Anita y grandes preocupaciones, (Anica in velike skrbi, 2003) de Desa Muck
Se trata del primer libro de la serie sobre Anita, una niña de ocho años que a la que ocurren cosas que también otros niños de ocho años pueden experimentar. En la serie Anita reflexiona sobre ella misma y sus amigos, la importancia de la familia y distintas cosas que le van sucediendo. En este libro, ilustrado por Ana Košir, Anita quiere comprarse unas sandalias. No se contenta con cualquier cosa, quiere unas sandalias especiales, pero no tiene suficiente dinero. Con la ayuda de sus amigos logra reunir casi suficiente dinero vendiendo productos hechos a mano por ellos. Pero entonces un chico más grande empieza a chantajear a su mejor amigo. Esto es una injusticia y Anita no puede dejar que a su amigo le pase algo tan malo. Por eso le defiende, pero esto significa que el chico empieza a acosarla también a ella…
Otros títulos en la serie: Anita y grandes preocupaciones, Anita y el día de las madres, Anita y hombre terrible, Anita y conejo, Anita y Jaime, Anita y día de deporte, Anita de vacaciones, Anita y gran secreto, Anita y el primer amor y Anita y la máscara misteriosa.
Esta es Anita Listón. Tiene ocho años y se le acaba de ocurrir algo genial.
Después de las clases, su hermana Mar se disponía a salir con su amiga para ir de compras. Mar había logrado ahorrar algo de su paga y decidió comprarse las sandalias más chulas de todo el colegio. Claro que Anita quería acompañarla.
–Ni pensarlo. Esto no es para los críos, respondió Mar.
–También yo quiero comprarme algo, intentaba convencerla Anita.
–Pero si tú no tienes dinero, exclamó Mar.
Esto era cierto. A Anita no le quedaba de su paga ni para comprarse un helado. Mamá tuvo que explicárselo varias veces: –Niños pequeños – paga pequeña, niños mayores– paga mayor, como tiene que ser.
De modo que Anita ya sabía que no obtendría ni un euro más de su madre. Por ello se le escapó: –¡Pues, lo voy a conseguir yo misma y luego me voy a comprar unas sandalias todavía mejores que las tuyas!
Mar y su amiga le echaron una mirada burlona y al instante, ya se habían largado.
Anita, a su vez, se dirigió a la casa de su amigo Jaime, que vivía solo con su padre en la calle vecina. La madre de Jaime murió en un accidente de tráfico cuando él tenía apenas cinco años. Como muchas veces tuvo que arreglárselas solo, sabía de muchas cosas.
–¿Cómo puedo conseguir dinero?, le preguntó Anita.
–La gente suele trabajar. Generalmente lo consigue de ese modo. Pero a algunos también les toca la lotería. Ganan mucho dinero y luego jamás en la vida tienen que volver a trabajar», respondió Jaime. Anita estaba convencida de que con facilidad le tocaría la lotería, pero primero tenía que conseguir dinero para comprar el billete. Pero, ¿cómo?
–Hmm… tal vez podríamos vender alguna cosa, se le ocurrió a Jaime.
Anita se puso a pensar. Tenía muchos juguetes. Mamá siempre decía que un día los tirará a la basura, ya que Anita siempre jugaba con los mismos y que los otros solo servían para acumular polvo.
Tal vez sería mejor venderlos y conseguir de ese modo dinero para los billetes. Cuantos más billetes, mejor, porque de esta manera seguro que le tocará el gordo. En su cabeza apareció la imagen de aquellos juguetes que no cogía desde hace mucho. Todas las mascotas de peluche que sus familiares le fueron regalando para sus cumpleaños y que solía coleccionar. No, esto no podía ser. Seguro que no se sentirían bien en las estanterías de otros niños. Tampoco podía separar las mascotas que vivían juntas en la misma caja de cartón y se conocían tan bien. De repente, Anita empezó a sentir pena por sus juguetes y se dio cuenta de que no sería capaz de deshacerse de ninguno.
–¡Podríamos hacer cosas! –se le ocurrió a Jaime.– A ti se te da muy bien hacer servilletas de papel y broches de masilla.
–Sí, ¡y estatuillas también! Sé hacer collares y… ¡ay, Jaime, vamos a tener nuestra propia tienda!
