El vecino debajo del techo (Sosed pod stropom, 2016) de Peter Svetina
Esta es una colección de cuentos cortos centrada en personajes particulares a los que les pasan cosas muy curiosas. Entre otros conocemos, por ejemplo, al gracioso señor Antonet, que tiene la suerte única de pasar por la calle más estrecha del mundo. Y de atascarse con el codo en una de las casas. Es muy difícil ayudarlo y menos mal que los hay que se enamoran y gracias a efectos curiosos del enamoramiento pueden salvarse. En otro cuento del libro, nos quedamos atrapados con un autobús de músicos en un agujero de la calle. Al principio parece que vamos a permanecer allí junto a ellos para siempre, pero por suerte su música nos ayudará a salir del apuro. Una entretenida colección de cuentos nonsense, ilustrada por Peter Škerl.
¡Picolísimo!
Los niños habían cavado un hoyito en la calle y se fueron a casa por unas canicas.
En este tiempo pasó un autobús. En el autobús viajaba una alegre banda de viento. El chofer no se dio cuenta del hoyito, no frenó, TRAAAS: ¡que el autobús se cae al hoyo!
Los músicos bajaron del autobús y se quedaron observando las lisas paredes que se levantaban altas sobre ellos.
»Hm, y ahora, ¿cómo vamos a salir?«
»Si hacemos una torre, tal vez la logramos.«
No la lograron.
El segundo pudo treparse a los hombros del primero, el tercero a los del segundo, pero después ya se inclinaron tan peligrosamente que prefirieron no seguirle.
»Llamemos a los bomberos.«
»O al helicóptero.«
»¡Pero si tenemos las escalas!« Esta fue la voz de la flautista Aída Flauterio.
Tomó su flauta y tocó:
do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re,
mi, fa, so, la, ti, do, re…
Y hasta allí llegó.
La escala no llegó ni a la mitad de la empinada pared.
»Ajá,« dijo Tadei Túbez. Él tocaba la tuba. Como todos los tubistas, él también era un hombre de pocas palabras. Prefirió hacer sonar su instrumento.
Tocó muy bajo: do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti…
En ese punto, Aída Flauterio retomó la escala: do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re…
¡Pero no fue suficiente! ¡Todavía no fue suficiente!
»Picolísimo«, exclamó Iania Pequeño y tomó su flautín.
Tadei Túbez volvió a empezar de abajo: do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti…
…do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re… siguió Aída Flauterio…
…y al final entró Iania Pequeño: mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti, doooooooooo!
La escala se asomó del hoyo.
¡Pero qué buena suerte!
Los músicos de la banda de viento fueron saliendo uno tras otro del hoyo.
El último iba el percusionista Alejo D’Obesse.
»¿Y el autobús?«
»Ja.« Esto lo dijo Tadei Túbez.
Miró a su alrededor y vio a un enorme perro de largo pelaje.
»Bob Tail.« Así se presentó el perro. »¿Puedo ayudar?«
Alrededor del cuello le ataron un cordoncillo con el que jaló el autobús a la luz del día.
El autobús quedó todo estresado así que se marchó a la primera gasolinera por dos decilitros de gasolina.
Los músicos de la alegre banda de viento siguieron por la calle.
Tocaron sin parar. Y Bob Tail ladróaba en las pausas.
¿Y los niños que habían cavado el hoyito?
Jugaron con las canicas toda la tarde. Depués taparon el hoyo.
Por eso ya no está.
De la calle más estrecha
Esto no era la calle más pequeña. Tampoco era la calle más corta. Era simplemente la calle más estrecha. Sin duda también la calle más estrecha de todo el mundo.
Se ubicaba en la ciudad, entre dos casas de tres pisos. Cuando mirabas hacia arriba entre las dos tejados, divisabas una ranura del cielo por la que tal vez podría caber una carta caída desde un avión de correos.
Se sobreentiende que por esta calle podían caminar solamente los más esbeltos. Estos que tienen piernas delgadas, manos delgadas, traseros delgados, cabezas estrechas y sombreros estrechos.
También en las dos casas, en la de la derecha y la de la izquierda, tenían que vivir puros flacos. Si a alguien se le ocurrió comer demasiado, tenían que bajarlo por la ventana a la calle principal. Este fue un evento que atraía a la ciudad masas de turistas.
En la casa del lado derecho de esta angostísima calle vivía el señor Antonello Krzich. Era tan delgado que podías divisar el trago del té cuando viajaba desde su garganta hacia su panza.
