De El sendero de los Apalaches: 3500 kilómetros de Montes y América, (Apalaška pot: 3500 kilometrov hribov in Amerike, 2018), de Jakob Jaša Kenda
El sendero de los Apalaches: 3500 kilómetros de Montes y América es un relato humorístico y sincero, escrito en primera persona acerca de la experiencia de un hombre de familia de mediana edad sobre esta larga caminata. La novela también presenta los detalles del sendero natural, la naturaleza estadounidense y la comunidad de excursionistas. Además, las reflexiones sobre la historia estadounidense, los compañeros de senderismo estadounidenses y la “verdadera América” a lo largo del sendero ilustran de manera pintoresca la realidad estadounidense moderna.
Premios obtenidos en Eslovenia:
Premio nacional para el mejor libro de viaje “Tortuga alada”, 2019
Premio nacional para la mejor auto-edición, 2019
Premio nacional para el mejor novel de la Feria de Libro de Liubliana, 2019
DESPUÉS DE UN MES…
Si aquella noche me hubiera fijado, habría notado que aquel no era un espacio adecuado para acampar, ya que muy cerca pasaba el camino de animales. Me encontraba solo, lo que podía multiplicar las posibilidades de alguna visita nocturna. Ni siquiera colgué debidamente el bolso con la comida: a una rama adecuada, lo suficientemente lejos del tronco y a la altura conveniente del suelo. Además, faltaban solo unas horas de camino para llegar al refugio al lado del lago Watagua, cerrado por la «actividad aumentada de los osos».
Estaba muy cansado y dormí como un tronco. Así y todo, me desperté muy temprano; todavía no había amanecido. Me desperté porque alguien estaba revolviendo mi bolso de comida.
Es curioso cómo puede inundarte el miedo hasta paralizarte, pero los pensamientos siguen siendo claros: ¿por qué no colgué el bolso tal y como me lo enseñaron?, ¿por qué me dejé influir por aquel vendedor para comprar un caro bolso de kevlar? ¡Él me dijo que solo había que atarlo a un tronco lo suficientemente fuerte! ¡Me aseguró que no era necesario molestarse en buscar la rama adecuada!
¿Qué hago? ¿Simulo que no estoy? El oso sabe exactamente dónde estoy y, sin duda alguna, comprende que aquello es mi comida. Tal vez por eso está todavía más irritado. Y su irritación va aumentando de un momento al otro a causa del bolso maldito, que obviamente no tiene la intención de rendirse. Dentro de él hay algo que está roto, aplastado, abierto y exhala un olor muy fuerte. ¡Cómo gruñe el animal! ¡Cómo resopla y brama!
Entonces, ¿qué hago? ¿Espero a que el oso se vuelva loco del todo y me ataque? ¿O le ataco yo directamente, como lo sugieren los libros en caso de que ocurra algo parecido?
Bien. Mucho mejor morir dignamente a dejar que me hallen despedazado y con los calzoncillos manchados.
Con sigilo abro la cremallera de la tienda y alcanzo los bastones de senderismo que siempre coloco justo a la entrada. El animal me escucha, claro. Sabe exactamente que estoy saliendo, por lo cual se queda quieto y tan solo emite unos balbuceos de lo más extraños. Inspiro y tomo los bastones. El de la izquierda, como si fuera una lanza y el de la derecha, como una espada. De un salto estoy fuera, en dos pasos rodeo la tienda y me tiro justo hacia la fiera ladrona, aullando con furia, a guisa de un animal. Estoy tronando a la madrugada, igual a un toro negro.
CAMINOS LARGOS
Los caminos largos son realmente largos. Se expanden por miles de kilómetros. La mayoría de ellos llega a reunir más de cien kilómetros de desnivel acumulado. Se necesitan decenas de semanas para superarlos andando.
Entre ellos no se encuentra nuestro querido Sendero Montañés Esloveno. Aunque mida 600 kilómetros, tiene 45 kilómetros de desnivel acumulado y está muchas veces atrevidamente trazado, de modo que pasa por distintos montes con vistas panorámicas y, para recorrerlo, se requieren alrededor de cuatro semanas.
De senderos que atraviesan Eslovenia, largos son los que tienen nombres un tanto exóticos. El E7 con sus 6100 kilómetros, que se extiende desde Portugal hasta Hungría. El E6 con sus 6300 kilómetros, desde Finlandia hasta Turquía. El más largo entre los recorridos alpinos, la Vía Alpina, la roja, llega a reunir por los Alpes, entre Mónaco hasta Trieste, 2400 kilómetros y tiene 139 kilómetros de desnivel acumulado. También el Camino tiene una longitud considerable, ya que uno puede empezar a recorrerlo prácticamente en su propio huerto y concluirlo en el rincón español del Atlántico.