Anita hasta sintió un mareo de solo pensar en todo lo que podría comprarse. Aunque no le tocara la lotería, ganaría mucho dinero.
Llamó a sus amigas Elenita y Margarita y se pusieron manos a la obra en el jardín de Anita, haciendo collares y broches, y cortando servilletas con toda diligencia.
Sus mamás estaban tan contentas de que sus hijas estuviesen tan ocupadas que de buena gana las dejaron tomar sus flores para hacer unos bonitos ramos. Jaime pintó cuatro cuadros grandes. En todos ellos había una moto y una puesta de sol, pero a las chicas les parecían muy bonitos. A la noche, había tantos productos que hasta sobraban. Y se les hizo largo esperar hasta el día siguiente, que era cuando podrían abrir por fin su propia tienda.
Aunque era sábado, a las ocho el grupo ya estaba reunido en una esquina de la calle más frecuentada de su vecindad. El papá de Anita les trajo una mesa en un pequeño remolque. La colocaron en el césped, junto a la acera, y dispusieron en ella todos los productos que habían hecho el día anterior. Junto a cada uno de ellos colocaron un papelito en el que estaba escrito el precio. En el árbol que extendía sus ramas por sobre la mesa colgaron unos globos de color rojo y amarillo, de modo que ya desde lejos podía verse que algo especial estaba ocurriendo. Al tronco pegaron un papel más grande en el que decía TIENDA CORAZONCITO. Luego se sentaron a esperar. Debajo de la mesa se echó a reposar Félix, el perro de Anita, que saludaba con un movimiento de la cola a cada transeúnte.
De camino a hacer las compras, muchos de los vecinos se detenían a ver qué era lo que vendían los niños. Admiraban los productos en voz alta y cada uno de ellos compró algo también. ¡Los pequeños vendedores estaban contentísimos! La mesa estaba cada vez más vacía y la caja con el dinero cada vez más llena. Anita separó los billetes de las monedas, que puso al otro lado de la caja. Calculó que la parte que le correspondía bastaría para comprarse un par de billetes de lotería y un gran helado.
¡Todo un éxito! Y entonces percibió que Jaime se ponía pálido de repente y empezaba a retorcerse los dedos de puro nervioso.
Levantó la vista y divisó a Tábano parado delante de su tienda. En realidad, el chico se apellidaba Tárrega. Pero todo el mundo lo llamaba Tábano, de tan pesado que era.
Estaba en cuarto. Y todo el mundo le tenía miedo. Incluso los chicos que eran mayores que él.
–¿A qué jugáis? preguntó Tábano.
Jaime escondió la cabeza entre los hombros, guardando silencio. De su nariz empezaron a brotar unas gotitas de sudor. Margarita y Elenita tampoco levantaban la vista del suelo.
–A la tienda, dijo Anita con orgullo.
–¡Yo también quiero jugar! dijo Tábano.
–Pues ahora no puedes –repuso Anita. – Todo esto lo hemos hecho nosotros. Y tú no nos has ayudado.
–¿Y qué?, respondió Tábano.
–Si quieres puedes jugar con nosotros cuando volvamos a jugar la tienda. Te llamaremos para que nos ayudes, le explicó Anita. A ella él no le parecía ni muy grande ni demasiado fuerte.
Para Anita, el caso estaba terminado. Pero parecía que Tábano, por su parte, no estaba de acuerdo.
–Quizá para ese entonces no tendré ya tiempo –dijo, y cogió uno de los ramos que quedaban en la mesa. – ¿Lo habéis hecho vosotros solos?
Anita asintió. Tábano lo rompió, mirándola directamente a los ojos. A
Anita por poco se le para el corazón.
–¡Oye! ¿Pero qué estás haciendo?, preguntó en voz más alta.
–Todo lo que estáis vendiendo es una mierda. ¡Una tontería! ¡Y sois unos críos estúpidos!, repuso Tábano, mientras destrozaba esta vez uno de los collares.
Luego cogió la mesa por uno de sus lados y la dio vuelta; todas los demás objetos cayeron al suelo.
Anita no se lo podía creer. ¿Estaba soñando, o qué? Se agachó a recoger las cosas esparcidas por el piso. Elenita y Margarita empezaron a ayudarla.