Y sucedió que un día el señor Antonello iba de regreso a casa. En el mercado había comprado unas ciruelas para preparar una tarta. Estaba a punto de comerse la ciruela que llevaba en la mano cuando se tropezó, en medio de la angostísima calle, con una hermosísima y delgadísima dama. Todo hubiera estado muy bien si se hubiera quedado en un saludo: ¡Buenos días! ¡Buenos días! Y así. Pero el señor Antonello llevaba un sombrero. Y cuando traes puesto un sombrero, es de buena educación quitártelo en señal de saludo. Y fue lo que hizo el señor Antonello: se quitó el sombrero. Pero qué mala suerte. Quedó atorado entre las dos paredes de la angostísima calle, con el sombrero de un lado y el codo en el otro, y ya no se pudo mover.
»Ojojo,« dijo, »¡ojojo!«
»Me parece que se quedó Usted atorado,« dijo la dama.
El señor Antonello tragó saliva, como en señal de consentimiento. Se veía, se veía claramente cómo bajaba la saliva desde la garganta hacia la panza.
»Qué le digo,« le contestó, »es cierto, me quedé atorado.«
La dama intentaba moverle el brazo.
»No se deja,« dijo.
El señor Antonello volvió a tragar saliva.
»No se deja,« dijo él también.
»Y ahora, ¿qué hacemos?« preguntó la dama.
Así fue cómo siguieron las palabras. ¿Y dónde vive Usted? ¡Ah, aquí?
Yo también. Yo en esta parte. Ajá, ¿y Usted en esa? ¡Qué gracioso! Y nunca nos hemos conocido. Mi nombre es Antonello Krzich. Francesca, Francesca Pokershnik. Vaya, así de cerca vive uno y ni cuenta se da, ¿verdad? Ah, ah. Discúlpeme Usted, solamente puedo ofrecerle mi mano izquierda. No pasa nada, no pasa nada, esta va todavía más del corazón. Ah, ah. Antes que nada convendría liberar su mano, sin duda. Sí, sí, por supuesto. ¿Pero cómo piensa Usted hacerlo? Pues, si somos casi vecinos y ya que Usted vive enfrente … Espéreme …
Y se fue la señora Francesca a su departamento y empezó a abrir un hueco en la pared de la cocina que daba a la angostísima calle. ¡Pum, y que aparece el sombrero!
»¡El sombrero ya se ve!« exclamó ella.
El señor Antonello logró meter su muñeca por el hueco de la cocina.
La giró para relajarla. La señora Francesca le colocó un vaso con agua en la palma de la mano.
»Por si tiene Usted sed,« le dijo.
»Muchas gracias,« se oyó desde la calle, »pero no lo puedo llevar a la boca.«
»En otra ocasión entonces,« le contestó la señora Francesca.
El señor Antonello pudo retraer su brazo, pero cuando quiso rascarse detrás de la oreja, se le volvió a atorar entre las dos paredes.
»Pues, así estamos,« le dijo a la señora Franchesca cuando ella salió a revisar la situación.
»Así estamos,« dijo ella.
El señor Antonello seguía atorado. Y que se le ocurre a la señora Francesca que quizás valdría la pena intentarle por el otro lado también.
Se fue al departamento del señor Antonello y empezó a abrir un hueco en la pared de su cocina.
»¡Ajá, ajá!« exclamó con alegría al ver el codo que se asomaba por el hoyo.
»¡Resuelto!« gritó victorioso desde la calle el señor Antonello. Por fin pudo liberar su brazo atorado.
Así fue como terminó aquel día la salvación del brazo del señor Antonello. Así se conocieron la señora Francesca y el señor Antonello.
Qué pasó después ya no lo sé muy bien. Lo que sí sé es que aquella ciruela que el señor Antonello traía en la mano para comérsela por el camino cayó al suelo. Con el tiempo del hueso brotó un arbolito. Un ciruelo muy pequeño que poco a poco llegó a ser el ciruelo más estrecho del mundo. Creció más allá del tejado y extendió su frondosa copa sobre las dos casas.
La señora Francesca y el señor Antonello suelen recoger sus frutos cada fin de verano. Luego hacen la tarta de ciruela que también se ha vuelto célebre. La sirven a las masas de los turistas que desde la calle principal siguen con alegría la bajada de algún habitante de la angostísima calle que había comido demasiado.