Hazme un cuento (Skuhaj mi pravljico, 2017), de Majda Koren
El álbum Hazme un cuento fue publicado simultáneamente en Eslovenia (Kud Sodobnost) y, en su traducción polaca, en Polonia (Ezop) y es fruto de la colaboración de Majda Koren, una reconocida autora de textos eslovena, y Agata Dudek, una renombrada ilustradora polaca. La historia se centra en el protagonista Tesoro, un conejo muy quisquilloso en cuanto a la comida, y en su preocupada madre, que ya no sabe qué prepararle para comer. Un día el hijo le pide que le haga un cuento y, como es tan difícil complacerle, va preparándolo cada día en una cazuela distinta. ¿Queréis saber qué truco utiliza para complacer sus papilas lectoras? Habrá que leer el cuento.
Tesoro era muy quisquilloso en cuanto a la comida. La sopa siempre le parecía demasiado aguada, las patatas, demasiado saladas y la ensalada, demasiado verde.
–Tesoro, ¿qué quieres que te haga para almorzar? –preguntó su madre, ya que no sabía más qué prepararle. El pequeño se colocó en medio de la cocina, se llevó las manos a las caderas y dijo con determinación:
–¡Hazme un cuento!
Y la madre se puso manos a la obra.
Sacó una olla rosa con lunares verdes, le echó agua y la puso en la hornilla. Cuando el agua empezó a hervir, echó una pizca de sal, dos patatas y una cucharadita de polvo de diente de serpiente y tres cucharadas de risa. Después, lo removió y volvió a removerlo con su cuchara de palo más grade. En la olla se formó un borboteo extraño, de allí salían nubes de vapores.
Una vez cocido el cuento, la madre apagó la hornilla. Metió el cazo tres veces en la olla y llenó el plato de su Tesoro.
–¡El cuento está listo! –gritó y puso el plato en la mesa.
Tesoro vino corriendo del salón donde había estado jugando a las canicas y se sentó a la mesa. Con la cuchara cogió un poco del cuento y se lo llevó a la boca.
–¡Oooh! –exclamó.
Sorprendido, dio un salto en la silla al observar, en su cuchara, un pequeño dragón rosa, salpicado de lunares verdes y con coletitas azules en la cabeza.
–¿Pero qué “oooh”? ¿Sólo “oooh”? ¿Acaso no me tienes miedo? ¿No vas a gritar de espanto? Soy un temible dragón. ¡Tan temible que puedo arrancarte la nariz o tirarte de las orejas! –alardeó el diminuto dragón en la cuchara.
–¡Mamááá! –gritó Tesoro y dejó la cuchara en el cuento.
–¿Qué pasa, Tesoro?
–¡No me gusta este cuento! –dijo.
Apenas lo había dicho cuando el dragón –de piel rosa, lunares verdes y coletitas azules en la cabeza– dio un bufido de enojo, puso en marcha sus diminutas alas y salió volando por la ventana.
–¡Déjalo entonces –dijo la madre. Y Tesoro se quedó sin almuerzo.
El día siguiente, la madre volvió a preguntarle:
–Tesoro, ¿qué quieres que te haga para almorzar?
–¡Hazme un cuento! Pero otro, ¡no como el de ayer! –dijo Tesoro con decisión. La madre se puso manos a la obra.
Cogió una olla verde con lunares azules, le echó agua y la puso en la hornilla. Cuando el agua empezó a hervir, le echó tres zanahorias, dos colirábanos, una pizca de ortigas secas y una cucharada grande de terror verde. Después, con su cuchara de palo más grande, removió y volvió a remover. En la olla se formó un borboteo terrible, de allí salían nubes de vapor. Una vez cocido el cuento, la madre apagó la hornilla. Metió tres veces el cazo en la olla y llenó el plato de Tesoro.
–¡El cuento está listo! –gritó y puso el plato en la mesa.
Tesoro vino corriendo del salón donde había estado jugando con los ladrillitos y se sentó a la mesa. Con la cuchara cogió un poco del cuento y se lo llevó a la boca.
–¡Ooooh! –gritó y casi se cayó de la silla del susto al ver en la cuchara un monstruo verde y baboso con ojos grandes y azules y garras negras en las patas.
–¿Oooh? ¡Yo sí que te voy a dar “oooh”! Por favor, ¡ten un poco más de respeto! ¿Acaso no me tienes miedo? Podría desenroscarte la cabeza o arrancarte una pierna de un bocado, ¿y tú sólo sabes decir “oooh”?
