Cómo Oskar llegó a ser detective (Kako je Oskar postal detektiv, 2008) de Andrej Rozman-Roza
Un cuento sobre un niño con dislexia que, a causa de sus problemas con la lectura, teme no ser lo suficientemente inteligente como para llegar a ser detective. Cuando una vez ve una serie sobre la piedra filosofal, le parece que ha dado en el blanco. Un día, cuando vuelve del colegio, entra en una joyería. Allí, el joyero, al principio, se ríe de él, pero luego tiene que reconocer que sin su ayuda no hubiera podido salvarse el pellejo. Un cuento extraordinario en el que el foco narrativo principal está en la presentación empática de los problemas que experimentan la mayoría de los niños con dislexia y también en una visión moderna de la niñez en la cual los papeles tradicionales de poder con frecuencia se invierten. Y también un cuento que nos habla de los problemas que pueden surgir en la vida cotidiana y que muchas veces no son tan difíciles de superar como puede parecer a primera vista.
A Oskar la escuela no le gustaba demasiado. Ya el hecho de tener que estar sentado y callado mientras que la maestra podía andar por la clase y hablar, le parecía injusto. Le costaba entender por qué tenía que aprender a escribir con un lápiz cuando todo el mundo escribía tan sólo con ordenadores. Igualmente estúpidas le parecían las matemáticas. ¿Por qué habría de saber cuánto eran cinco más seis cuando esto podría calcularse mediante el calculador en su móvil?
Cuando entró en la escuela pensaba que estudiarían cosas que le habían interesado. Por ejemplo, cómo se coloca un dispositivo de espiar y cómo se descubrían las huellas digitales. Porque cuando creciera Oskar quería ser un detective. Esta profesión era muy seria de ahí que no le gustara nada que la maestra le tratara como si fuera un niño pequeño preguntándole qué cosas eran redondas y cuántas patas tenía un gato.
También cuando leían, leían solamente cosas de niños. Como si hubieran entrado en la escuela tan sólo para seguir siendo niños, se enfadaba. ¿Y por qué uno había de saber leer? Porque cuando a alguien le interesaba algo, podía escucharlo en la radio o verlo en la tele.
“Para poder jugar los juegos en el ordenador, hace falta saber leer,” le dijo su compañero de clase Egon. Como Oskar no tenía ordenador, esto no lo sabía. Mamá le dijo que se lo compraría si estudiara diligentemente.
Si hubiera tenido un padre, también habría tenido un ordenador, estaba convencido Oskar. Pero al padre de Oskar le importaban un bledo tanto Oskar como su madre, así que ellos, a su vez, también pasaban de él. Oskar ya estaba acostumbrado, por eso ya no le echaba de menos a su padre. En realidad, tampoco echaba de menos el ordenador. Su mamá y él tenían la tele. Si hubiera tenido un ordenador, pensaba, no le quedaría tiempo para ver la tele.
Respecto a la lectura estaba de acuerdo que no era inútil del todo. Y no sólo para los juegos de ordenador. También el detective a veces se topa con algún mensaje que debe saber leer. Fue por eso por lo que a Oscar le fastidiaba todavía más que no avanzaba con la lectura. En matemáticas que le parecían mucho más inútiles, no tenía problema. Pero en la lectura se mareaba, las letras se confundían entre sí, apenas podía concentrarse y seguir con los ojos la estrecha línea de las palabras impresas.
Mientras que los demás compañeros ya leían con fluidez, él seguía deletreando y equivocándose, por eso la escuela se le hizo tan pesada que se alegró mucho cuando por fin logró constiparse y un día el termómetro marcó 38 grados.
El resfriado duró solamente una semana en la que Oskar se lo pasaba de maravilla. Por la mañana dormía hasta la hora que quería, luego miraba los dibujos animados y apenas por la tarde, cuando volvió a casa su madre, se puso a leer.
Leía los cuentos que le parecían estúpidos cosas de niños, pero los aguntaba a fin de aprender a leer fluidamente. Pero esto no sucedía. Así que un día cuando su resfriado casi se había terminado llegó a una conclusión muy triste.
“¿Pero qué te pasa?” le preguntó la madre al ver sus lágrimas.
“Nada.”