–¡Qué idiota! dijo Anita en voz baja. Las lágrimas que resbalaban por sus mejillas caían sobre la acera mientras recogía del suelo un pez bellamente pintado que hizo ella misma y que ahora sostenía en sus manos, todo roto.
–¿Has dicho algo, nena?, preguntó Tábano.
Anita guardó silencio.
–¿Este es tu perro?, preguntó, señalando a Félix.
Félix se levantó en seguida, moviendo amablemente la cola. Se acercó a Tábano y le lamió la mano.
–¡Qué feo es! Seguro que no lo sentirías si desapareciera un día, ¿verdad? Además, podría ocurrir bien pronto, si no te comportas. Puede suceder que se ahogue, o que casualmente se envenene con algo…
Anita sintió un temblor en todo el cuerpo.
Jaime estaba quieto en su taburete, con la mirada fija en el suelo como si todo esto no le concerniese en absoluto. Ahora toda su cara estaba cubierta de sudor y parecía más blanco que una pared.
–¡Mira por dónde! También Jaimecito está jugando con las niñas. Oye, cobarde, ¿acaso no me debes algo?
–Te lo voy a traer… La semana que viene, cuando me den la paga, balbuceó Jaime.
–¡A ver si voy a tener que esperar! –respondió Tábano, y cogió la caja con el dinero. – Mientras tanto, me llevo esto.
–¡Por favor, no lo hagas! ¡Llévate solo mi parte! Y deja a las chicas lo que se han ganado. ¡Ellas no te deben nada!, gimió Jaime.
–¡A partir de ahora sí que me lo deben!
Tábano se puso la caja debajo del brazo y se alejó lentamente.
Se quedaron en medio del desorden que dejó a su paso. Luego volvieron a poner la mesa en su lugar.
«¡Qué idiota!», se decía Anita, enojada. «Lo habría puesto en su lugar si no hubiese tenido miedo por Félix.»
El perro se puso a ladrar, contento.
–¡Es capaz de hacerle daño de verdad! –dijo Elenita. – Cuando Tomás del sexto –¡fíjate, del sexto!– no quiso dejarle su bici nueva, su gata desapareció al día siguiente.
–¡Nunca sabes lo que es capaz de hacer! –empezó a explicar Margarita.– Cuando estaba en primero y llevaba a mi osito a la escuela, ¡me lo quitó y le cortó la cabeza! Y solo porque no quise darle mi merienda. Ahora le doy todo lo que quiere. Cada día al despertar deseo que le pase algo y que no venga a la escuela. ¡Al menos un día!
Acordaron no decir nada de lo ocurrido en casa, porque algo podría ocurrirle a sus familias. Dirían que se gastaron todo en helado y otras tonterías, porque de otro modo Tábano podría hacerles daño.
–¿Qué problema tienes con Tábano?, le preguntó Anita a Jaime más tarde, sentados en el jardín de su casa.
–¿Con él? Ah, no es nada, respondió cabizbajo.
–¿De qué dinero hablaba? ¿Cuánto tienes que devolverle?
–Me lo dio prestado. Nada especial. Pero si yo con él no tengo ningún problema. Somos amigos.
Anita hizo la vista gorda.
–¿Y cómo es que nunca me lo has dicho?
Jaime se encogió de hombros.
–Yo creo que no eres amigo de Tábano. ¡No puede ser, porque él es un sinvergüenza! ¡Dime qué clase de trato tenéis!, insistió Anita.
–No puedo. Es demasiado horrible… –
Jaime volvió a palidecer y Anita se dio cuenta de que últimamente su amigo andaba más callado. Muchas veces se disculpaba cuando le proponía que jugasen juntos, diciendo que se encontraba mal.
–¡Pero si yo también te lo cuento todo!
–Dejarás de quererme si te lo digo…
Anita se puso las manos en la cintura y dijo:
–¿Eso es lo que piensas de mí? ¡Dímelo en seguida o nunca jamás vuelvo a dirigirte la palabra!
Jaime se agazapó aún más, pero a poco pudo articular, casi en un susurro:
–Me vio… Me vio cuando… robé algo.
Respiró profundamente y tembló con todo su cuerpo.