Un poco más allá del umbral de la casa propia hay una multitud de senderos largos que atraviesan continentes. Tal vez el más conocido del hemisferio sur es el Te Araroa, que pasa por dos islas neozelandesas y puede recorrerse en aproximadamente cinco meses. Claro, el que alcanza la mayor altura es El Gran Sendero Himalaya, con una longitud de 4500 kilómetros.
Muchos senderos largos se extienden por las islas de Japón. En los Estados Unidos, los senderistas consideran que el máximo logro es conquistar el título de la Triple Corona: hacer el recorrido por el Sendero de la Cresta del Pacífico, la Senda de la Cordillera Divisoria Continental y el Sendero de los Apalaches. Entre ellos, tan solo el Sendero de los Apalaches tiene la extensión de 3500 kilómetros en horizontal y 142 kilómetros en vertical; suele recorrerse en seis meses.
La multitud de senderos largos es un signo de lo apreciados que son. Pero, sobre todo, está muy bien que existan tantos, porque de este modo cada senderista puede encontrar uno a su medida. Esto es lo fundamental. Cada uno de los senderos largos requiere tanto tiempo, preparativos y otras cosas que algunos apenas encontrarán tiempo para recorrerlo. En fin, no tiene nada de malo que uno durante años se esté debatiendo entre la multitud de datos que sobre los senderos largos ofrecen tanto la red como los libros, reflexionando qué es exactamente lo que quiere y qué es lo que espera.
Finalmente, yo opté por el Sendero de los Apalaches, dado que me permitía cumplir con todos mis requisitos fundamentales. Me bastaba con recorrer la distancia igual a la existente entre Eslovenia y el cabo Norte, superando, a su vez, el desnivel acumulado igual a seis subidas al pico de Everest desde el nivel del mar.
Según la información recogida, el Sendero de los Apalaches debía de estar magistralmente mantenido y marcado con unas fuertes rayas blancas. Cada diez o veinte kilómetros había de encontrarse un refugio al lado del sendero o un poco alejado de él. El Sendero de los Apalaches, asimismo, me gustaba porque apenas el uno por ciento de su extensión pasaba por asfalto o caminos de bosque que tanto aborrezco, pues la mayoría de la ruta transcurría por senderos. Es más, explícitamente se trata de un sendero en el que está prohibido lo demás, los caballos y las bicis incluidos. Tampoco me podía imaginar proponerme hacer un recorrido que supiera de antemano que no sería capaz de transitar en su totalidad. Con el Sendero de los Apalaches esto sería viable. Leyendo incluso me enteré de que los senderistas que lo superaron fueron especialmente respetados.
Parecía, además, que esta aventura no sería demasiado cara. La asociación que lo gestiona y cuenta con un apoyo del Estado sigue los principios izquierdistas de su creador, por lo cual es totalmente gratuita. Los únicos gastos que tienen los senderistas son los de la comida y algún que otro alojamiento barato en las localidades en las cuales suelen descansar durante un día de la semana. Además, el Sendero de los Apalaches prometía ser bello, puesto que atraviesa dos parques nacionales, el Great Smoky Mountains y el Shenandoah. Entre ellos, se pasa por otros parques nacionales, reservas forestales de índole nacional y estatal, como también por otros territorios protegidos.
De los escritos sobre el sendero también se desprendía que superaría con creces mis expectativas. Los libros de viajes hablaban con entusiasmo sobre los animales que uno encontraba allí, como por ejemplo, la salamandra gigante americana, que llega a medir hasta setenta centímetros de largo. También hablaban sobre las especies extraordinarias de árboles, como por ejemplo, el tulipero, que llega a crecer hasta sesenta metros.
Era obvio, además, que el cuidado del sendero no estaba afectado por el hecho de pasar por partes muy arrinconadas. Se trataba, en fin, de «una ruta salvaje» creada para un senderista que no tenía miedo ni de adentrarse en el bosque en el que podía prescindir de la ayuda, ni de estar muy cerca de los animales salvajes. En el norte, hasta de los pumas, y a lo largo de todo el recorrido, cerca de los lobos, las serpientes y los osos. Varios libros aconsejaban reconocer y evitar algunas plantas a lo largo del recorrido. Entre ellas, la hiedra y el roble venenosos, unas de las plantas más peligrosas de los Estados Unidos. Cuentan que alguno de los senderistas menos experimentados echó al fuego alguna rama de la hiedra venenosa y fue encontrado después de mucho tiempo en la agonía; murió víctima de quemaduras químicas en sus pulmones.
