De El observador (Opazovalec, 2009), de Evald Flisar
Simón, un estudiante de Literatura Comparada y Filosofía, es todavía virgen. Es un mirón y el voyerismo es su modo de vivir, lo que le permite observar su propia vida desde una distancia segura. Le gusta el teatro y nosotros lo conocemos justo en el momento en el que está terminando de escribir su pieza dramática, que él mismo dirigirá y en la que tendrá el papel principal. Pero igual que el personaje principal de su obra, también él descubre que le quedan tan solo unos pocos días de vida. Siguiendo el ejemplo de su personaje dramático, Barton Fink, decide abandonar su Liubliana natal para mudarse a Nueva York. Allí quiere conocer a su auténtico yo y el mundo real, lo que tan solo puede revelar el teatro. Es en Nueva York donde Simón (alias Barton Fink) empieza a actuar en papeles insignificantes de figurantes que Vincent Vega, su misterioso anfitrión, parece crear para él. Conocer la filosofía vital de un intelectual aislado, un vagabundo libre, un rico descuidado, un activista fanático, etc., no le servirá sino para reflexionar sobre su propia actitud hacia la muerte.
I
Lo que el dramaturgo le dijo a la actriz
Barton Fink, que viste una chaqueta negra y sostiene una rosa escarlata en su mano, está detrás de los bastidores del escenario y, desde el pasillo lateral, observa los movimientos en las tablas del escenario. La función está a punto de terminar y el talón bajará. Barton Fink es joven, digamos que tiene veintidós, pálido y delgado, aunque, a primera vista, parece bastante saludable, lleva gafas sin marcos que le dan un aire de estudiante. Las gafas no tienen graduación; se las pone de tanto en tanto para subrayar la intelectualidad de su pinta que a ratos no le parece lo suficientemente convincente. Detrás de él hay un tramoyista apoyado en la pared, con un cigarrillo entre sus dientes torcidos. Con una mano agarra el extremo inferior de una gruesa cuerda. Él también sabe que el telón está a punto de caer; trata de recordar después de qué frase.
Desde el escenario se oyen las palabras de los actores.
“Se me llevará el viento”, dice El Actor con una voz cantarina, “de verdad, se me llevará el viento desde este mundo para siempre. Nunca he sido supersticioso, pero hoy, precisamente, el día trece, he sabido que me queda sólo un año de vida. ¡Me despediré del mundo a los veinte, como un poeta tuberculoso del siglo pasado!”
“Oh, Barton, ¡qué romántico!”, suspira La Actriz. “Debo decir que, dadas las circunstancias, estás muy tranquilo.”
“No tiene sentido armar un lío. Qué más da, otros vivirán en mi lugar: aquí abundan personas de veinte años con futuro garantizado.”
“¡Pero Barton!”, exclama La Actriz. “Esto significa…”
“Sí, esto significa que nunca llegaré a ser lo que podría llegar a ser. Realizar todos mis ensueños. Influir en el mundo para que se haga más amable, no sólo conmigo, sino con todos. Nada de esto.”
Barton Fink detrás del escenario se mueve sobre los pies con intranquilidad. Se ve bañado por una mezcla de frío y calor. Las palabras suenan diferentes de cuando las escribía. Aún no está dispuesto a reconocer que empieza a sentir vergüenza, pero el presentimiento de que su pieza más reciente le pondrá en ridículo es cada vez más fuerte.
“Dicho de otra forma: ocurrirá la Nada”, dice sombría La Actriz.
“Lejos de esto, Audrey”, contesta El Actor con desafío. “En el año que tengo delante, tiene que pasar al menos lo que pasaría si viviera cien años. Adiós con el destino. No le permitiré que me quite la vida.”
“Entonces sí que tendrás prisa en vivir. En tu lugar me quedaría paralizada y moriría.”
“Primero la vida. Desnúdate.”
“¿Para qué?”, se sorprende La Actriz.
“Tienes razón”, dice El Actor al cabo de un momento de silencio. “¿Para qué cualquier cosa?”
Barton Fink pronuncia las últimas palabras a la vez que El Actor. El final de la función pilla al tramoyista encendiéndose otro cigarrillo. Barton le da un codazo. El hombre tira el pitillo y lo pisa. Después agarra la gruesa cuerda con las dos manos y tira de ella. El talón cae lentamente, tarda una eternidad en velar el escenario, así le parece a Barton Fink. Desde la sala se oyen un aplauso indeciso, algunos silbidos y palabras malhumoradas de burla.