“¿Estás triste porque ya estás sano y tendrás que volver a la escuela?”
Oskar asintió. Pero tan sólo para no tener que decir la verdad. Le parecía bien que volviera a la escuela ya que tenía muchas ganas de contarle a Egon todo lo interesante que había visto en la tele. Lloraba por otra cosa. Había llegado a la conclusión de que tenía problemas con la lectura porque no era lo suficientemente inteligente. Y si no era intelegente, jamás podría llegar a ser un detective.
Dos semanas después de su triste constatación que no mencionó a Egon siquiera, en un programa de televisión Oskar escuchó varias veces mencionar la piedra filosofal. No pudo entender todo lo que decían. Pero sí suficiente como para darse cuenta de que la piedra filosofal existía. Y esta piedra era lo que Oskar necesitaba, ya que su propio nombre indicaba que albergaba la sabiduría, de ahí que la persona que lo poseyera, sería muy sabia. Por eso le interesaba mucho dónde podría encontrarla. Primero le preguntó a su madre.
“Que yo sepa,” le respondió la madre, “la piedra filosofal es algo inventado.”
“¿Pero cómo va a ser ser inventada si el otro día hablaban de ella en la tele?”
“El hecho de que hablen sobre algo en la tele no significa necesariamente que sea cierto,” sonrió la madre. Oskar sabía que había unas cosas sobre las que no podía hablar con su madre. Dado que tampoco se fiaba de la maestra, la única persona con la que hubiera podido comentarlo, era Egon.
Egon no vio aquel programa, pero sí, le prometió a Oskar buscar la información sobre la piedra filosofal en la red. Y los dos estaban conformes con que la piedra filosofal sería muy cara y probablemente la venderían donde venden las piedras preciosas.
Puesto que Egon después de las clases se fue el entrenamiento, Oskar volvía sólo a casa. Como todos los días, también este día pasaba al lado de la Orfebrería del Gallo.
“¿La piedra filosofal?” el orfebre Gallo miró a Oskar directamente en los ojos. “¿Te estás burlando de mi?”
“No, sólo pensaba que acaso lo tenía,” logró a tartamudear Oskar, dando un paso atrás, hacia la puerta.
Cuando el orfebre se dio cuenta de que le había asustado, se arrepintió de haberse enfadado tanto.
“Espera,” dijo con una voz más amable “y dime por qué la necesitas.”
“Quería saber cómo es y cuánto cuesta,” se avergonzaba Oskar de admitir que le hubiera gustado ser más inteligente.
El órfebre se quitó las gafas y sonrió con picardía:
“Pues la piedra filosofal es como un veteasaberque.”
Oskar estaba avergonzado por tener que admitir que le quedaban muchas cosas por saber, pero aún así preguntó: “¿Y cómo es el veteasaberque?”
“Anda, ¿de verdad no sabes cómo es el veteasaberque?” se asombró el orfebre. Oskar estaba todavía más avergonzado. Estaba tan apurado que miró al suelo. Entonces escuchó un risita del orfebre. Se reía con voz cada vez más alta y cada vez más sonante. Luego empezó a toser y a sofocarse y cuando por fin logró a tranquilizarse, apenas pudo decir: “Es que veteasaberque no tiene ninguna forma.”
Oskar deseaba no haber entrado en la orfebrería. A él le interesaba la piedra filosofal y ahora tenía que soportarle al orfebre que en vez de la piedra filosofal evidentemente le faltaba una piedra mental. Quería despedirse pero el orfebre no le dejaba salir.
“Bueno,” le decía, “¿ahora ya sabes cómo es la piedra filosofal?” repetía cada vez más pesado, de manera que Oskar empezó a pensar que con él era todavía más difícil hablar que con su madre y con la maestra.
“Piensa un poco,” no dejaba de repetir el orfebre, “la piedra filosofal es como el veteasaberque y el veteasaberque no tiene ninguna forma.
Entonces, ¿cómo es la piedra filosofal?”
Oskar tenía ganas de salir y de olvidarlo todo. Pero no tenía más remedio que responder algo.
“Debe de ser invisible,” le dijo. Y en seguida se arrepintió.
“¡Invisible!” exclamó contento el orfebre. “Conque la piedra filosofal es invisible!” Se echó a reír con tanta intensidad que los ojos se le llenaron de lágrimas.