–Tú, ¿robando? ¡No me lo creo! ¿Cuándo? ¿Qué?
–Fue durante el almuerzo, en la escuela. Alguien dejó un coche de juguete en la mesa a la que me senté con mi bandeja. Uno de esos coches bonitos: rojo, de carrera y la puerta se podía abrir. No sé qué me pasó. Miré a mi alrededor. Había pocos niños en el comedor y nadie me miraba a mí. Y lo cogí y me lo guardé rápidamente en la mochila. Y luego…
Jaime volvió a tomar aire y se quedó callado.
–¿Y luego, qué?
–De repente Tábano estaba a mi lado y me decía: ‘¡Esto no es tuyo, empollón! Es de mi amigo Toni, ¡devuélvemelo ahora mismo!’ Claro que se lo di. Sé que no se lo devolvió porque luego de unos días lo vi jugar con él.
Anita jamás había visto a Jaime tan abatido. Le dio un fuerte abrazo.
–Pero si se lo has devuelto en seguida. ¡No puede hacerte ningún daño!
En ese momento, a Jaime empezó a temblarle también la barbilla y, por fin, las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas.
–¡Pero me ha visto! ¡Me dijo que iba a delatarme! ¡Que mi padre tendría que venir a la escuela! Imagínate a mi padre. ¡Podría darle algo! ¿No es suficiente con que se haya muerto mi madre? Y si él lograse sobrevivir…
¿Qué me diría la maestra, que me quiere tanto y que está tan orgullosa de mí? Tú no sabes de lo que es capaz Tábano. Dicen de él cosas horribles.
Podría pinchar las ruedas del coche de mi padre… Ni me atrevo a pensar todo lo que podría llegar a hacer… Así que ahora tengo que entregarle cada semana toda mi paga y aun así tengo miedo de que se lo diga. Por la noche no puedo conciliar el sueño porque no me puedo quitar de la cabeza la imagen de Tábano. Y siento un peso aquí… –Jaime se señaló el centro del pecho. – ¡Lo que más quiero es morirme, para que todo esto termine de una vez!
Anita se quedó pensativa. Luego se levantó de repente y dijo:
–¡Ya está! ¡Esto es el colmo! ¡Debe haber una manera de vencer a Tábano! ¡Se va a enterar de quién es Anita Listón! ¡Te digo que a partir de ahora gritará, horrorizado, mi nombre! ¡Nadie me amenaza a mí, ni a mis amigos! ¡Tenemos que llamar a Elenita y Margarita! ¡Esta es una reunión de emergencia!
De modo que por la tarde se encontraron en el parque. Anita, Jaime, Helenita, Margarita y Félix. Desde que Tábano le dirigió aquella mirada a su perro, Anita no apartaba los ojos de él. Se sentaron en el banco bajo el viejo roble y, aunque no había nadie a su alrededor, susurraban.
–¡Tábano jamás volverá a amenazarnos! –dijo Anita con solemnidad.
– Me parece que lo hace solo porque todo el mundo le tiene miedo. ¡Por eso vamos a unirnos y vamos a atacarle juntos! El lunes quedamos después del cole, lo esperamos y le pegamos entre todos. ¡Seguro que juntos somos más fuertes que ese idiota! ¡De este modo se le grabará en la memoria, de una vez para siempre, que tiene que dejar a los otros niños en paz!
A todos les pareció un plan genial y se preguntaban por qué no se le había ocurrido a nadie hasta entonces. De uno solo sí podría vengarse de manera más cruel, ¡pero si están unidos, los dejara tranquilos! De pronto parecían muy fuertes y valientes. ¡Tábano ya no podría hacerles daño! Acordaron que nadie iba a decir nada de lo planeado.
Pero cuando Anita llegó el lunes a la escuela, resultó que Margarita y Helenita ya lo habían dicho todo. Tan genial les pareció su plan. Muchos alumnos de clases más bajas paraban a Anita en el pasillo para preguntarle:
–¿Es cierto que le vais a pegar a Tábano?
Anita se sonrojaba y se encogía de hombros.
