En medio de la felicidad y el jueves por la mañana (Sredi sreče in v četrtek zjutraj, 2016), de Peter Svetina
En medio de la felicidad y el jueves por la mañana (2016) Esta es una curiosa historia con unos personajes bastante particulares: un profesor que quiere demostrar con el cálculo que también en verano puede nevar y dos chicas, una muy alta y la otra muy baja, que tienen una misión especial y a las que les sobra imaginación y falta dinero para poder pernoctar en un hotel.
El profesor Pedro Montañés estaba parado junto a la ventana abierta viendo las espesas gotas debajo del techo que iban tomando la forma de delgadas líneas lluviosas. Hoy presentaba su investigación, pero no había podido convencer a sus compañeros. Sus cálculos no salían. Las delgadas líneas eran cada vez más espesas, pero a pesar de la lluvia el ambiente seguía caluroso. Era un cálido día de verano.
Tocaron. Como no contestó, volvieron a tocar. Luego se abrió la puerta y entraron dos señoras. Una era alta. Se arregló la cinta del pelo y con la mano derecha se acomodó tres anillos de la mano izquierda. La otra, que era más baja y venía lamiéndose los labios, metió de un jalón una bolsota de plástico que cargaba en una mano. En la otra mano llevaba un estuche con una guitarra.
“Disculpe”, preguntó la alta, “¿podría prestarnos dinero para el hotel?”
El profesor Montanés las estaba viendo sin ver.
“Disculpe”, volvió a decir la alta, “¿podría?”
“¿Cómo?” respondió el profesor que apenas se percató de su presencia.
“Que si nos podría prestar dinero”, repitió la alta.
La baja se lamió los labios y asintió.
“Ajá”, contestó el profesor Montañés. Y después nada.
“Entonces, ¿podría?” volvió a preguntar la alta.
“Pero si allí está bajo cero, entonces podría nevar, por supuesto”.
“¿Perdón?”
“Ah, nada, nada, disculpen… ¿de qué estábamos hablando?”
“Que si nos prestaba para el hotel”.
Sin palabras, el profesor sacó unos billetes de su cartera.
“Al concierto, por favor”, dijo en la noche la alta cuando estaban sentadas en un taxi. “Tenemos que regresar la guitarra”.
La baja estaba abrazando la bolsota de plástico que había cubierto con el estuche de la guitarra. Apenas se le podía ver detrás de todo eso.
Se lamió fuertemente los labios.
“Bueno”, dijo el taxista. “¿Y dónde es ese concierto?”
“Pues, en la sala”, contestó la alta.
“Bueno”, volvió a decir el taxista y arrancó.
“Disculpen”, insistía la alta mientras se arreglaba los anillos en la mano izquierda. Y después también la cinta del pelo. “Sería tan amable en dejarnos entrar ya?”
Estaba hablando con el guardia que de ninguna manera quiso permitirles pasar por la puerta lateral por la que entraban los participantes.
La baja se lamió fuertemente los labios, agarró la bolsota de plástico y la guitarra, pasó de alta al guardia y se fue hacia al escenario.
»Vámonos ya.«
El hombre se volteó estupefacto tras ella y fue cuando pasó la alta también. Se dirigían hacia el escenario.
Allí hubo una confusión momentánea. El baterista estuvo haciendo señas con los ojos al tecladista y al cantante de que había dos mujeres subiéndose al escenario. El bajista estaba indicándole con la mano al guardia que hiciera algo.
Seguían tocando. El cantante fue el único callado porque no sabía qué hacer.
La baja se le acercó y le gritó, con la canción a todo volumen:
“Le trajimos la guitarra. Usted la dejó en nuestra ciudad después del concierto”.
El cantante la miró atónito. Hacía dos días que la había olvidado junto al escenario en un parque de Graz donde tocaron. No la habían econtrado. Y esa sí que era su guitarra.
Mientras el grupo seguía tocando, el público cantaba y algunos silbaban.
Esa noche se la pasaron bailando. Bailaron por las calles vacías, por los estacionamientos vacíos, se levantaron al aire. Y bailaban.
El abuelo me contaba que cuando los locos bailan por los aires, los adultos nunca miran hacia el cielo. Y es verdad: nadie las vio bailar por los aires.
Nadie, excepto el taxista. Pero este no se lo dijo a nadie porque seguramente le habrían dicho que estaba borracho y le habrían quitado el carnet de conducir. Esto pasó el miércoles por la noche.
El jueves por la mañana estuvo nevando.
“Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete”, dijo la alta y se acomodó la cinta del pelo.
Con su mano derecha estaba sosteniendo la tapa de un contenedor de basura. Contaba los copos de nieve que caían sobre ella.
“Treinta y ocho”, dijo la baja y se lamió los labios. “Ganaste”.
“Sabes qué, nos falta regresar el dinero”, dijo la alta y sacó del bolsillo unos billetes con los que la noche anterior las había cubierto el cantante por haberle devuelto su guitarra.
“No está”, dijo la baja y se lamió los labios.
El profesor Montañés no estaba en su gabinete.
“Ya quedó”, dijo la alta y metió los billetes en una ranura del marco de la puerta.
Mientras tanto, el profesor Pedro seguía parado junto a la ventana de su casa. Estaba nevando. Estaba nevando de verdad. En medio del verano. Después de todo sus cálculos no estaban mal.
“Qué raro”, estaba pensando, “aunque me equivoqué, mis cálculos no estaban mal… qué raro”.
La alta se acomodó la cinta del pelo y con la derecha los anillos de la mano izquierda. La baja se lamió fuertemente los labios y levantó la bolsota de plástico del banco.
“¿Quieres un cuernito?” le preguntó la alta.
“¿Dos?” preguntó la baja.
“Sí, dos”, dijo la alta. “Dos cada una”.
Hacia la tarde dejó de nevar.