La Actriz sale corriendo del escenario y se dirige hacia su camerino. Barton le ofrece la rosa escarlata.
“Te espero en la cafetería de enfrente”, le guiña.
La Actriz mira la rosa como si no supiera qué hacer con ella. Después la agarra y se apresura siguiendo su camino. Detrás de ella se amontonan siete actores tratando de salir del escenario, cinco hombres, dos mujeres, ninguno de ellos pasa de los treinta años. Cabizbajos se apresuran a pasar por delante de Barton sin dirigirle siquiera una mirada. Excepto una pelirroja de baja estatura, que le saca la lengua. Las facciones de Barton se hunden en un gesto de mezcla de bochorno y turbación. De entre los bastidores se le acerca un chico rapado con un aro en la oreja.
“Toma, por haberte pasado por alto mis consejos.”
“Qué más da”, dice Barton.
“La cosa podría quedar decente al menos. Algunas tachaduras, un lenguaje más simple, un pelín menos de melodrama y seguirían en las tablas agradeciendo los aplausos.”
“¿A quién? ¿A un público de aficionados que ha venido a ver una representación de aficionados de un director aficionado? No volverás a dirigir mis textos.”
“En efecto.”
El chico del aro da media vuelta y se marcha hacia la oscuridad de entre los bastidores.
Al cabo de cinco segundos aparece desde allí el tramoyista que bajó el telón.
“Estamos cerrando.”
La Actriz está sentada en un rincón de la pequeña cafetería, observando la rosa que tiene delante, en la mesa junto a su taza de café. También ella es joven, aproximadamente de la edad del autor de la obra de teatro en la que acaba de interpretar el papel principal, no especialmente guapa, pero no sin cierta carga erótica (que, por la ausencia de una belleza clásica, resulta aún más pronunciada), de labios sensibles que, en la penumbra, muchos confundirían con la boca de Angelina Jollie, de unas piernas que no le avergonzarían ni a Uma Thurman, de pelo moreno, recogido en una coleta, ovillo que baja por su hombro, descansa en un pecho generosamente redondo. A primera vista, su postura parece desafiante, pero una mirada más atenta descubre la tristeza.
En la puerta de la cafetería, en la que no hay nadie excepto el camarero y La Actriz, se dibuja la figura delgada de Barton Fink. Se para un momento en la barra y pide un Malibú, un Cointreau y una Tía María, una copita de cada. Además pide un vaso grande, vacío. Después va hasta la mesa de La Actriz, saca una de las cuatro butacas y se hunde en ella.
“Me has metido en un lío que no te perdonaré”, se abalanza La Actriz sobre él. “¿Sabes cuánta gente se burla de mí ahora mismo? Todos mis amigos y, mañana, toda la ciudad.”
“No seas exagerada”, dice Barton Fink como para tranquilizarla.
“Tú sabes bien que no soy actriz. Como tú nunca serás dramaturgo.”
El camarero trae tres copitas llenas y un vaso grande, vacío, y los coloca en la mesa. De improvisto, mientras regresa a la barra, vuelve la cabeza para ver qué hará Barton Fink con las bebidas. Se da cuenta de que La Actriz le sigue con la mirada como si evaluara una posible pareja sexual. Lo nota también Barton Fink, que se pone ligeramente colorado y se acomoda en la butaca como si la idea le excitara. Como La Actriz percibe que Barton está excitado, le manda al camarero una breve sonrisa. El camarero le devuelve la sonrisa, pero como ve que Barton Fink lo está mirando, se pone serio, hasta frunce el ceño, y ocupa otra vez su sitio detrás de la barra. Desde allí observa cómo Barton vierte las tres copas de diferentes licores, una tras otra, al vaso grande. Agita la mezcla y se la bebe de un trago.
“Te has olvidado de lo que hacíamos nostoros dos con estos licores?”
“¿Nosotros dos?”, le pregunta con sequedad La Actriz. “¡Tú ni siquiera estabas!”
“¡Como no iba a estar! Aunque un desconocido nos sirvió de herramienta de pasión, viví el acontecimiento con mucha más intensidad que tú. No digas ahora que sufriste. Ni la primera ni la segunda ni la tercera vez. Y cuando lo hagamos la cuarta vez, disfrutarás aún más. La intensificación es propia de la adicción.”
“Búscate a una que se preste al abuso con más alegría.”
“¿Te has olvidado de la energía que fluía entre nosotros? Cada vez antes del orgasmo estiraste tu mano hacia mí como si hubieses necesitado ayuda. Te la estrechaba y tú estrechabas con ahínco la mía hasta que se te apagaba el último temblor de la pasión. Y nos mirábamos durante todo el tiempo. A él no lo miraste ni una sola vez.”