–Sois muy valientes!, le decían algunos. Y Anita se enteró así de nuevos y tremendos casos de venganza de Tábano cuando no podía salirse con la suya. Le contaban sobre ruedas pinchadas, perros y gatos envenenados y narices rotas. Su idea de pegarle entre todos a Tábano ya no le parecía tan buena.
Después de la clase había muchos niños esperando delante de la escuela. Cuando Anita y sus amigos atravesaron la puerta de salida, todos les abrieron el paso con respeto. A Anita le parecía una escena de alguna película. Una de esas, claro, que su mamá no le dejaba ver. De una de esas en la que solían aparecer hombres de rostros serios que a lo largo de la película no sonreían ni una sola vez y solo se pegaban y tiroteaban. Pero ella no era como ellos, sino todavía más pequeña que de costumbre.
La muchedumbre volvió a abrirse. Del otro lado venía Tábano. Y él era mucho más grande que de costumbre. Y no estaba solo. A su lado venían sus hermanos gemelos, que eran realmente muy grandes. Habían terminado la primaria el año pasado. Anita, del miedo, empezó a escuchar un sonido ensordecedor en los oídos.
Se dio vuelta y constató que a su lado solo se encontraba Jaime.
Margarita y Helenita se habían evaporado.
Jaime la miró con unos ojos gigantes.
–Perdona, Anita, dijo. Y desapareció entre la multitud.
–Me han dicho que tienes ganas de pelear, exclamó animadamente Tábano. Movió los puños y empezó a saltar.
–¿Yo? –preguntó Anita con voz temblorosa. – No sé nada de ello.
–¡Sí que lo has dicho! se escuchó de la multitud.
–¡Eso era una broma tan solo!, respondió Anita. Le pareció que sonreía, aunque más bien sonaba como un llanto.
–Ya me parecía a mí que solo era una broma, –se rio Tábano.– ¡Menudo chiste! ¡Vámonos, chicos! ¡Hoy no le pegaremos a ninguna niña pequeña!, les dijo a sus hermanos. Y se fueron.
Al día siguiente a Anita se le hizo desagradable ir a la escuela. Le pareció que todos se burlaban de ella. Aunque nadie dijo nada. Como si toda esa vergüenza no hubiera ocurrido jamás. De modo que se tranquilizó, pensando que todo había terminado bien. Y que Jaime tendría que resolver él solo los problemas que se había provocado. Al fin y al cabo, ¡lo estaban castigando por haber robado!
Pero al cabo de una semana, durante el recreo, Tábano apareció junto a ella en el pasillo. Como si surgiese del piso allí mismo.
–Seguro que ya sabes que es mejor no bromear conmigo, –dijo con amabilidad.– ¡De modo que lo mejor es que me devuelvas cuanto antes lo que me debes!
Anita hizo la vista gorda y abrió la boca.
–¿Yo? ¡No me acuerdo de haber contraído ninguna deuda contigo!
–Anda, ya, –dijo Tábano, ya un poco menos amable. – Me debes porque voy a dejar a tu perro en paz. Y si hasta mañana no me traes diez euros, puede suceder que se vuelva todavía más feo de lo que es. Le podría faltar la cola o alguna oreja, por ejemplo. Tampoco voy a ser tan tolerante con tu amiguito Jaime. Y a las niñas torpes también les puede pasar cualquier cosa por la calle, tienen tan poco cuidado.
Anita dejó de respirar. «¡Esto no puede ser! ¡No en la vida real!»
–¡Ten cuidado! ¡Mañana vengo a por el dinero!
Como en una pesadilla, Anita se dirigió a la clase.
Primero quería decírselo a Jaime. Pero cuando vio lo desanimado que iba a su lado, se limitó a decir:
–Ahora Tábano se está metiendo también conmigo.
Jaime asintió con tristeza y dijo:
–Ya lo sabía. Es mi culpa. Si no lo hubieses atacado para defenderme, todo estaría en orden. Y ahora tendremos que pagarle hasta nuestra muerte.
A Anita no le costaba imaginárselo. Pues sí, esto va a ser así. Porque de otro modo Tábano se iba a meter con ella y con todos los que ella quería. Por primera vez en su vida experimentó auténtico horror. Y este parecía no tener fin.
En casa, Anita le dijo a su madre que necesitaba diez euros porque pronto iban a ir de excursión.