Y al final de las listas de este tipo de desafíos, los testimonios hablaban de distintos tipos de bacterias, virus y cosas por el estilo. Igual que en Eslovenia, también allí hay muchos casos de la borreliosis de Lyme. En realidad, son muchos más, ya que en algunos estados federales el número de las garrapatas infectadas con esta enfermedad ascendía al noventa por ciento. Pero en los Estados Unidos hay también otras molestias contagiosas, menos conocidas en Europa. Un senderista casi se había muerto a causa del hantavirus que transmiten los excrementos de ratones, a los que especialmente parecen gustar los refugios cercanos al Sendero de los Apalaches. Y el agua de los arroyos en los Apalaches debe filtrarse siempre e incluso desinfectarse, a fin de prevenir la giardiasis, cuyos síntomas son cólicos, gases, diarrea acompañada por la fiebre o sin ella y —no muy sorprendente—pérdida del apetito.
Era obvio que el sendero superaría mis expectativas también gracias a la gente. Si uno busca compañía, en este sendero puede encontrarla con mucha facilidad. Pero entre las líneas de algunos relatos de viaje podía leerse que aquel era, al fin y al cabo, un país extranjero donde la gente reflexionaba de una manera muy diferente a la nuestra. Y últimamente, uno se pregunta con frecuencia qué es lo que pasa por sus cabezas, porque es esencial entenderlo.
América en muchas cosas ya no es la primera y la mejor, no obstante, es lo suficientemente grande y se encuentra lo bastante alto, por lo cual los acontecimientos de allí tarde o temprano nos afectan a nosotros. Hablando de la gente con las ideas raras, respecto al Sendero de los Apalaches no debe olvidarse mencionar la tradición americana de lunáticos asesinos. Parece que estos tienen un interés especial en los senderistas, ya que en 1974 en el Sendero de los Apalaches se registraron once asesinatos y de los más violentos. Una de las senderistas, por ejemplo, fue despedazada con un hacha por un maníaco, por el simple hecho de que a este le había gustado su mochila. Y todo el mundo sabe que los Apalaches están muy poblados por una especie particular de montaraces, precisamente aquellos que fueron representados en la película Defensa. Sí, ellos son el resultado de la procreación dentro del ámbito familiar más cercano, de unas cantidades enormes del licor de maíz que con frecuencia está tan mal destilado que está repleto de elementos venenosos.
Los escritos sobre el Sendero de los Apalaches también estaban llenos de otras cosas interesantes. Es tan obvio que el sendero es fruto de una tradición muy distinta a la de nuestro senderismo, que sin duda alguna no podré terminarlo si no me adapto a esa filosofía a la que no estoy acostumbrado. Debía acostumbrarme a los hostales senderistas, que en forma de oferta privada americana sustituían a las cabañas de monte que tenemos en Eslovenia. Debía hundirme en una cultura particular que había desarrollado el Sendero de los Apalaches y que, por ejemplo, se reflejaba en un argot especial y en sus expresiones, como son el trail angels, el slack packing y el yellow blazing.
Sin embargo, después de todo lo leído, lo que más me alegraba del Sendero de los Apalaches era que estaba construido para alcanzar lo más precioso. Así lo expresa el poeta Kajetan Kovič en sus Instrucciones para andar: «ir, andar / no porque así lo quieras / no porque sea obligatorio / sino porque aquí / además de este sendero no existe nada más». Y yo desde hace bastante tiempo quería vivir esta metáfora de la vida en un sentido muy literal. Tan solo ir, andar.
MATEJA
Mateja sabe exactamente lo que tiene que decir. Durante años le repetía suspirando que me hubiera gustado hacer alguna ruta larga o bien le describía ilusionado lo que había leído sobre alguna de ellas. Ahora me escuchaba con atención; ahora, sonriente, hizo un gesto con la mano. Siempre lo suficientemente incitadora para que no perdiera mi ilusión, aunque para ella el senderismo era cosa de otro mundo. Se mantenía distanciada para no tener que subir a las escarpas, ni mucho menos recorrer alguna ruta larga.
Al ver que realmente me estaba preparando para hacer el recorrido, pero que todavía me quedaban algunas dudas, esperó el momento adecuado. Entonces, sonrió con compasión: «Llevas tanto tiempo hablando de ello, pero sabes de sobra que nunca te decidirás, ¿verdad?». Me conoce demasiado. Después de este pique ya no había nada que pudiera detenerme.