–¡Mamááá! –gritó Tesoro y dejó la cuchara en el cuento.
–¿Qué pasa, Tesoro?
–¿No me gusta el cuento! –dijo él.
Apenas lo había dicho cuando el monstruo verde –de ojos grandes y azules y garras negras en las patas– salió ofendido y a pata firme por la puerta.
–¡Déjalo entonces! –dijo la madre.
Y Tesoro se quedó sin comida.
Al tercer día la madre volvió a preguntar:
–Tesoro, ¿qué quieres que te haga para almorzar?
–Hazme un cuento. Pero otro, ¡no como los de ayer o anteayer! –dijo Tesoro con decisión.
La madre se puso manos a la obra.
Cogió una olla roja sin lunares, le echó agua y la puso en la hornilla.
Cuando el agua empezó a hervir, le echó espuma de tres yemas, una rodaja de remolacha, una pizca de picardía y la misma cantidad de sal. Después cogió su cuchara de palo más grande y lo removió y volvió a remover. En la olla se formó un borboteo alegre, de allí salían nubes de vapor. Una vez cocido el cuento, la madre apagó la hornilla. Metió tres veces el cazo en la olla y llenó el plato de Tesoro.
–¡El cuento está listo! –gritó y puso el plato en la mesa.
Tesoro salió corriendo del salón donde había estado dando volteretas en la alfombra y se sentó a la mesa. Con la cuchara cogió un poco del cuento y se lo llevó a la boca.
–¡Jolines! –gritó con sorpresa al ver en la cuchara a una niña con una caperucita roja en la cabeza y una cesta de mimbre en las manos.
–¿Y tú quién eres?
–Francisca –contestó la chica.
–Tú no eres Francisca, ¡tú eres Caperucita roja!
–Si ya lo sabes, ¿por qué me preguntas entonces?
–Pues…, por preguntar. ¿Qué llevas en la cesta? –preguntó Tesoro con
interés.
–¡Lo sabes muy bien! Un pastel. Para la abuelita.
–Sí, es verdad –dijo Tesoro, se quedó pensativo durante un rato y preguntó:
–¿Y dónde están el lobo, la abuelita y el cazador?
–¿Dónde van a estar? En el cuento, por supuesto. En tu plato.
–A ver… –dijo Tesoro y desplazó a Caperucita de la cuchara a la mesa.
Después busco por el cuento y sacó con la cuchara también a la abuela, al cazador y al lobo y los puso, uno tras otro, al lado de Caperucita. Mientras rebuscaba por el cuento que había sobrado en el plato, el cazador, Caperucita roja, la abuelita y el lobo habían empezado a charlar. Primero se oyó a la abuelita:
–Oye, mi querida Caperucita, dile a tu madre que me he hartado de comer pastel. Por favor, para la próxima vez, que me haga torrijas. Y el vino estaba agrio. ¡Que la próxima vez sea zumo de fresa!
–Vale, abuelita, se lo diré.
–A mí no me gustaría tener que comeros una y otra vez. ¡Os tengo atragantados! –apuntó el lobo.
Y al cazador se le ocurrió:
–Para la próxima vez quedamos y hacemos un picnic en el bosque, ¿qué os parece?
–¡Genial! –exclamó la abuelita. Caperucita roja, tú vas a traer las torrijas y el zumo. Lobo, tú te encargas de las patatas. Cazador, tú vas a encender el fuego para asar las patatas a la brasa. ¿De acuerdo?
–¡De acuerdo! –dijeron todos al unísono y se estrecharon las manos justo en el mismo momento en el que Tesoro tomaba del plato las últimas gotas del cuento y se las llevaba a la boca. En ese preciso momento, todos –Caperucita roja, la abuelita, el cazador y el lobo– desaparecieron.
Tesoro se quedó sentado a la mesa con la cuchara en la mano. Su madre asomó la cabeza desde el salón:
–Tesoro, ¿te ha gustado el cuento?
–¡Ay, sí, mamá! ¿Me lo vas a hacer otra vez?
–Claro que sí, mi Tesoro.
A partir de entonces, la madre sólo le hacía cuentos en la olla roja sin lunares. Cuando Tesoro removía mucho el cuento, encontraba a la abuelita con una caperucita roja en la cabeza o el lobo con su pata en una cesta de mimbre. Cada día el cuento salía un poco diferente, pero tan sabroso que Tesoro se lo comía en un santiamén. Y su madre sentía una gran alegría.