–Esta escuela está cada día más cara, suspiró su madre.
¡Cómo se enfadaría si supiera en qué lío se había metido Anita! Jamás se lo perdonaría.
Por la noche la familia de Anita se reunió frente a la tele. Papá estaba viendo el telediario y mamá y Mar esperaban a que empezase la película. Anita ya estaba en pijama. También se lavó los dientes, esta noche con mucha más atención. Se arrimó a su madre.
–¡Cuánta violencia! ¡No sé donde vamos a ir a parar!, –comentó su madre las noticias.– ¡Cómo puede ser que nadie pueda parar a toda esta gente que mata e intimida a los demás!
–¡La gente es tonta!, –dijo papá. – ¡Yo no les hubiese dejado!
–¡Ni yo tampoco!, anunció Mar.
«Si lo supierais», pensó Anita.
Cuando su madre vino a su habitación para desearle buenas noches, Anita se aferró a su cuello más fuerte que nunca.
–¡Ay, mi niña! Sabes que tú eres mi niña, ¿verdad?, –le dijo mamá, mirándola con atención. – ¿Estás bien? Me pareces más quieta y callada que de costumbre. ¿Pasó algo en la escuela? ¡Si ya sabes que me lo puedes contar todo!
«¡Ahora! Ahora es el momento adecuado», se dijo Anita. Quiso hablar, pero no pudo. Era demasiado difícil. Así que se limitó a abrazarla con más fuerza.
–Sí, ya sé que me quieres, dijo mamá antes de salir de su habitación.
Sin embargo, Anita sabía que su corazón de niña pronto sería demasiado pequeño para todo este miedo y mentiras.
Pasaron semanas. A Tábano jamás se le había olvidado venir a por el dinero. Anita se lo daba y luego pedía prestado a Elenita y Margarita, que se mostraban muy comprensivas en el momento de dárselo.
No obstante, a Anita le preocupaba de dónde iba a sacar el dinero para devolverles. Mamá no dejaba de preguntar cuando saldrían de excursión. A Anita le preocupaba que mamá fuera a la escuela y se enterara de que no habría ninguna excursión. ¡Qué triste se pondría al darse cuenta de que le había mentido!
Un día le pidió dinero a su hermana Mar.
–¿Para qué lo quieres?
–Para dulces, mintió Anita.
–¿Y no tienes suficientes?, le preguntó su hermana. Así y todo le dio el dinero. Esto animó a Anita a preguntarle: –¿Si alguien quisiera hacerme algo malo, me defenderías?
–¡Claro que sí! –respondió, resuelta, Mar. – ¡Pero si eres mi hermana pequeña! ¿En qué lío te has metido?
Anita se animó. –Ah, en realidad no es nada… El otro día Tábano se puso pesado…
–¿Tábano? Pasa de ese idiota y de sus amigos. También mis compañeros de clase le tienen miedo!
Así que tampoco podía contar con la ayuda de Mar. Menos mal que ella no sabía nada.
Un domingo vino a visitarlos la abuela. Tomó a Anita en su regazo y la miró con atención.
–Me pareces un poco más delgada y pálida. ¿Comes suficiente fruta?
–¿Abuela, qué harías tú si alguien te intimidara?, preguntó Anita.
–¡Le daría con un paraguas en la cabeza!
–¿Y si fuera mucho más fuerte que tú? ¿Y si te amenazase con que te haría daño a ti y a tu gata, por ejemplo?
–¡Llamaría a la policía!
Anita se imaginó en colores a la policía viniendo a la escuela a por Tábano y llevándoselo a la cárcel. Pero todavía más fuerte fue la imagen de todo lo que podría hacerle a ella y a Félix después de que saliese en libertad. Luego se sentaron todos a comer.
–Anita me parece un poco enferma. ¿Le das suficientes vitaminas?, le preguntó la abuela a su madre.
Mamá estaba poco contenta de escuchar esta pregunta. –¡Creo que le estoy dando incluso demasiado!, –respondió. – ¡Pero la escuela se ha vuelto tan exigente! Pasa todos los días en su habitación, estudiando. ¡Y apenas está en tercero!
–¡Qué barbaridad!, suspiró la abuela.