La bolita estaba de mi lado: me tocaba a mí arreglarlo todo. En primer lugar, habíamos de determinar juntos aquellos aspectos de nuestra casa de los que yo me encargaba, para que ella pudiera anotarlo todo al respecto. Me tocaba repetirle varias veces que todo le saldría bien. Claro que ella también lo sabía. Y los dos sabíamos que ambos nos alegrábamos de aquellos seis meses. Sí, también para ella esta sería una aventura interesante; ¿descubriría que ya no me necesitaba? Continuemos. Me tocaba a mí decirles a nuestros hijos qué sucedería si a causa de alguna de sus rebeldías u otra tontería debería volver a casa. Claro que entonces ni siquiera la ira divina sería equiparable a la mía. Y estaba muy claro que no tenía que repetirlo muchas veces, porque mis queridos hijos serían unos niños buenos, buenísimos, todavía mejores que de costumbre. Continuemos. Me tocaba a mí decirle que no iba a pasarme nada, tan solo adelgazaría y continuaría siendo increíblemente guapo. Me tocaba a mí arreglarlo todo, por si acaso, por si volvía a casa en varios trozos o ni siquiera esto. Ella debía saber dónde estaban todos los papeles y qué le correspondía hacer en este caso. Y yo debía de contarle qué era lo que me podía pasar.
Por ejemplo, esto. Resultó que para accidentes graves no podía conseguir seguro con suficiente cobertura. El importe más alto que las aseguradoras aceptaban en estos casos alcanzaba para cubrir los accidentes graves en cualquier país del mundo, excepto en los Estados Unidos. Casualmente, me había enterado de un señor que tuvo un accidente insignificante y todos los gastos pasaron el importe más alto que estaba dispuesta a cubrir la casa de seguros. Ahora la aseguradora le exigía pagar el resto y tengo entendido que el señor tendrá que pagárselo. Entonces, ¿qué ocurría si te pasaba algo grave? Si, por ejemplo, con todo su amor te abrazaba un oso: ¿cómo devolvías la deuda que por unas veces superaba el importe cubierto por la aseguradora? ¿Te decomisaban la casa o qué?
Cuando se lo digo a Mateja, ella se limita a asentir tranquilamente con la cabeza. Le parece muy bien haberme sincerado. También ella hará lo mismo. Si esto ocurre, no venderemos la casa. Sin más, va a coger el próximo vuelo y llegará directamente al hospital donde, todo pachucho, estaré ingresado. Alcanzará la almohada más cercana y me estrangulará. ¿De acuerdo?
Claro. Trato hecho. Una razón más para tener cuidado a que no me pase nada, porque Mateja siempre cumple su palabra.
Pero, continuemos. Porque la bolita está de mi lado, mi sensación de responsabilidad es todavía más grande. Bueno, resulta imposible que no nos veamos en seis meses. Por eso, finalmente, decido recorrer el Sendero de los Apalaches de una manera muy especial. Primero calculo más o menos cuánto tiempo necesitaría para recorrer el trecho desde el punto inicial en el sur hasta la mitad del camino, hasta la ciudad Harpers Ferry. Desde allí, en un tren, queda muy poco para llegar a Washington y unas cuantas horas hasta Nueva York. ¿Por qué no nos encontraríamos allí? Hasta entonces mi familia pasaría unos dos meses sin mí. Debería recompensarles un poco y pagarles unas vacaciones, ¿no? Digamos que estuvieran solos desde mitad de abril hasta el inicio de las vacaciones. Entonces, tomarían un vuelo para Nueva York, que Mateja desde hace años quiere visitar. Yo los esperaría en Nueva York y luego la exploraríamos juntos…
«Que juntos la exploraríamos al menos durante cinco días», asiente Mateja.
Que juntos la exploraríamos al menos durante cinco días. Y luego emprenderíamos un típico road trip americano, un viaje en coche por Nueva Inglaterra, como se llama la región que integran los estados al noreste de los Estados Unidos. Lo terminaríamos en el parque estatal de Baxter en Maine, en el que está el monte de Katahdin, el punto norte del Sendero de los Apalaches. A mí me dejarían allí para que pudiera continuar recorriendo el sendero hacia el sur, hacia la mitad del camino que previamente hubiera alcanzado. Y mi familia, desde las faldas de Katahdin, haría su propio road trip de vuelta al aeropuerto. ¡Que aventura!
«Nos vamos de vacaciones y a la vez te vamos a llevar a la parte norte del sendero, de modo que la segunda parte podrás recorrerla en el sentido inverso», asintió Mateja. «Seguro que tienes muy buena razón para querer recorrerlo de este modo, ¿no?».