“¿Cómo llamarías eso?”, lo mira La Actriz en los ojos. “¿Amor?”
Barton mira por la ventana hacia la calle vacía. La llovizna se ha intensificado, ahora las esporádicas ráfagas de viento curvan la lluvia, haciéndola chocar con la pelada pared de la casa de enfrente o con la ventana de la cafetería; las gotas se deslizan por el cristal como arañas menudas y transparentes.
“¿Crees que parará alguna vez?”, vuelve a mirar a La Actriz.
“¿En esto estás pensando?”
“El viento se me llevará, Audrey, de verdad, el viento se me llevará de este mundo. Nunca he sido supersticioso, pero hoy, precisamente, el día trece, he sabido que me queda sólo un año de vida. Me despidiré de este mundo a mis veintidós años, como un poeta tuberculoso del siglo pasado.”
La Actriz se inclina hacia atrás y presiona su cuerpo contra el respaldo como tratando de aumentar al máximo la distancia entre ella y Barton.
“Es evidente que te da igual.”
“¿Qué?, Barton, ¿qué me da igual?”, casi le ladra. “¿Que repitas los diálogos descabellados de tu descabellada obra de teatro?”
“Que estoy enfermo de muerte. Hoy he recibido el diagnóstico.”
“¿Y qué enfermedad tienes que no se puede curar?”
“Cáncer de bazo.”
“¿Como el héroe de tu obra?”
“Lo sé, parece apenas creíble. Pero algo así no te lo comunican a modo de broma. No soy inocente.”
“La inocente soy yo, por creerte. Esta vez haré una excepción.”
Barton se fija en el suelo, parece trágicamente rendido.
“Nunca te he mentido.”
“Yo podría comprender incluso una mentira. Pero tú estás inventándote cuentos. Tomas un fragmento de la realidad, tal vez tres, cuatro fragmentos, y los combinas para que salga otra cosa equis. Ves demasiadas películas, lees demasiadas novelas. Has abandonado este mundo y vives en uno imaginario. Es probable que sea más interesante, pero no puedo dejar que me arrastres allí.”
“Eres una exagerada.”
“Siempre estamos en una u otra película o novela. Cambias nuestros nombres. Fui Anna Karénina, tú fuiste Vronski. Y después la destruimos, esa hermosa historia de amor. Algunas veces eres Indiana Jones, otras Terminator. Cada vez, yo soy una de tus mujeres. No tengo muy claro por qué llevas tanto tiempo siendo Barton Fink y yo Audrey Tayor. Aún menos por qué siempre me adapto.”
“¿Porque te gusta jugar?”
“A lo mejor me gustaba una vez. Pero ahora se acabó. No te olvides de que no eres Barton Fink, sino Simon. Y yo Violeta.”
Pronunciadas estas palabras, se impone el silencio, tal como conviene en los momentos de tensión. Hay que concentrarse y elaborar una estrategia para el acto siguiente. Barton (que quede Barton por el momento) vuelve la cabeza y le grita al camarero: “¡Otra vez lo mismo! Y café también.”
El camarero, solícito, se pone a trabajar.
“Parece servicial”, dice Barton. “¿Lo creerías adecuado?”
“Me callo.”
“Mira, Violeta. Nunca vivimos sólo en la realidad, sino también en las ilusiones que forman parte de esta realidad. Lo que leemos, lo que vemos en la televisión o en el cine, es el material de construcción que se incorpora automáticamente en la estructura de la ilusión llamada el yo. Somos del material de lo presente y de la historia, de la personal y de la común.”
“Ahórramelo.”
“Lo único que he hecho yo con este proceso natural de transformar la realidad en la ficción, que es la única realidad verdadera, es que lo he forzado avanzar. Hasta donde puedo imaginarme que alcanzo ser, además de todo lo que soy de todas formas, el héroe de todas las novelas, de todas las películas.”
“Estudiar literatura te ha deformado.”
“Has demostrado en varias ocasiones que sabes ser original. ¿Por qué esta regresión, este descenso a los bajos de la mediocridad?”
A la luz de la lámpara que cuelga sobre ellos, Barton cree ver que La Actriz se ha puesto colorada. Se estremece pensando que debería haber acolchado sus palabras. Pero es tarde.
“Gracias, Simon, la mediocridad me gusta bastante…”
“No Simon, Barton.”