A Oskar le parecía que un sonido parecido debían de emitir monos de colores especialmente llamativos que aparecían en el Animal Planet. Mientras que el orfebre se estaba muriendo de carcajadas, se acercó a la puerta y la abrió.
“Espera, ¿adónde vas? ¿Pero no querías ver la piedra filosofal?” logró decir a pesar de las carcajadas.
Oskar se paró. Claro que quería ver la piedra filosofal. A eso había venido.
“La tengo guardada en la caja fuerte.”
A Oskar le pareció que el orfebre le seguía costando reprimir la risa. Pero decidió aguantar otra risa desagradable con tal de poder ver por fin la piedra filosofal y contarle sobre ella el día siguiente a Egon.
La caja fuerte estaba escondida debajo de la barra.
“Cuidado, no le des a este botón,” el orfebre señaló un gran botón rojo que brillaba en la parte del vendedor de la barra.
“Este botón está aquí para el caso de que entraran los ladrones. Si lo pulsas, se activa un alarma. Y menos mal que los ladrones no saben que tengo la piedra filosofal, por eso todavía no se han dejado ver por aquí.”
Por un momento breve al orfebre volvió a ganarle la risa. Luego le pidió a Oskar que se diera la vuelta porque iba a teclear los números secretos con los que se abría la cerradura.
“Aquí guardo las piezas que muestro sólo a los clientes más serios,” explicaba al abrir la puerta pesada. Oskar vio unas piezas de oro y unas maravillosas piedras pequeñas.
“Estos que brillan con más intensidad son los diamantes,” apuntaba el orfebre con la linterna a distintos puntos de la caja fuerte. “Los dos verdes son esmeraldas. Los rojos son rubís. El violeta es amatista. Los azules son zafiros. A su izquierda está la piedra filosofal.”
“Pero si allí no hay nada,” se sorprendió Oskar.
“Sólo te parece. En realidad está allí una de las piedras filosofales más grandes y más bellas del mundo.”
“¿Pero cómo puede ser la más bella del mundo si es imposible verla?”
“Lo esencial es invisible a los ojos. Y la piedra filosofal no es más que la esencia. Pero tú no lo puedes entender porque eres demasiado joven. Hay muchos adultos que tampoco lo entienden. Por eso la diferencia entre distintas piedras filosofales pueden percibirla sólo los expertos,” el orfebre seguía apuntalando hacia el sitio donde Oskar seguía sin ver nada.
“¿Pero esto de verdad quiere decir que la piedra filosofal es invisible?”
Ahora Oskar no entendía por qué el orfebre se echó a reír cuando él dijo que la piedra filosofal era invisible.
“Y no sólo es invisible, también es impalpable,” continuaba el orfebre. “Por eso es todavía más valiosa. Si quieres, puedes constatarlo tú mismo al tocarlo.” Oskar extendió el brazo y empezó a palpar por izquierda de los zafiros. No sintió nada. El orfebre rompió a reírse descaradamente y Oskar se dio cuenta de que no tenía ninguna piedra filosofal sino que sólo se aprovechaba de su desconocimiento para burlarse de él. Se sentía realmente muy mal mientras que el orfebre a su vez se moría de risa.
De repente el orfebre miró hacia la puerta, palideció y se quedó callado.
Oskar no pudo ver qué fue lo que le había impactado tanto. Por ser pequeño la barra le impedía ver lo que estaba viendo el orfebre. No obstante, no tardó mucho en darse cuenta de lo que pasaba.
“¡Manos arriba! Esto es un robo!” gritó una voz desconocida.
El orfebre levantó las manos. Con la mano derecha seguía sosteniendo la linterna. Oskar miró el botón rojo debajo de la barra. El orfebre no pudo pulsarlo porque tenía las manos en el aire. El ladró no pudo imaginarse que había alguien detrás de la barra porque de la misma manera que Oskar no pudo verlo, tampoco el ladrón le veía al Oskar.
Pero esto no podría permanecer durante mucho tiempo así. Porque sería demasiado tarde en cuento el ladrón alcanzara la barra. Oskar dejó de pensar. Extendió el brazo y apretó el botón.
En la calle empezó a sonar un chillido infernal.