En realidad, hay varias y muy buenas. Pero estos ya son los malabarismos paralelos jugados con la pelota que fue a parar a mi lado. Para el malabarismo familiar era fundamental que después de aproximadamente dos meses de mi ausencia pasáramos unas vacaciones juntos. Luego ellos pasarían sin mí tan solo otros dos meses; apenas acabado el verano, ya estaría de vuelta.
«Cuando la bola está de tu lado, lo mejor es sentarse», dice Mateja,« porque a esto suele seguirle un verdadero espectáculo. Y este será realmente bueno».
ATLANTA
El veintiséis de julio, entonces, tengo en Nueva York la cita con Mateja y los niños. Llegaré allí desde la ciudad de Harpers Ferry hasta la cual, desde el inicio del sendero en el sur, en Springer Mountain, en el estado federal de Georgia, la gente suele tardar tres meses. Estoy convencido de que yo tardaré dos, pero no está mal contar con un poco de reserva. Puede pasarme cualquier cosa que me detenga por una semana o dos. Pero si todo sale tal y como lo he planificado, el tiempo sobrante lo aprovecharé de buena gana para visitar aquellos lugares al lado de la parte sur del sendero, un poco más alejados y que, obviamente, tendrán que decirme algo. En fin, empezaré dos meses y dos semanas antes de la cita, partiré de mi casa a mediados de abril, justo para mi 44 cumpleaños.
****
Ese mismo día aterricé en Atlanta, en Georgia, la capital y ciudad más grande. Allí gasté dos de los días de la reserva de dos semanas, ya que todavía me faltaban algunas piezas del equipamiento. Había comprado algunas cosas por adelantado por medio de Grega, un amigo de la infancia que se mudó a Nueva York y me las trajo en ocasión de su visita anual al país natal. Grega, de buena gana, admitió ser mi trail mum, mi mamá senderista. Es decir, la persona que siempre sabe dónde aproximadamente te encuentras y que saldría en tu búsqueda en caso de emergencia. Aunque Grega estaba dispuesto a ayudarme incluso antes de que iniciara la ruta, no pudo suministrármelo todo de antemano, porque no tenía sentido comprar algunas cosas antes de probarlas. Por eso mismo dejé en las tiendas de Atlanta reservadas algunas variantes de aquello que allí podía conseguirse y correspondía al tipo de senderismo americano.
Durante dos días recorrí Atlanta, lleno de ilusión de iniciar por fin la ruta larga, pero no estaba consciente de que esta en realidad ya había empezado. Después me di cuenta de que, al aterrizar, ya se estaban entretejiendo muchos de los numerosos hilos rojos de mi sendero.
La gente de Atlanta era, como esperaba de los sureños, amable y abierta. Pero a la vez pude encontrar entre ellos algunos que se oponían en todo a esta impresión general. Este dualismo es muy típico de los Estados Unidos, sin embargo, en Atlanta me sorprendió de una manera muy negativa. En una de las tiendas descubrí, por ejemplo, que al menos algunas de estas personas se regían por la tradición americana del oportunismo: si les dabas la oportunidad de sacarte el dinero, la iban a aprovechar.
Me asombró también lo alejadas que eran las vidas de la gente de Atlanta. Había leído sobre la desigualdad americana y, a su vez, soy consciente del igualitarismo esloveno, pero estas son las cosas que uno tiene que ver para poder comprenderlas. En el centro y en los barrios hípster cerca del centro estaba sentada la gente de razas distintas y de origen social diverso. La mayoría eran jóvenes, arregladitos hasta el último pelo conforme a las pautas de su querida moda ecléctica. La pulsación juvenil y la coexistencia de distintas culturas estaba fomentada tanto por las universidades del centro de la ciudad, como también por las numerosas corporaciones en buen estado de la lista de Forbes 500, cuya sede se encontraba allí: Coca-Cola, CNN, The Home Depot, UPS y alguna más. Pero justo al lado del centro comercial y universitario se hallaban unos verdaderos guetos.
Escogí mi alojamiento en Atlanta por medio de Internet y desde casa, según el mejor criterio de alguien que sabe bien poco sobre Atlanta y los Estados Unidos. Pero las habitaciones de este sitio tenían el aspecto de un escaparate de Ikea y se encontraban en una graciosa casa vieja en medio de un barrio de la segunda mitad del siglo XIX, al lado del centro. Y, encima, el precio del alojamiento era realmente asequible.
