cocinero de Sudán, que dice que el mejor plato es el que no está vacío y que el amor sabe igual en todas partes. A su lado está Rabia, de Pakistán. En las mejillas tiene unas rayas luminosas, hechas por lágrimas. A su izquierda, Makemba Alisa de la República Centroafricana. Makemba Alisa está tragándose las lágrimas. Al rato, su mano derecha busca con tanteo la mano de Rabia. Luego las dos mujeres permanecen agarradas de la mano, como si se dieran ánimos y fuerza la una a la otra.
Detrás de Makemba está Joseph, filipino, que hace unos días reparó el televisor. El televisor es viejo pero había funcionado impecablemente durante mucho tiempo. Todas las noches, cuando se cerraban las puertas y se apaciguaba la vida, Musa se sentaba ante el televisor y veía programas de cocina. Los veía hasta muy entrada la noche. No podía creer cuántos había, le encantaban las emisoras donde distintos chefs de todas las partes del mundo se pasaban cocinando todo el día. Cuando el televisor dejó de funcionar, Musa se descompuso. A nadie le comentó que echaba de menos la televisión, pero todos lo sabíamos. Su mirada se había vuelto triste, sus palabras eran esporádicas y secas. Hasta la comida que preparaba tenía otro sabor, se había vuelto amarga. Franc y Joseph abrieron el televisor e inspeccionaron el interior del aparato. Primero, Joseph encontró en Internet los dibujos del aparato y luego la tienda que vendía piezas de repuesto, y allí las pidió. Al cabo de menos de una semana, el cartero trajo un paquete pequeño. Ahora, con el televisor reparado, Musa se queda viendo los programas de cocina hasta muy entrada la noche, tal como lo hacía antes.
Al lado de Joseph está Luminita. Luminita viene de Rumanía. Figura en el registro de personas desaparecidas. No ha hecho nada para que los funcionarios que se ocupan de diversos registros de personas, crean lo contrario. Me dijo que no quería cambiar de condición, y, menos ahora, cuando, al cabo de mucho tiempo, volvía a respirar y pensar con más alivio, ahora, cuando, después de mucho tiempo, sentía otra vez que estaba viva.
Me dijo que se sentía como si hubiera metido todo lo que le había pesado en una maleta grande y la hubiera dejado en una consigna de la estación de ferrocarril, y hubiera tirado la llave desde el puente custodiado por cuatro dragones de bronce al río, donde se la hubiera tragado un pez que más tarde hubiera sido devorado a su vez por otro pez más grande, y éste por otro más grande y así sucesivamente, del río al mar y al océano. Luminita sostiene en la mano derecha un ramo de flores de verano que ha recogido esta mañana en el césped detrás de la residencia. La posición de la mano le produce daño en la muñeca.
Al lado de Luminita está Vesna, la trabajadora social que nos había mandado el Centro. Una mujer joven que no tiene ni veinticinco años y que parece tener aún menos edad, de rostro y cuerpo infantiles. En medio de la cara tiene unos ojos grandes y asustadizos, parecidos a los de una corza. Hace unos meses terminó la carrera, pero como no puede encontrar trabajo, igual que la mayoría de los jóvenes, trabaja de voluntaria. De esta forma espera obtener experiencia y a lo mejor, más adelante, una oportunidad para encontrar un trabajo fijo. Vesna y Luminita han conectado mucho durante las últimas semanas. Vesna parece menos cohibida y a Luminita la he visto más sonriente. Vesna tiene ganas de hacer pipí. Se pregunta si tiene una inflamación de la vejiga. Antes de salir de casa, fue al baño, pero ahora tiene que ir otra vez. Qué molesto. ¿Dónde podría encontrar un rincón íntimo entre estas tumbas?
Allí está un hombre joven, apartado de todos. Se queda de pie durante un rato, después se dirige a un banco cercano y se sienta. Desde allí contempla a la gente reunida. Si la mujer de limpieza, Aida, hubiese venido a mi funeral, se acordaría de él, pues por lo menos una vez lo había visto salir por la mañana temprano de mi habitación. Pero no sabe quién es. No se lo he contado. Ni yo mismo sé quién es. El hombre parece satisfecho. Piensa que todo acaba saliendo más o menos como es debido y que, de alguna forma, todo llega a encajar.
Cuando se oye salir la música funeraria de los altavoces, las mentes se paralizan. Todos miran con ojos ausentes, todos están esperando a ver qué pasa. Uno de los cuatro hombres uniformados que están detrás de la tumba se acerca al micrófono y pronuncia unas palabras por obligación profesional. Luego echa un vistazo a los presentes como si estuviera comprobando si alguien desea decir algo más. Cuenta mentalmente hasta treinta. Como nadie da un paso hacia adelante, se vuelve hacia los hombres que están detrás de la tumba. Les indica que se pongan a su lado. Permanecen de pie, quietos. Uno de ellos sujeta un asta de madera con la bandera nacional, la blande varias veces sobre la tumba abierta. Luego la enrolla alrededor del asta, y los hombres se van.
La gente que se ha reunido permanece un rato absorta y en silencio. Cada uno se pregunta por su cuenta si esto se ha acabado y pueden irse o deben quedarse un rato más por cortesía o qué hay que hacer.
La gente mayor está cambiando de postura, como si sintiera frío en las plantas de los pies, como si en los zapatos se les infiltrara el frío que, en el fondo, es el miedo. Esta mañana, la muerte no ha ido en su busca, sino que ellos han entrado en su jardín, como si hubiesen venido a desafiarla, como si hubiesen venido a invitarla que vuelva a pasar por casa. En general piensan que estoy bien porque ya lo he superado. A la gente no le da miedo la muerte, le da miedo el dolor de los últimos momentos. Y tienen miedo porque no saben adónde van y cómo es allí, si hay algo allí siquiera, y si no hay nada, ¿qué pasa entonces?
Para mí, que he cruzado el umbral entre el aquí y el allá, ha salido todo bien, según ellos, teniendo en cuenta todo. Además he tenido suerte. He muerto durmiendo. La gente desea morir en el sueño, pero la mayoría no tiene esa suerte.
También Makemba Alisa, Rabia, Musa, Luminita y Joseph están cambiando de postura, ellos también tiritan de frío matutino.
La única que permanece quieta, inmóvil, es Konstanca. Rina tiene paciencia. Está a su lado, esperando. De tanto en tanto, Adam dirige su mirada hacia ellas. Ha decidido acercarse, saludar a Konstanca y conocer a la mujer que está con ella, pero no ahora mismo. Debe esperar un poco más.