“¡Mierda!” exclamó la voz.
Se oyó el ruido de la puerta y seguidamente durante algunos ratos no ocurrió nada. De no ser por el alarma, dentro de la orfebrería reinaría un silencio total. El orfebre bajó lentamente las manos y se apoyó con ellas sobre la barra. Y luego le miró a Oskar quien seguía acurrucado al lado del botón rojo.
“Yo me burlaba de ti, pero resulta que eres mucho más listo que yo,” logró a susurrar. “No sé cómo agradecerte.”
Oskar sabía que el orfebre esta vez hablaba en serio. Hace poco pensaba que era el niño más tonto del mundo mundial, sin embargo ahora estaba convencido que no debía de ser tan estúpido si era capaz de decidir por sí mismo e impedir con apretar a tiempo el botón que robaran la orfebrería. Estaba tan contento consigo mismo que le pareció que en aquel instante empezó su vida de detective. Seguía teniendo problemas con la lectura, le faltaban muchas cosas por saber, pero a pesar de ello había sido capaz de impedir el robo de la orfebrería. De allí que miró al orfebre seria y decididamente: “Dígame la verdad: ¿existe la piedra filosofal?”
“No,” dijo el orfebre. “En la Edad Media creían que existía y que con su ayuda sería posible convertir los metales en oro. Y si hubiera existido de verdad,” sonrió el orfebre, “habría en el mundo mucho más oro y por ello este perdería su valor.” .
Si la piedra filosofal no existe para que uno llegue a ser más listo, no pasa nada si no existe de verdad, pensó Oskar.
“¿Qué ha pasado?” volvió a escucharse una voz de alguien detrás de la barra que Oskar no pudo ver.
“Un ladrón con la pistola,” respondió secamente el orfebre.
De repente dejó de escucharse el sonido del alarma y la voz del otro lado de la barra dijo:
“Menos mal que ha sido capaz de apretar el botón. Mucha gente se asusta tanto cuando entran los ladrones que no puede ni moverse.”
“Bueno, yo también me he asustado tanto que terminé hecho una piedra,” dijo el orfebre. “Solo pude levantar las manos al aire y no me moví hasta que el ladrón se haya marchado.”
“Entonces, ¿cómo logró pulsar el botón?” estaba curioso el del otro lado de la barra.
“Pues no lo he hecho.” A Oskar le ha parecido que el orfebre estaba a punto de romper a carcajada.
“¿Cómo que no logró a hacerlo, si el alarma se haya disparado?” la voz desconocida se estaba inquietando.
También Oskar tenía ganas de reírse. Estaba observando al orfebre, esperando a ver su reacción. De echo éste rompió a reírse.
“¡Esto ya es el colmo!” tronó del otro lado. “¡Venimos a ayudarle y mientras tanto, usted se burla de nosotros!”
“Perdone, pero todo lo que le he dicho es verdad,” se puso serio el orfebre.
“¿Quiere decir que el alarma fue activado por una fuerza desconocida e invisible?”
“Efectivamente, así fue,” se rió el orfebre. Antes de que la voz en el otro lado volviera a enfadarse, el orfebre por fin dijo que esta fuerza desconocida e invisible en realidad era Oskar.
Oskar salió de detrás de la barra y ahora fueron los tres policías que vinieron a desconectar el alarma los que se echaron a reír. El jefe le alabó a Oskar por actuar de manera tan lista y decidida, y luego se despidieron y se marcharon.
También Oskar se disponía a marchar, pero el orfebre le dijo que esperara un momento.
“Puesto que no tengo la piedra filosofal quiero que elijas una de las que sí tengo. Si bien no tienen poderes mágicos, al menos tienen el maravilloso poder de belleza.”
Oskar escogió al rubí. Como era rojo le recordaba al botón con el que encendió el alarma.
“Porque lo has ganado con tu inteligencia,” le dijo al despedirse el orfebre, “este rubí en realidad es una especie de la piedra filosofal. Tu piedra filosofal.”
Oskar les enseñó a su piedra filosofal tan sólo a Egon y a su madre. Luego lo guardó en un cajón y estaba muy orgulloso de ella. Y cada vez que lo veía se dijo que en realidad no estaba tan tonto como algunas veces le parecía ser.