Me di cuenta de que este dato era muy significativo en cuanto salí de la boca del metro West End, muy tarde por la noche. Al girar en la primera esquina divisé unos contenedores de basura vertidos. A su alrededor se amontonaban montones de ropa sucia. Al pasar al lado del restaurante con comida rápida noté el olor a hierba. Al lado pasaban coches con ventanillas bajas de los cuales desbordaban unas variantes fosfóricas del rap, si aquello todavía podía considerarse rap. Uno de los coches que frenó delante del semáforo en rojo estaba muy golpeado en la parte delantera y el conductor, de aspecto consumado, tenía unos ojos de vidrio y pegaba al ritmo de la música con la cabeza contra el volante. Desde un rincón me observaban, desconfiadamente, dos rastafaris.
Por fin me desvié entre las casas de la colonia que estaba mucho más tranquila, pero justo allí me esperaba lo mejor. Mi camino hacia el alojamiento pasaba al lado de un chalé delante del cual se encontraba un coche guapo de muchísimos caballos. Dentro de él estaba sentado un negro que me saludó con una cortesía extrema. Luego, sin quererlo, desvió la mirada hacia el salpicadero. La mía la siguió y llegó a parar en el Uzi o algo parecido en tamaño y metralleta. El tío notó que yo me había dado cuenta. Levanté los hombros y proseguí mi camino con una aparente tranquilidad.
Después de dar unos pasos comprendí que mi habitación se encontraba justo en la casa que estaba al lado del chalé con el hombre del arma de fuego automática. Antes de que encontrara el papelito con el código de la puerta donde debía entrar, los vecinos tuvieron la visita de un cliente; el traficante y el cliente echaron un vistazo hacia mí, pero la transacción ya había empezado. Al cerrar la puerta detrás de mí, divisé un escrito interesante que rezaba: «La puerta cerrará automáticamente en treinta segundos. Le aconsejamos confirmar si está cerrada de verdad». Me pregunté por qué.
El alojamiento era igual a las fotos; el propietario no mentía, tan solo se calló algún que otro detalle sobre el entorno. Y en realidad no me arrepentía de haberme dejado seducir. La aventura empezó incluso antes de iniciar el sendero y delante de mí tenía un enigma que enseguida despertó mi interés: ¿qué le pasaba a este barrio, por qué era tan contradictorio?
En el turno de la mañana, en el chalé existía la necesidad de tres vendedores, pero estos ya no estaban señalando sus armas. A modo de saludo, incliné la cabeza con aplomo al pasar ante los vecinos y me dirigí al metro por el camino más largo para conocer mejor el barrio. Era como un parque grande, descuidado casi por comodidad. Por todas partes había un número increíble de ardillas y pájaros que sabían cantar canciones exóticas. Por doquier crecían árboles majestuosos y arbustos floridos; las casas de aspecto antiguo eran muy graciosas. En realidad, todas eran chalés más grandes o más pequeños, mayoritariamente construidas de madera, de colores, con terrazas y jardines de invierno. Alguna de ellas tenía una valla más tambaleante o derrumbada. Había incluso casas que se estaban derrumbando, pero esto estaba conforme con el ambiente posromántico del barrio de la segunda mitad del siglo XIX. Lo corrompían tan solo los adictos contemporáneos y el hecho de que en todo el barrio no había ni una sola tienda de alimentos, pero sí decenas de peluquerías y un centro comercial con ropa de los años ochenta. Llamativo era también que en West End vivían solo afroamericanos. ¿Qué había pasado allí?
Sin grandes averiguaciones pude constatar que la existencia de este gueto extraño era fácilmente explicable y que era resultado de un racismo equiparable al que había originado el barrio negro de trabajadores. En la segunda mitad del siglo XIX, West End era un barrio de blancos pudientes. Aquí mismo mandó construir su chalé, «el nido de chochín», uno de los primeros escritores para el público joven, el folclorista Joel Chandler Harris. A inicios del siglo XX, los primeros afroamericanos pudieron reunir suficiente dinero para comprarse las casas en el barrio pudiente. Con los años su número había crecido, lo que provocó el llamado white flight, la huida de los blancos: a los blancos de entonces nos les gustaban los vecinos nuevos, empezaron a mudarse y, a causa de una gran oferta de inmuebles, los precios de los chalés empezaron a bajar. Por eso pudieron comprárselos cada vez más familias negras, lo que causó que también los últimos blancos abandonaran el barrio.
Pero con esta revelación el misterio de West End todavía se había profundizado más, porque hasta la segunda mitad del siglo pasado el barrio llegó a convertirse en un gueto, no obstante, en un gueto de negros relativamente ricos y orgullosos de sus adquisiciones inmuebles. De aquellos negros que suelen decir a sus hijos: «Eres negro, por ello tendrás que esforzarte tres veces más. Pero al final lo lograrás, porque si eres lo suficientemente decidido, lo puedes todo». Esta situación de West End era importante para el desarrollo de la comunidad afroamericana, pues aquí se encontraba una de las bases de apoyo más fuertes de Martin Luther King; desde aquí partían a sus largas marchas en defensa de sus derechos. Pero, ¿qué pasó luego? ¿Cuándo llegaron a conseguir al menos algunos de sus derechos? ¿Se han olvidado de su sueño, del sueño americano común, sobre el que hablaba el gran predicador? ¿Se lo habían robado?
