Del pequeño morsa que no quería cortarse las uñas (O mrožku, ki si ni hotel striči nohtov, 1999), de Peter Svetina
En una ciudad común y corriente del Norte vive una familia de morsas: el papá morsa, la mamá morsa y el pequeño morsa. Son una familia normal y su vida transcurre tranquilamente hasta que el pequeño morsa decide que ya no quiere cortarse las uñas. Al principio las uñas son cortas y no molestan demasiado, pero, según crecen, aumentan también los problemas. El pequeño morsa ya se está desesperando cuando al Norte llega una orquesta en la que por fin podrán emplear también al pequeño morsa. Un cuento sobre las diferencias con el que nos damos cuenta de que cada uno, siendo como es, tarde o temprano encuentra su lugar en el mundo.
Del pequeño morsa que no quería cortarse las uñas (1999) es uno de los primeros cuentos publicados por Svetina, si bien fue recibido con mucha simpatía tanto por el público como por los expertos de la LIJ. El cuento se dramatizó y tradujo al alemán. Al autor, el éxito le animó a escribir una segunda parte: El pequeño morsa tiene gafas (2010).
Muy lejos, en el Norte, en una ciudad construída sobre el hielo flotante, vivían papá morsa, mamá morsa y su hijito morsa.
La madre morsa estaba bañando a su hijito morsa en un baño marino.
“Bueno, y ahora vamos a cortarte las uñas,” le dijo.
“¡No, no!” exclamó el pequeño morsa. “¡No, las uñas no!”
“Pero morsita,” le decía su madre, “las uñas hay que cortarlas.”
“Pero si las morsas tampoco nos cortamos los bigotes,” le respondía su hijito.
“Los bigotes son otra cosa,” pacientemente le explicaba su mamá, “los bigotes son el adorno de la cara.”
“Pero también las uñas son adornos de las aletas,” insistía el pequeño morsa.
“Bueno,” suspiró su madre, “ya cambiarás algún día de opinión.”
Pero el pequeño morsa no cambió de opinión. Jamás se cortaba las uñas. Es verdad que las uñas de las morsas crecen muy despacio, un milímetro cada dos años, pero sí que crecen. Cuando el pequeño morsa tuvo que ir a la escuela las uñas eran ya tan largas que empezaron los problemas.
Si sus compañeros jugaban al balón y era el pequeño morsa quien lo había cogido, de pronto sonaba ¡bum! y el balón explotaba al dar con la puntiaguda uña del pequeño morsa. Y cuando los alumnos decoraban su escuela con los globos antes de las Navidades, el pequeño morsa apenas podía tocarlos.
Cuando terminó la escuela, quiso entrar a trabajar. Pero no tuvo suerte.
Ni en la fábrica de conservas ni tampoco en el Banco Polar lo querían emplear. Le dijeron que sus uñas podrían agujear las conservas y también los billetes.
Triste, el pequeño morsa un día decidió que se ganaría su pan en el mundo. En una maleta metió su cepillo para los colmillos, un peine para los bigotes y unas zapatillas, besó a sus padres y desapareció en el mar.
Viajó hasta lejanos países. Allí buscó trabajo en los parques zoológicos y en los circos. Pero en todas partes le decían lo mismo:
“Nos gustaría que trabajases aquí, pero tendrías que cortarte las uñas.”
Un día llegó a una gran ciudad. Desesperado se sentó a la orilla del mar.
No sabía qué hacer. De repente oyó una agradable música que venía de una casa grande y ostentosa. El pobre morsa siguió los sonidos para alegrar al menos un poco su triste alma de morsa.
Se asomó a una ventana abierta.
Y vió una sala de conciertos llena de gente. En el escenario había una orquesta, y en ésta tres zorras polares que tocaban el violín, dos osos polares el chelo, una foca el clarinete y dos alces el cuerno. El ciervo polar era quien dirigía la orquesta.
Pero, ¡qué música era esta!
Cuando los músicos al final del concierto estaban recogiendo sus instrumentos, vieron al triste morsita asomado por la ventana.
“¡Oye, amigo!” le gritó el ciervo polar, “¿no te alegró nuestra música?”
“Sí, sí que me alegró,” le respondió el pequeño morsa, “pero cuando dejasteis de tocar de nuevo me puse triste porque me acordé de que no he encontrado ningún trabajo.”
“¿Y qué es lo que sabes hacer, amigo?” le preguntó el ciervo polar.
“Aún no lo sé, aunque podría aprender,” le respondó el pequeño morsa, “pero ni siquiera me dejan. Me dicen que debería cortarme las uñas.” Y todo triste mostró sus primeras aletas al director de la orquesta.
“¡Pero bueno, si esto es increible!” exclamó el ciervo polar. “¿Cómo es que has tardado tanto? ¿Sabes que nosotros desde hace ya más de seis meses buscamos a alguien con las uñas lo suficientemente largas como para poder tocar el contrabajo? Es que hemos perdido el arco. Si quieres puedes empezar a trabajar enseguida.”
El triste morsa apenas pudo creer lo que había oído.
Y así el pequeño morsa empezó su aprendizaje musical.
Después de un mes ya tocaba con su orquesta en un concierto. Y en el concierto siguiente y después ya en todos.
Así, por fin, al pequeño morsa le sonrió la suerte.
Y hay más. En poco tiempo la orquesta empezó su gira por los mares del Norte. El pequeño morsa mandó a sus padres un telegrama, avisándoles de su llegada. ¡Qué felices estaban en el Auditorio al verle tocar!