“No Barton, Simon. Me salgo del juego. Y no trates de meterme otra vez porque, en este momento, podría decidir, sin luego arrepentirme, que no quiero volver a verte. Tal vez el asunto me interesaría si supieras ser al menos tan generoso como para dejarme eligir de vez en cuando. Entonces tendría la sensación de colaborar. De estar viva, no sólo tu juguete.”
“Siempre decides tú sola. Y sólo cuando el asunto te tienta.”
“Esta vez no me tienta. Con este chantaje tuyo te has pasado. Con lo de que te vas a morir etcétera.”
“Hazme el favor por las mismas razones que la primera, la segunda y la tercera vez, no por piedad.”
La Actriz se inclina apoyando los codos en sus rodillas. Parece alterada y sin apuro alguno en cuanto a la respuesta.
A pesar de ello decide esperar. Porque el camarero con la bandeja en las manos se abre camino entre las mesas y las butacas. Ya ha escuchado demasado, pues a ella no se le escapó cómo aguzaba el oído detrás de la barra mientras fingía sin éxito estar enjuagando los vasos.
El camarero deja las tres copas de licores en la mesa, colocadas en fila delante de Barton. Pone el vaso grande, vacío, a su izquierda; evidentemente desea que Barton tenga los menos problemas posibles a la hora de verter los licores. Después pone la taza de café con su platito delante de La Actriz, apartando con cuidado la rosa escarlata que está en la mesa; con mucho, mucho cuidado para no estropearla. A Barton le parece, de todas formas, que el camarero tiene sensibilidad para ejercer ademanes suaves, templados, y que el ritmo de sus movimientos manifiesta su noción de ejercerlos con dependencia recíproca y sucesión. Si sabe aplicar estas virtudes en la cama, será un hombre ideal para convertirse en el señor Cuatro.
Barton toma la rosa con espontaneidad y se la ofrece al camarero. Éste la acepta sin saber por qué lo ha hecho. A lo mejor estorba al cliente, a lo mejor el cliente quiere que se la lleve y la tire a la basura.
“Mi novia le regala esta rosa en señal de admiración.”
La reacción del destinatario del regalo es de sorpresa. “¿A mí? ¿Por qué?”
“Sabe qué significan los tres licores que me ha traído?”
“Llevo todo el timpo tratando de adivinarlo.”
“Con el Malibú tiene que untarle el clítoris y chupárselo hasta que empiece a chillar. Con el Cointreau ella le ungirá la punta del pene y lo chupará hasta que la fragancia del Cointreau impregne incluso el semen que irrumpirá en su boca. Se lo tragará dichosa. Después se tomará un sorbo de Tía María para enjuagarse la boca. Con los besos, la Tía María se trasvasará desde la boca de ella a la suya y otra vez a la de ella. Será una sensación entre picante y dulce, desde el principio hasta el final. Y, después, otra vez. Y otra. Y otra. Hasta la madrugada. Es mejor que usted se lleve no menos de tres botellas. Yo serviré. Sólo después nos dormiremos. Después de caer muertos.”
El camarero mira alternativamente a uno y a otro. Es evidente que nunca se ha visto en una situación más embarazosa.
La Actriz aprovecha el momento.
“Mi amigo ha bebido demasiado y dice tonterías. Esta mezcla es muy fuerte. Si se bebe una más, quedará rendido debajo de esta mesa. Después tendremos que sacarlo a la lluvia para que se despeje. Allí puede resfirarse y morir, lo cual sería una tragedia, a su edad. Está de acuerdo, ¿verdad? Ya que estoy aquí para hacerle favores, le haré otro. Pero esta vez será el último, sin falta.”
Toma el vaso vacío y se lo acerca. Mira al camarero. “¿Puede verter estos tres licorcitos en este vaso y mezclarlos bien?”
El camarero le obedece como en entresueño. Barton sigue sus movimientos con una dulce sonrisa. Está seguro que La Actriz, con una ocurrencia provocada por la suya, acaba de incitar una sucesión de hechos que no puede desbocar en otra cosa sino en una noche desenfrenada en la habitación de ella. La mira tratando de ver, en su enigmática expresión, la confirmación de su conjetura. La encuentra en su sonrisa sugerente y agradecida, dedicada al camarero. Después La Actriz agarra el vaso y se bebe la mezcla de un trago. Pone los ojos como platos y se queda inmóvil en su butaca. Se relaja expulsando el aire y ofrece el vaso vacío al camarero. Pone un esmero especial en la manera de tocarle la mano con sus dedos.
“Bueno, esto ha sido el preludio”, dice Barton, “y ahora seguimos.”