En Atlanta no encontré las respuestas a estas preguntas, aunque debería haberme dado cuenta, era tan obvio. Aquella tienda con ropa de los ochenta testimoniaba que en aquel entonces en este barrio ocurrió una catástrofe social tan repentina, que incluso había logrado detener el tiempo. Otra clave notable era el ambiente arrinconado y de una dulce melancolía del derrumbe. Y además, mis vecinos llevaban unas metralletas pequeñas de rufianes y se sentían en el barrio como en su casa. Daban a entender que su negocio tal vez no estaba permitido, pero que en este barrio lo habían practicado durante tanto tiempo, que ya estaba establecido y compenetrado con él. «En los ochenta las metrópolis americanas se vieron inundadas por las drogas, especialmente el crack, una variante de cocaína que provoca una adicción rápida. Era tan fuerte que se hablaba hasta de una epidemia de cocaína», me explicó un mes más tarde un senderista que había crecido en Atlanta, en el barrio vecino a West End.
«Las más afectadas fueron las clases sociales bajas y las minorías, la negra incluida. A diferencia de la gente mejor situada nosotros éramos mucho más ingenuos y, por ello, mejores clientes. Y cuando las drogas se adentraron al barrio, era siempre igual. El barrio empezó a venirse a menos, pero de una manera perversa este derrumbe era bello y tan lento que en algunas partes sigue durando».
GEORGIA
Si uno pensara que podría llegar en algún medio de transporte hasta el inicio del sendero que mide 3500 kilómetros, estaría muy equivocado. En serio, para llegar a Springer Mountain, hay que recorrer primero el camino de acceso. Este empieza junto a la cascada Amicalola, que mide quince kilómetros y tiene muchos más metros de desnivel que cualquier otro trecho del sendero en Georgia.
Estos quince kilómetros nunca se suman a la longitud de todo el recorrido, por lo cual algunos piensan que el trecho entre Amicalola hasta Springer es un invento de algún sádico. No estoy de acuerdo; me parece ver un índice pedagógico de maestro. El Sendero de los Apalaches es cada año un poco más largo o corto, porque siempre se mueve al menos alguna de sus partes, por lo cual su extensión exacta en realidad no importa. Al fin y al cabo, en estas distancias, quince kilómetros es algo nimio. Y lo más importante: ¿has venido a contar los kilómetros o a pasártelo bien?
Estas reflexiones pasan por mi cabeza mientras subo por el acceso y miro alrededor, por el bosque, envuelto en plateadas cortinas misteriosas, las brumas que quedaron de la lluvia de días pasados. Me han dicho que la primavera ha sido inusualmente seca, todo parecía estar esperando y tan solo los últimos días había llovido de verdad. Se siente que detrás de la niebla algo se mueve, excitado, como un grupo de teatro infantil que apenas puede esperar subir al escenario y, conteniendo la risa, se impulsa detrás de las cortinas.
En la cima de Springer me detengo un momento y saco una foto obligatoria de la placa de bronce que marca el punto sur de este largo recorrido, placa en la que reza: «Sendero para quienes buscan la compañía de lo silvestre». En este momento, como si se tratase de un auténtico punto de partida, la bruma queda traspasada por haces de rayos de sol y las cortinas se levantan.
Es precioso. Estas flores silvestres son tan distintas de las nuestras que carecen de nombres eslovenos. Y abundan. Por kilómetros, me voy abriendo camino entre convalarias y edelweiss con hojas de color verde oscuro y redondas flores blancas sobre el césped verdiblanco. Desde los arbustos cuelgan grandes flores naranja en forma de campanas. Son como aquellas flores y arbustos que conozco de mi país, donde crecen como decorado y pueden observarse tan solo en las huertas y los parques, mientras que aquí se hallan en el bosque. Parece que este es su entorno natural, por lo cual las azaleas y las calmias cubren las laderas enteras si el suelo es lo suficientemente húmedo. ¡Y los árboles! Hay algunos que veo por primera vez. Aquel debe de llamarse tsuga y su altura supera la altitud de dos abetos más altos. ¡Desde el camino que sube observo cómo su tronco increíblemente erecto empieza al menos veinte metros debajo de mí y termina al menos veinte metros sobre mí!