–Tengo que ir a la escuela cuanto antes para hablar con la maestra. ¡Esto no me parece lo más apropiado!, dijo mamá.
–¡Si quieres, te acompaño!, se ofreció el padre.
«Solo me falta esto», pensó Anita.
Entonces alguien llamó a la puerta. Era la abuela de Jaime. Tenía su chándal azul claro puesto al revés y su pelo siempre tan arregladito se salía por todas partes.
–¿Está Jaime aquí?, preguntó con voz preocupada.
–No, –dijo la madre. – ¿Acaso sabes tú, Anita, dónde podría estar?
Anita se tambaleó en su silla.
«¡Ay, no! Justo el viernes Jaime le dijo que no sabía qué hacer porque su padre había salido de viaje y se le había olvidado darle su paga. ¡Tábano! ¡Habrá sido Tábano!» Los dientes de Anita empezaron a castañear y no pudo decir ni pío. Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas.
«¡Tábano lo eliminó y ahora es su turno y el de Félix!»
Mamá la levantó y la sentó en su regazo, abrazándola.
–¡Por Dios, Anita! ¿Qué ha pasado?
Pero Anita escondía su cabeza en el cuello de su madre y no podía dejar de llorar.
Esperaron a que se tranquilizase un poco. Y tras lanzar un par más de quejidos y suspiros, por fin empezó a hablar.
Y lo dijo todo.
Empezando por la tienda.
Sobre cómo Tábano y sus hermanos y amigos la intimidaban a ella, a Jaime y a media escuela. La escucharon boquiabiertos.
–¡Pero qué cosas dices!, –dijo mamá, acariciándole el pelo.– Ahora que lo has dicho, todo va a salir bien. Pero, ¿cómo has podido guardártelo para ti y cargar con todo este miedo?
–Temía que le hiciese daño a Félix y a vosotros… Me dijo que nos rompería todas las ventanas y nos quemaría la casa…
Anita rompió a llorar de nuevo, dejando salir todas las pesadillas que la perseguían últimamente, tanto de día como de noche.
Su padre apretaba los puños, rojo como un tomate.
–¡Le voy a decir a ese mocoso las cuatro verdades!, tronaba.
Todos los presentes no dejaban de preguntar: –¿Pero por qué no nos lo has dicho en seguida, Anita? Tampoco Anita lo sabía muy bien. Lo único que sí sabía era que ahora todo terminaría bien.
Pero primero había que encontrar a Jaime. Estaban convencidos de que se había fugado de casa por miedo a Tábano.
Pero no era así. Lo encontraron en su propia casa. En el sótano, donde se había hecho un refugio. Había pasado toda la tarde escondido detrás de unas cajas, temblando, convencido de que Tábano lo estaba buscando por no haberle entregado su paga. También Jaime se sintió tan aliviado como Anita al saber que todo se había sabido.
Pasaron el resto del día jugando y preguntándose por qué no habían hablado antes de sus preocupaciones.
El día siguiente fue un día muy movido en la escuela. Tábano tuvo que ir a la oficina del director. La gente estaba diciendo cosas horribles. Que lo echarían de la escuela, que iría a prisión, que él y sus padres tendrían que mudarse a otro lugar. También se dijo que se vengaría de quienes lo delataron. Por eso Anita estaba preocupada de nuevo, aunque sus padres y la maestra le aseguraban que todo estaría bien.
Por la noche, ya en la cama, preguntó a su madre:
–¿Crees que Tábano se vengará de mí?
–¡Qué va! No se atreverá a hacerlo. Ahora todos estarán pendientes de él. El director le dijo lo que se merecía.
–¿Y qué le va a pasar?, preguntó Anita. Tampoco quería que le ocurriese algo terrible. Bueno, un poco terrible sí.
–Ah, ahora va a trabajar con él la gente que está formada para atender con chicos así. Es muy joven todavía y seguro que mejorará. Pero si no hubiéramos sabido a tiempo lo que estaba pasando, tal vez habría sido demasiado tarde para él.
–¿Pero, por qué es tan malo?
–Él no es malo, –sonrió su madre. – Tan solo tiene miedo.
–¿Miedo? ¿Cómo? ¡Pero si yo y Jaime y los demás éramos los que teníamos miedo!, respondió Anita, asombrada.