Y las piedras, incluso las piedras son distintas, antiguas, tienen centenares de millones de años, según había leído. Ahora puedo experimentar lo duras y lo agradablemente ásperas que son, de modo que uno no puede deslizarse aunque estén mojadas. También el agua es distinta, ya que no puede romper aquellas rocas y no desaparece en cuevas profundas para volver, en raras ocasiones, limpia y dura. Aquí el agua abunda, pero es opaca, suave e infectada. Si quieres beberla, es obligatorio exprimirla a través de la membrana del filtro. Diferentes son las ardillas, grises o rayadas, y no dejan de jugar persiguiéndose unas a las otras. No tengo claro si se trata de disputas territoriales o de las cincuenta sombras preliminares. Diversos son los pájaros, que en su afán primaveral dejan volar sus talentos de cantantes. Aquel pequeño pájaro gris-blanco-negro debe de llamarse junco. Y a aquel de rojo brillante y alas negras, la tangara escarlata, pueden oírlo muy pocos, ¡mientras que yo lo estoy viendo! En uno de los pasos en el que el sendero cruza la carretera, me detengo, asombrado. Estoy convencido de que cerca se había volcado un camión que transportaba los canarios, porque a mi alrededor, de repente, está lleno de pájaros de color azul eléctrico y de un fosforescente amarillo. (No, ríen negando las cabezas otros senderistas, estos son aquí los pájaros comunes, pinzones azules y jilguero menor.) Y son distintos los insectos que tienen todo tipo de formas y colores. Como aquella manada de mariposas de negro aterciopelado que de pronto viene volando derecho hacia mí. Algunas aterrizan sobre mí. En la cara, por un momento, siento sus antenas tiernas, espiritrompas, lo que sea, pero solo por unos segundos, ya que, acto seguido, continúan volando mientras que yo solo puedo mirar, hechizado, cómo van desapareciendo entre los árboles.
Es realmente precioso. ¡Y el sendero está mantenido con mucha consideración! Cuando por primera o segunda vez paso por algún tramo con mucho lodo, me digo a mí mismo: «Qué bien que en el camino se encuentren estas piedras de superficie plana, y están colocadas a una distancia que no pierdes el ritmo de la marcha». La tercera vez me paro, es una coincidencia extraña, y miro a mi alrededor. A la izquierda del sendero, no hay ninguna piedra; a la derecha, tampoco. Fue la gente considerada la que las ha colocado en el camino para que los senderistas no tuvieran que andar por el lodo, la gente cuidadosa que sabe cómo es el paso del senderista. De una manera similar están hechos los desagües que, igual que en otros países considerados, sirven para que la lluvia no convierta al sendero en un cañón. Con la misma consideración para con los senderistas, se retira cada rama que se cae encima del sendero y cada tronco serrado: una parte yace en la ladera sobre el sendero y la otra está fuertemente clavada debajo de él. En medio falta un metro del tronco para que el sendero no se estreche demasiado.
El sendero es también suave. Las piedras y las raíces se ven raramente, el camino en su mayoría pasa por un migajoso suelo forestal que, además, está cubierto con pisadas hojas del año pasado. Aquí son escasas las parejas o grupos que gritan. Y si me topo con alguien, es habitual un saludo que quiere decir que la gente en este sendero está siempre dispuesta a ayudar: «Hola, ¿qué tal?».
Y en este camino es prácticamente imposible perderse, porque está bien marcado, pero también porque pasa por lugares muy alejados de las ciudades. Este, entonces, no es un jardín civilizado de los senderos que se bifurcan. Aquí solo hay este sendero marcado en blanco con marcas esporádicas que llevan a refugios, manantiales y miradores.
¡Y este sendero está trazado de una manera tan amable! Baja unos cien metros en un desnivel que en la dulce Georgia nunca pasa de treinta grados de inclinación, más bien se atiene a veinte grados. A continuación, sube otros cien, doscientos agradables metros, pasando por alguna cascada, para bajar, pasando por alguna pasarela o al lado de algún bloque errático pintoresco cuando el camino da la vuelta. De nuevo arriba, de nuevo abajo, arriba, abajo, para que me olvide del todo qué día es, qué gap, como aquí se llaman los pasos, pasé ayer a esta hora y a qué mountain subiré dentro de una hora o dos. No importa, hacia arriba, hacia abajo, tampoco importa dónde están el sur y el norte. Mis pulmones están llenos del oxígeno, la pesada mochila monta cada vez más ligera sobre mí (hacia arriba, hacia abajo) y mis bastones, rítmicamente, suenan y chocan contra el suelo.